El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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Ahora bien, a partir de los años sesenta, en el terreno de las ciencias humanas se desencadenó, pese a todo, un verdadero ataque de histeria. Y ya hemos visto que esto no tiene por qué extrañarnos: la frontera entre ignorancia y saber nunca ha sido políticamente indiferente, pero, en el terreno histórico o social, transido de relaciones de poder, la cosa es especialmente delicada. La Apología y la Carta VII de Platón son los testigos eternos de esta dificultad que la humanidad jamás ha podido solventar. No hay poder injusto sobre la tierra que soporte con indiferencia el ser conocido. Así pues, en una polémica que tuvo mucho más de «religiosa» o de «política» que de seriedad epistemológica, se creyó necesario combatir al estructuralismo en nombre del «hombre», de la «historia» y de la «experiencia». Nos hemos ocupado ya del asunto en el artículo citado más arriba. Lo ridículo del asunto es que esta polémica no transcurrió verdaderamente entre antropólogos e historiadores, los cuales, más bien, se entendieron a las mil maravillas. Fundamentalmente fueron, por una parte, un conjunto informe de ideologías humanistas las que se rasgaron las vestiduras frente a los antropólogos; del mismo modo, en un juego a cuatro bandas, las «filosofías de la historia» (algunas de corte «marxista») se lanzaban al cuello de los historiadores que veían con simpatía el «estructuralismo», acusándoles, nada menos que a ellos, de pretender «ignorar lo histórico». Todo esto, en realidad, pese al mucho ruido que se montó, tenía muy poco interés. Pero el tercer motivo de escándalo sí nos interesa especialmente con vistas a la interpretación del texto de Marx: al estructuralismo se le acusó –como ya hemos visto– de dar la espalda a la experiencia y la observación, se le acusó de «confeccionar modelos matemáticos» y de apriorismo.
El reproche, en este caso, también era idéntico al que los medios escolásticos del siglo XVI vertieron sobre Galileo, e igual al que se vertió desde el primer momento sobre el comienzo de Das Kapital. Lévi-Strauss, de hecho, calca su respuesta de la de Marx.
Pues, en efecto, si fuera verdad que el estructuralismo daba la espalda a la experiencia y a la observación, la cosa sería, ciertamente, muy grave, pero no sólo grave, sino patética: pues, tal como acabamos de ver declarar a Lévi-Strauss, el estructuralismo se concebía a sí mismo como el único camino que las ciencias humanas podían practicar si querían emular el procedimiento propio de las ciencias experimentales[14]. Lévi-Strauss explica que si la antropología se ve obligada a construir modelos matemáticos con los que operar es porque no puede operar experimentalmente sobre sus objetos de estudio: un etnólogo tampoco puede someter a una comunidad indígena a «reactivos químicos» para comprobar cómo reacciona.
Hay, sin embargo, una salvedad. La situación de la etnología no sólo es muy distinta a aquella en la que se encuentran las ciencias naturales, sino que, sin menoscabo de haber resaltado su semejanza, también es diferente a la que Marx expone respecto a la sociedad moderna. El etnólogo, se puede decir, tiene, incluso, una ventaja sobre las ciencias naturales: encuentra sus experimentos «ya hechos» y, en principio, no tiene más que pasar a «observarlos». En etnología, nos dice Lévi-Strauss, «la experimentación precede a la observación»[15]; el etnólogo encuentra ya preparada a lo largo y ancho de la geografía, así como en muchos documentos históricos sobre comunidades hoy desaparecidas, una multitud ingente de sociedades que, al parecer, han dejado muy pocas cosas sin experimentar. La vasta diversidad de las comunidades indígenas es, por sí misma, un laboratorio en el que la historia ha trabajado intensamente, adelantándose a la labor de los científicos. Ahora bien, también existe una desventaja: la etnología no puede manipular esos experimentos que encuentra tan diligentemente realizados.
Encontramos nuestras experiencias ya preparadas, pero no podemos controlarlas. Resulta, pues, normal que nos esforcemos en reemplazarlas por modelos, es decir, por sistemas de símbolos que respetan las propiedades y características de la experiencia, pero que, a diferencia de ésta, estamos en condiciones de manipular. La audacia de semejante procedimiento es compensada, sin embargo, por la humildad –casi podría decirse el servilismo– con que el antropólogo practica la observación[16].
Así pues, en lo que Lévi-Strauss y Marx están completamente de acuerdo es en que el tipo de recurso a algo así como la «construcción de modelos» depende del tipo de relación con la experiencia y la observación que una ciencia se pueda permitir en virtud del tipo de objeto que estudia. Es decir, cada ciencia tiene que conformarse con un determinado ritmo de alternancia entre la deducción y la observación, dependiendo de los distintos modos en que su objeto se deje o no se deje manipular en el laboratorio. En el terreno histórico, en el que la historia misma hace las veces de una especie de laboratorio ciego e ingobernable, nos encontramos en una situación muy distinta, dependiendo del tipo de objeto que nos hayamos propuesto estudiar. Respecto a, por ejemplo, los sistemas de parentesco, Lévi-Strauss señala que las sociedades humanas no se han dejado casi nada por experimentar, hasta el punto de que si se procede a priori, elaborando matemáticamente las distintas posibilidades, será casi seguro que luego se encontrará alguna comunidad observable (ya sea mediante un trabajo de campo directo o mediante la investigación en archivos) que se acomode a cada uno de los casos. Marx, al mismo tiempo que estudia el modo de producción capitalista, también encuentra otros modos de producción que la historia ha puesto en juego, a veces imbricados sincrónicamente con la propia sociedad moderna, a veces desaparecidos por completo, pero en todo caso investigables históricamente. Sin duda que, aquí, el laboratorio de la historia es mucho menos instructivo y las conclusiones del investigador mucho más vacilantes que en el caso, por ejemplo, de las relaciones de parentesco. Pero esto no es lo importante para lo que estamos discutiendo. Lo importante es reparar en que el ritmo específico de alternancia entre la deducción y la observación del que se pueden valer Lévi-Strauss o Marx no es más que su forma de hacer lo mismo que hacen las ciencias experimentales, y que, si lo hacen de distinto modo, es tan sólo en virtud de las peculiaridades con las que su objeto se presta o se sustrae a la experimentación.
Si se recurre más o menos a la «facultad de abstraer», suplantando también más o menos a la experiencia, no es porque se ceda a propensiones metafísicas, sino, ante todo, porque hay objetos que no se dejan observar o experimentar de otra manera. En todos estos casos, y como no podía ser menos, la ciencia no se aparta de la experiencia más que en favor de la experiencia. Y hemos comprobado ya que, incluso en el terreno de las ciencias naturales, en el terreno de la física, fue preciso, para Galileo, tener muy en cuenta que la experiencia no es algo que venga de suyo o que se regale fácilmente, de tal modo que no hubiera más que ponerse a ello. La observación, cuando no está precedida por un trabajo teórico riguroso, no tiene ni idea de lo que observa.
El nombre de Althusser viene siempre asociado al teoricismo. Desde dentro y fuera de la tradición marxista se acusó a su lectura de El capital de teoricista y, partiendo de ahí, de antihistoricista y antihumanista, y también de muchas otras cosas más. En el mismo sentido se acusó, a todo lo que sonara a «estructuralismo», de apriorismo. Y en todos estos casos, como señaló Martínez Marzoa, la acusación de «no atenerse a los hechos» recuerda «de un modo harto significativo las objeciones que contra Galileo hicieron los medios escolásticos de su tiempo»[17]. Así pues, toda la discusión estaba patas arriba, pues la desconfianza hacia