El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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Si no fuese porque quienes enuncian estos postulados suelen hacerlo, paradójicamente, con la intención de defenderlos, parecería más bien que lo que se intenta es refutar la teoría de la que forman parte por reducción al absurdo. Sin embargo, a juzgar por el aplomo con el que los sostienen, podemos deducir que este «absurdo» que denuncia Sen no parece provocar especial sonrojo (debido, seguramente, a cierta relación peculiar que han conseguido establecer con la vergüenza, un tema que quizá escapa al propósito del presente libro). Pero no es menos chocante cómo gestionan la otra acusación, a saber, la de que, además (por si fuera poco), se trata de postulados, de hecho, falsos. En efecto, es obvio que no todas las decisiones parecen tener como objetivo la maximización de la utilidad esperada por el agente. Sin embargo, esta afirmación les impresiona menos todavía. Como ya vimos más arriba, hay siempre dos opciones alternativas en el trato con los hechos. O bien se añade el postulado adicional de que su teoría siempre tiene razón (aunque se trate de una cláusula ligeramente abusiva para el tipo de contratos que suele establecer la ciencia con las cosas), o bien se considera que los hechos a veces no se corresponden con lo que prescribe la teoría, en cuyi caso lo que hay que cambiar son los hechos. En el primer caso, cuando se postula que todas las decisiones son siempre «racionales», o sea, egoístas (es decir, que siempre se basan en el objetivo de maximizar la utilidad esperada del agente), el recurso preferido es introducir al infinito hipótesis adicionales para los hechos que parecieran contradecir la teoría. Si alguien ha mostrado una actitud altruista, incluso aparentemente con perjuicio para sí mismo, (pongamos por caso que ha prestado dinero a un amigo con dificultades), tiene que ser porque buscaba el reconocimiento social que acompaña a las acciones altruistas; o porque ciertas creencias religiosas le hacen preferir el beneficio que supone el Cielo al gasto ocasionado por la generosidad; o porque, como administradores de nuestro propio psiquismo, vemos que nos trae más cuenta hacer el favor que perder al amigo, etc. En este caso, como es obvio, el argumento es enteramente incapaz de explicar nada: no nos ayuda en absoluto a entender cuáles son los comportamientos reales, sino que, por el contrario, sólo sirve para imponernos la engorrosa tarea de buscar siempre el modo de salvar la teoría frente a los comportamientos reales (sean los que sean).
Más curioso es quizá el segundo caso. Cuando se admite que los postulados de la teoría no se cumplen en la realidad (a no ser apelando al argumento circular que acabamos de comentar), entonces se concluye que lo que está mal es la propia realidad. Cualquier excepción al postulado de la racionalidad universal debe explicarse por la existencia de ciertas perturbaciones que impiden a las personas comportarse de un modo enteramente racional (es decir, egoísta). Así, por ejemplo, en las culturas primitivas es mucho más común que en nuestras ciudades modernas que las «personas» no se comporten como sujetos enteramente desvinculados unos de otros, aislados, y calculando en la más estricta intimidad el modo de conseguir el máximo beneficio. La explicación será, claro, que en esas sociedades primitivas todavía funcionan muchos elementos «perturbadores» que impiden a los individuos comportarse «racionalmente», mientras que nuestras sociedades modernas son ya bastante más «racionales», o, lo que es lo mismo, más puras o más parecidas al modelo. Bien es verdad que, incluso en las sociedades más avanzadas, se mantendrían todavía algunas interferencias que contaminan la pureza del modelo y se trata, por lo tanto, de determinaciones perturbadoras que hay que ir suprimiendo hasta que, finalmente, la cosa se parezca al modelo.
¿Qué es, entonces, lo que, supuestamente, se debe hacer? Extender los mecanismos de mercado hasta los últimos recovecos y suprimir cualquier intento de regulación que pudiese distorsionarlo. En efecto, el mercado no sería más que la realización de este modelo de comportamiento racional que estamos comentando. Ciertamente, lo que define a un mercado como tal es precisamente la desvinculación de todos sus miembros entre sí y el postulado de que en el contacto que establecen unos con otros, todos buscan obtener el máximo beneficio individual. Aquel supuesto «mecanismo general universalmente válido del comportamiento humano» (para el que se tuvo el mal gusto de reservar el noble nombre de «comportamiento racional») no es otra cosa, ciertamente, que el modelo de mercado. El objetivo será, así pues, suprimir todos los elementos de «irracionalidad» que perduren en la sociedad (es decir, purificar la realidad para que se vaya pareciendo progresivamente al modelo) y eso se logra, ciertamente, extendiendo el sistema de mercado a aquellos ámbitos donde no hubiese llegado –por ejemplo, el ámbito de la educación superior, que parecía estar más o menos a salvo hasta que comenzó a negociarse el GATS (Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios, en sus siglas en inglés) en la OMC– y eliminando cualquier «regulación perturbadora» en los ámbitos en los que ya esté parcialmente asentado –por ejemplo, el ámbito laboral, en el que podemos ver a los ultras de la FAES (la fundación de la que es presidente José María Aznar) clamando contra la existencia de un salario mínimo por ley.
Quizá haya alguien a quien le interese el argumento, que puede consultarse en: http://www.fundacionfaes.org/boletin/boletin.cfm? id_seccion=1382.
Básicamente, se trataba de lo siguiente: imponer a la patronal la exigencia de un salario mínimo es el peor servicio que se puede hacer a la clase obrera. Es tanto como arrancarle la piel de pinchos a un puercoespín para que esté más cómodo. Los pinchos pueden resultarle engorrosos para moverse entre los matorrales, pero sustituyen la única protección que tienen esos débiles e indefensos animales para defenderse de los depredadores. Pues bien, la posibilidad de trabajar más y más barato es la única protección que tienen ciertos colectivos (jóvenes, mujeres, gente no cualificada) para buscarse la vida en la selva del mercado laboral. Si se les impide por ley ofrecer sus servicios más baratos (obligándoles a exigir un salario mínimo), se les deja sin su única ventaja posible en el mercado laboral.
Es verdaderamente desconcertante, en efecto, que los economistas neoclásicos depositen las esperanzas de que sus modelos lleguen a tener alguna relevancia empírica, más que en su buen hacer como científicos, en la eficacia de las instituciones financieras internacionales, en los planes de ajuste que imponen y en las negociaciones que realizan en secreto.
Para la economía ortodoxa, cualquier «anomalía» se puede combatir con la misma receta: «más mercado». El «modelo de mercado» se concibe como la realización sin interferencias de la «esencia humana» (es decir, como el sistema en el que, por fin, los sujetos humanos pueden intentar sin impedimentos buscar siempre el máximo beneficio para sí mismos, como exige su propia «naturaleza»). En la ensoñación apriorística del «puro mercado» todo funcionaría, además, de un modo enteramente armónico y racional, a fuerza de confiarlo todo a la confluencia de los comportamientos egoístas en el mercado: pues, persiguiendo cada uno sólo su propio interés, esa «astucia» del mercado a la que se denomina «mano invisible» transforma necesariamente la suma de los vicios privados en virtud pública, o sea, logra la máxima armonía social (resultado de que se alcance el más alto interés social). Y, por eso, allí donde se localiza cualquier anomalía, fricción o conflicto, la receta del FMI es clara: hay que eliminar cualquier regulación o intervención pública que aparte a la realidad del modelo. Si alguna sociedad no es completamente armónica, eso sólo puede deberse a que hay por algún lado regulaciones o interferencias que impiden a la sociedad ser «puramente un mercado»