El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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Toda su construcción teórica está basada sobre el supuesto de que cada individuo humano es esencialmente una especie de mónada que sólo intenta maximizar su propio interés (algo para lo que reservan en exclusiva el noble nombre de «comportamiento racional»), realizando sin parar complicadísimos cálculos de la utilidad esperada de cada acción. A partir de aquí, y partiendo de la presunta «evidencia» de que una sociedad es esencialmente la suma de un montón de «individuos humanos», cualquier explicación de los procesos sociales se realiza por mera agregación de estos «pequeños centros de cálculo egocéntricos», considerando cualquier comportamiento que no responda a este perfil como resultado de alguna perturbación externa. Hasta qué punto llega la esterilidad empírica de este modelo para dar cuenta de los comportamientos sociales, se pone de manifiesto si pensamos, por ejemplo, que tiene que condenar como «irracional» cosas tan comunes en cualquier sociedad como el tozudo empeño de los padres por cuidar desinteresadamente de sus hijos. En efecto, si lo que esencialmente caracteriza a los sujetos humanos –que son, a su vez, considerados como las mónadas de las que se compone cualquier construcción social posible, tanto Manhattan como una tribu del Pacífico– es comportarse «racionalmente» (o sea, en su jerga, intentando siempre maximizar la utilidad esperada), entonces cualquier comportamiento desinteresado debe entenderse como una anomalía que cae fuera de esa supuesta naturaleza humana (base, como hemos dicho, de toda explicación social respecto a cualquier tiempo o lugar). Bien es verdad que nunca falta quien intenta apuntalar mínimamente la eficacia empírica del modelo considerando que esos comportamientos desinteresados tienen que ser sólo aparentes, pues, en el ejemplo que acabamos de plantear, pongamos por caso, si los padres cuidan de sus hijos debe ser para conseguir que éstos cuiden de ellos cuando sean viejos; y si los padres, de todas formas, también cuidan de los hijos incluso cuando éstos tienen enfermedades terminales (es decir, cuando no hay esperanza de obtener una contraprestación por su parte en el futuro), tiene que ser porque, tras realizar cierto cálculo, han preferido evitar el rechazo social que sufrirían si los abandonaran, etc. De este modo, su acercamiento a los hechos (cuando lo hay) se reduce más bien a postular que la realidad, aunque aparente lo contrario, tiene que obedecer a los supuestos de la teoría (lo cual, desde luego, lejos de ser una gran proeza científica, es una licencia para no abandonar ni un instante el cómodo aunque estéril terreno de las tautologías); pero, en todo caso, si por cualquier motivo, en un momento dado, se prefiere considerar que la realidad no responde a las exigencias del modelo, entonces se concluye que tanto peor para la realidad, que estaría introduciendo conductas «irracionales» que, evidentemente, habría que corregir.
Por lo tanto, el uso de estos modelos no es en ningún sentido una operación encaminada a restablecer los derechos de la experiencia, sino, más bien al contrario, a suprimirlos por completo. De hecho, como ya hemos indicado, se trata de un desprecio por lo real que tiene su base en una concepción de los modelos científicos que permite, literalmente, hacer lo que te dé la gana respecto a lo real. Cuando interesa presentar la teoría como descriptiva, perfectamente puedes suponer que la realidad seguramente obedece a tus supuestos aunque se empeñe en aparentar lo contrario y, cuando interesa presentar la teoría como normativa, reconoces que efectivamente la realidad no se ajusta al modelo, pero, entonces, propones correcciones no del modelo, sino de lo real (correcciones para cuya aplicación se recurre precisamente a las grandes instituciones financieras internacionales).
No es éste el momento de analizar el sentido (obviamente, ideológico) que puede corresponder a una operación teórica de este tipo. La ciencia no puede consistir ni en señalar obsesivamente a la riqueza y complejidad de lo real, como si con eso se estuviera dando algún paso en su conocimiento, ni en construir modelos enteramente apriorísticos que se desentiendan de lo real porque pretendan más bien enmendarle la plana diciéndole lo que tiene que ser.
