Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo Cuadra

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Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950 - Gonzalo Cuadra

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coincidencia. Por lo mismo el “vecindario” tendrá una ligazón afectiva, tácita o fijada abiertamente que, por encima de un listado aséptico, provoca rechazo o aceptación emocional, ve con sospecha al “otro”, y puede hacer presiones para igualarlo o forzar su exclusión. El canon musical nacional del siglo XX, el canon institucional docto chileno, nuestro vecindario de premios y cátedras tuvo dos criterios de ingreso: privilegió a compositores activos posteriores a la Primera Guerra (ojalá relacionados con el Conservatorio Nacional de Música reformado, post Sociedad Bach), además de que no es operístico73, no solo por las dificultades económicas o humanas que conlleva una producción lírica, sino porque, fuera de la crítica negativa como género ejemplificada en Santa Cruz, no hay reflexión o discusión sobre el género o un interés sostenido en él y, consiguientemente, tampoco un número considerable de ejemplos compuestos como para establecer su propia importancia. El compositor se concentrará en la elaboración de un catálogo de diversos géneros y formas con diversas influencias: seriales, dodecafónicas, folklóricas, neoclásicas o impresionistas, incluso poco inclinado a la labor vocal solista74 (algo que a priori no debiera tener relación alguna con el juicio sobre la ópera italiana), característica que se puede verificar desde los inicios mismos de la vida musical docta de avanzada en Santiago a fines del siglo XIX.

      De hecho, entre los diversos grados y percepciones de fracaso de 1902 (Anecdótico en Velleda, relativo en Caupolicán, fulminante en Lautaro) y la siguiente oportunidad de estreno lírico (Sayeda) hay 27 años solo levemente interrumpidos con la segunda y fracasada versión de la Florista, dato a considerar si sabemos de la constante actividad operística en nuestro Teatro Municipal y dejando en claro la existencia de compositores nacionales solventes y de oficio y siendo la ópera un género válido y de floreciente producción en Europa, ya en las vanguardias, ya en las conservadurías.

      Sin embargo un punto muy interesante será que las óperas de Ortiz de Zárate, Hügel y Acevedo Gajardo, a los que hoy no se los cita dentro de las corrientes de avanzada del Chile del siglo XX, requerirán intérpretes “modernos” en el sentido de que deben cumplir con requerimientos melódicos y de declamación que están absolutamente al día de lo pedido en las escuelas de canto europeas que les eran contemporáneas, cosa que es analizable y comparable a través de tratados de canto de entonces o de los testimonios discográficos de cantantes líricos a partir de 1901. Es decir, exhiben una modernidad que se había iniciado en el tercio final del siglo XIX bajo la influencia vocal de Wagner y la irrupción de la Giovane Scuola italiana, un cambio que debe ser investigado no solo a través del análisis formal de la nueva escritura musical, sino fundamentalmente apoyado en la historia de la interpretación y la técnica de ejecución, específicamente del canto docto, que suele ser poco conocida por los historiadores de la música nacional. Tampoco se le da suficiente atención al hecho (al menos cuando quien lo comenta se haya percatado de ello) de que Acevedo estrenara su primer acto del Caupolicán en castellano, de manera pionera frente a las composiciones y posibilidades líricas de nuestros países vecinos e incluso España75, saltando prejuicios y convenciones idiomáticas y comodidades interpretativas, más aún cuando en nuestro país, sobre el asunto de la pertinencia del idioma, recaerán juicios de adecuación realista, influencia patriótica o de servilismo frente a modelos extranjeros76.

      Las opiniones sobre la ópera como género serán emitidas en los análisis posteriores, por tanto, “desde fuera” y “desde lejos”: analizan, pero no comparten su mecanismo y convenciones que exceden lo musical y dialoga en lo social, y al momento de referirse a nuestras producciones nacionales, sumarán el preconcepto, la frase lapidaria (es decir, tallada en piedra y con carácter definitivo) de los vencedores por sobre los vencidos, el pasado que, afortunadamente, pudimos dejar atrás y que lastraba nuestra acelerada puesta al día. Estamos ante una modernización que debe construirse sobre el fertilizante suelo de los árboles caídos, como podemos comprobar en la sordera estilística de las opiniones de textos analíticos sobre el Caupolicán, en donde se le achacará una italianidad “típica” en su estructura, cosa que no tiene, o se pasará por alto su idioma, castellano, en virtud de hacer una comparación con los progresos de nuestra música institucional de mediados de siglo XX. De hecho, es interesante que la ópera mejor recibida mancomunadamente por la crítica y la vanguardia musical chilena de su momento, y que es recordada con interés musical más allá de lo anecdótico de ser una ópera nacional, sea Sayeda, la única obra escénica nacional de las citadas que fue compuesta “desde fuera”, a manos de un músico en nada ligado al teatro musical y, al parecer, tampoco con un interés duradero en ello y que específicamente fuera considerada como un gran aporte orquestal y poco diestra escénicamente; es decir, no solo poco italiana, sino que (para su suerte) poco operática.

