El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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Pero, ¿a qué presión? A la presión de un milésimo de milímetro. Ahora bien, si ustedes reflexionan sobre ello, cuando un químico o un físico les habla de una presión de un milésimo de milímetro, ¡cuánto ha trabajado ya! ¡No es con la ley de Mariotte y Gay Lussac que se puede comprender la fineza, la precisión, la suma de técnicas que debe lograr una presión de un milésimo de milímetro! Entonces, para estudiar ese mecanismo de la combustión del carbono, ven ustedes lo que es preciso: estamos ante sabios que exigen un diploma de pureza para el carbono, un diploma de pureza para el oxígeno y un control de presión extremadamente fino. [...] Aquí estamos ante una ampollita. ¿Y qué hay ante esta ampollita? Toda una sociedad de físicos. Pertenecen por lo menos a tres clases: hay químicos, físicos y cristalógrafos [...] van a cooperar tres culturas imbuidas de racionalismo[7].
Si se piensa bien, se verá que es la comunidad científica en su conjunto la que constituye el instrumento material necesario para encerrar la combustión del carbono en esa ampollita: su instrumental de laboratorio no es más que una especie de sistema sensorial artificial, amasado con pura teoría, para librarse de los sentidos en su trato con las cosas. Y a eso, y no a lo que entendemos habitualmente por tal, es a lo que las «ciencias positivas» llaman «experiencia». La ciencia trabaja la experiencia construyendo sistemas minuciosamente cerrados. La sistematicidad científica que permite a todos estos sabios entenderse y cooperar no tiene otro objeto que el de tener la seguridad de que aquello de lo que se trata es de la combustión del carbono y no de ninguna otra cosa[8]. Se espera, sin duda, que los resultados teóricos sirvan para aclarar muchas otras realidades, pero sólo en la medida en que en ellas sea igualmente posible aislar lo que tienen o dejan de tener de combustión. Canguilhem, comentando a Bachelard, escribió: «La ciencia piensa con sus aparatos, no con los órganos de los sentidos»[9]. Y, en efecto, así como lo que se espera de cualquier proposición científica es que no trate más que de lo que dice tratar, un aparato de investigación se define por las perturbaciones que impide, por la técnica de su aislamiento, por la seguridad que ofrece de que pueden despreciarse influencias bien conocidas, en una palabra, por el hecho de que encierra un sistema cerrado. Un instrumento «es un conjunto de pantallas, de estuches, de inmovilizadores, que conservan el fenómeno encerrado»[10]. Por el contrario, Bachelard muestra muy gráficamente cómo, por ejemplo, en la alquimia de la electricidad, supuestamente basada en un constante experimentar, los experimentos en cuestión se basaban en un constante «cambio de tema»: se decía que se iba a hablar de las propiedades eléctricas de la plata y el zinc, pero no había ningún concepto que rigiera esa observación; se gustaba y se olía, rastreando débiles descargas en las papilas gustativas u olfativas; de esta manera, se planteaba el problema «más entre la nariz y la boca que entre la plata y el zinc».
Una observación que no ha sido categorizada previamente por la facultad de abstracción navega inevitablemente en todos los vicios que Platón nos enseñó a diagnosticar en la opinión. De ahí que Bachelard comience La formación del espíritu científico con la siguiente declaración de principios: «La ciencia se opone en absoluto a la opinión. Si en alguna cuestión particular debe legitimar la opinión, lo hace por razones distintas de las que fundamentan la opinión; de manera que la opinión, de derecho, jamás tiene razón. La opinión piensa mal; no piensa; traduce necesidades en conocimientos. Al designar a los objetos por su utilidad, se prohíbe conocerlos. Nada puede fundarse en la opinión: ante todo es necesario destruirla»[11].