Ciertamente, no hay observación si no se ha despejado antes, mediante un ingente trabajo teórico, un lugar para posibilitarla –y, en este sentido, es enteramente estéril, desde el punto de vista del conocimiento, limitarse a glorificar la «riqueza», «complejidad», «fluidez» e «inefabilidad» de lo concreto–; pero tampoco se puede perder de vista que todo ese trabajo teórico previo debe ir siempre encaminado, precisamente, a construir un lugar que restablezca los derechos de la experiencia y no, en ningún caso, a suplantarla –y, en este sentido, es una estafa intentar que la teoría sustituya a la experiencia en vez de limitarse a crear las condiciones en las que devolverle la palabra con ciertas garantías de que son las cosas mismas las que la toman.
2.5 El modelo de mercado en la economía
Quizá llame la atención que, para ilustrar el modo de razonar de la economía convencional moderna, en vez de hablar, por ejemplo, de por qué, sobre la base de las relaciones mercantiles, la oferta tiende a cubrir la demanda o cosas por el estilo, nos hayamos puesto a hablar de por qué los padres y las madres cuidan de sus hijos incluso si éstos tienen enfermedades terminales (y no podrán, con toda seguridad, compensarles ese gasto en la senectud). Pero, en efecto, como bien diagnostica William J. Barber (un historiador ya clásico del pensamiento económico), «el modo de pensar neoclásico se ha generalizado para proporcionar la base de una lógica general de la elección»[32]. Se ha generalizado hasta pretender dar cuenta de cómo deciden los «sujetos humanos» respecto a absolutamente cualquier tema, ya sean temas relacionados con los negocios, la defensa nacional o la búsqueda de pareja –pues, desde la perspectiva de estos autores, aunque nos cueste creer que hablan en serio, «también el sexo es una actividad económica»–. La búsqueda de un compañero (así como el propio acto sexual) lleva tiempo y, por tanto, impone un precio que se mide conforme al valor que tal tiempo tendría en su mejor uso alternativo. El riesgo de una enfermedad susceptible de transmisión sexual, o de embarazo, también son un coste –«un coste real, aunque no primordialmente pecuniario»[33]–. Ni que decir tiene que ese mecanismo general de la decisión humana se considera universalmente válido no sólo con absoluta independencia del tema sobre el que se trate de decidir en cada caso, sino también con independencia de a qué sociedad nos estemos refiriendo; es decir, su validez debe ser en algún sentido tan aplicable a los habitantes de Los Ángeles como a los dowayos de Camerún.
En todo caso, eso sí, es obligatorio reconocer, en honor a la verdad, que los grandes autores de esta perspectiva neoclásica (por ejemplo, y muy especialmente, el gran teórico de la economía Alfred Marshall) no han sido en absoluto tan insensatos. Por el contrario, han insistido en que sus modelos no eran aplicables en general a todas las acciones humanas, sino sólo a los aspectos, digamos, «económicos» del comportamiento humano. Obviamente, también respecto a la teoría económica moderna debemos distinguir a los autores serios de los meros propagandistas, con la misma radicalidad con la que Marx distinguía a Smith o Ricardo de los «economistas vulgares» (es decir, a los «científicos» de los «psicofantes»). No obstante, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que parte de la crítica que aquí esbozamos es aplicable incluso a los autores más importantes de esta corriente y, sobre todo, que tanto la academia como, ciertamente, los puestos de responsabilidad económica y política no están ocupados por esos grandes economistas y, por lo tanto, termina resultando obligatorio discutir con posturas que, de otro modo, no merecería la pena tomar en consideración.
¿En qué consiste ese supuesto mecanismo universalmente válido de las decisiones humanas? El punto de partida es considerar que lo que caracteriza al comportamiento humano es su «racionalidad». Ahora bien, por comportamiento «racional» se entiende comportamiento «egoísta», es decir, sólo son consideradas «racionales» aquellas decisiones en las que el agente que las