      Sin repetir ni equivocarse

      Entre 1898 y 1950 tenemos diez títulos líricos de compositores chilenos de los que se conserva la partitura. ¿Por qué, luego de tanto argumento dicho en párrafos anteriores, afanar el día analizándolos, leyéndolos y, finalmente, eligiendo trozos musicales para antologarlos? Pues porque me parece que esa escasez no es sinónimo de pobreza: el plantearse componer una ópera, la interacción de la literatura dramática y de la estética musical, encontrar la correspondencia a situaciones visuales por medio de un devenir musical, caracterizar, resolver frente a la prosodia y frente a un género mismo que es artificioso, todo ello requiere voluntad y energía, criterios previos sopesados y, dado el costo monetario de la producción, cierta clarividencia en el resultado de algo que solo se prueba a sí mismo una vez rodado en las tablas. Es una movilización. Conjuntamente, y de una manera similar a lo ocurrido en Europa desde el siglo XVII, es el género operístico (ya que su naturaleza misma de hacerse oír se hace posible al alero de esferas de poder político, económico y también cultural; en suma, bajo el alero de quienes escriben la historia) el que desata y enfrenta opiniones, uniendo a melómanos y eruditos, separando aguas entre lo que algunos creen serio y otros no, generando sabrosos artículos de prensa. Muchos estrenos y composiciones de diversos géneros musicales suscitarán esta suerte de vida socio-musical, pero generalmente ocurrirán durante o después del estreno, mientras que no es raro encontrar ejemplos de óperas (casos emblemáticos entre las óperas nacionales de este libro) que los comienzan a generar ya desde antes, siguen durante y —si ambas se han producido— ciertamente después. La ópera, sobre todo aquella del siglo XIX y de inicios del XX, es un género que se sustenta en la amplificación: aquello que no le es suficiente con ser dicho y debe cantarse con la apropiada proyección, que no le basta el gesto natural sino que cada movimiento corporal debe delimitarse y magnificarse para la correcta visual de los asientos más lejanos, con una actuación frontal al público. Es decir, forzará a revelar la idiosincrasia de quien la crea y de quien la opina, de quien la aplaude y quien la analiza, de quien la considera o la descanoniza, de poner en análisis mismo a nuestro país, poco dado a la extraversión y socialmente vigilante, que al inicio ve con buenos ojos la creación de una ópera nacional e invierte dinero y tiempo en sus creadores pero, una vez vista y experienciada, la deja pasar envuelto en pudor y amonestación77.

      Finalmente, y lo creo aún más interesante, como si no pudiésemos saltarnos pasos y etapas en la evolución de las especies líricas, cada uno de los títulos de este período que me ha tocado revisar va rindiendo homenaje a diversas corrientes estilísticas en la producción operística: la Grand Opéra (Lautaro), el drama italo-wagneriano (Caupolicán), el verismo (Velleda), la ópera romántica alemana (Ghismonda), el exotismo impresionista (Sayeda), el melodrama romántico puro (María), el melodrama burgués de salón (Mauricio), el realismo nacionalista (El Corvo), la ópera-oratorio (Bernardo O’Higgins), la féerie, “Märchenoper”, o cuento de hadas (Érase un Rey), sin importar si en lo formal y estético coincide o no cronológicamente con lo compuesto en las urbes musicales del hemisferio norte, gastando la fórmula utilizada en su propia gestación, sin repetición, réplica ni enmienda, pagando en aquella ópera específica décadas de ensayo-error de un estilo en particular. En una entrevista en el diario El Mercurio de Santiago, con motivo de un concierto con números musicales de óperas nacionales, se le preguntó a la soprano Patricia Vásquez si vislumbraba un nexo estilístico entre los títulos que iba a cantar, un “sello peculiarmente chileno”78. Ella respondió que no, que no veía ni creía

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