Así pues, eso de que la «facultad de abstraer» haga las veces de los reactivos y microscopios no tiene nada de sorprendente, pues, al fin y al cabo, unos y otros no son más que «abstracciones cosificadas». Es, sin duda, una limitación que respecto al «continente historia» no podamos cosificar nuestros conceptos, pues, ciertamente, esto suele ser algo muy útil para tenerlos definidos con claridad y para impedir que confundamos unas cosas con otras. Pero esto lo único que significa es que, en el continente historia, es mucho más difícil asegurarse de que no se nos mezclan distintos temas escondidos en la misma palabra (sin que podamos, una vez introducida la confusión, distinguir cuándo hablamos de un tema y cuándo hablamos de otro). La naturaleza no se queja al ser introducida en un laboratorio. Una sociedad, en cambio, no se deja someter a experimentos; es imposible aislarla, no se puede «encerrar en ampollitas» y no podemos cosificar las abstracciones que nos permiten diferenciar unas cosas de otras. Es decir, los únicos instrumentos que podemos generar en este terreno para impedir que, por culpa de haber utilizado la misma palabra, tomemos una cosa por otra, se construyen exclusivamente con palabras. Es por eso, y no por ningún otro motivo, por lo que una ciencia referida a algo histórico tiene necesariamente que comenzar por una inflación de la abstracción, mucho mayor aún de la que ya se encontró en los orígenes de la ciencia moderna. La economía protesta, entonces: todo esto no son sino «minucias y sutilezas», se le había dicho a Marx. Un siglo después, Schumpeter hace el mismo reproche: Marx parte de un presupuesto metafísico que puede interesar a la «filosofía o a la ética», pero que no es operativo en el terreno de las ciencias positivas. Ahora bien, en el texto que ahora nos ocupa hemos visto que Marx se explica muy claramente sobre la significación científica de ese punto de partida.
2.3.2 Modelos y experiencia. La alternancia entre deducción y observación
Así pues, Marx comienza haciendo «metafísica», apartándose así desde el primer momento del camino normal de la ciencia, o, al contrario, Marx hace «metafísica» porque es la única manera de ser un científico normal en un terreno como es el de la historia.
Hay un episodio en la historia de las ciencias humanas del siglo XX que puede ayudarnos a hacer un diagnóstico de todo lo que está implicado en este texto de Marx. Pues, en efecto, la historia se repite. Resulta harto significativo comprobar que, en este siglo, las ciencias humanas se embrollaron en una discusión muy parecida a raíz de la intervención denominada «estructuralista» en antropología. Y es muy curioso ver cómo Lévi-Strauss se defiende en ese caso con un argumento idéntico al de Marx. Merece la pena que nos detengamos un poco en este punto, pues es muy instructivo[12]. El «estructuralismo» no levantó un gran escándalo mientras permaneció confinado en los límites de la lingüística, pues, para empezar, allí tuvo muy pronto una fecundidad demasiado incontestable. Por otra parte, como Lévi-Strauss no se cansó de repetir, los que desde otros dominios de las ciencias humanas intentaron seguir el mismo camino, en absoluto lo hacían con la conciencia de estarse adhiriendo a algo así como una escuela filosófica de implicaciones metafísicas o morales. Sencillamente, habían descubierto que, ahí donde se podía hablar de lenguaje en algún sentido (y eso no ocurre sólo en el lenguaje propiamente dicho, sino también ahí donde hay comunicación humana en general, ya sea intercambio de «títulos de parentesco» a través de relaciones matrimoniales, «de bienes y servicios» o de «mensajes») podía aplicarse el mismo método que había permitido a la lingüística aproximarse tan ventajosamente a un estatus de objetividad.
Seguramente Lévi-Strauss era demasiado optimista, porque los resultados nunca fueron demasiado sólidos. Pero, aun así, resulta interesante el tipo de reacción que se suscitó. Aunque pueda parecer lo contrario, el verdadero escándalo no provenía tanto de las connotaciones que parecían ir asociadas a la noción de «estructura» (que, al fin y al cabo, en principio, no tenía nada de misteriosa o novedosa); el problema estaba, pese a que nadie quisiera reconocerlo, en la objetividad que se pretendía alcanzar mediante su utilización. Lo que se temía en el conocimiento estructuralista no era tanto lo concerniente al «estructuralismo» como al «conocimiento».