El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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2.3 Marx y la normalidad científica
2.3.1 Abstracciones cosificadas e instrumental científico
El Prólogo a la primera edición de El capital comenzaba con una llamada de atención respecto a la famosa Sección 1.ª, en la cual se supone que Marx toma lo que a Schumpeter le parecía su decisión más desafortunada, la de adherirse a la teoría del valor.
Los comienzos son siempre difíciles, y esto rige para todas las ciencias. La comprensión del primer capítulo, y en especial de la parte dedicada al análisis de la mercancía, presentará, por tanto, la dificultad mayor. He dado el carácter más popular posible a lo que se refiere más concretamente al análisis de la sustancia y magnitud del valor. La forma del valor, cuya figura acabada es la forma dinero, es sumamente simple y desprovista de contenido. No obstante, hace más de dos mil años que la inteligencia humana procura en vano desentrañar su secreto, mientras que ha logrado hacerlo, cuando menos aproximadamente, en el caso de formas mucho más complejas y llenas de contenido. ¿Por qué? Porque es más fácil estudiar el organismo desarrollado que las células que lo componen. Cuando analizamos las formas económicas, por otra parte, no podemos servirnos del microscopio ni de reactivos químicos. La facultad de abstraer debe hacer las veces del uno y de los otros.
Para la sociedad burguesa la forma de mercancía, adoptada por el producto del trabajo, o la forma del valor de la mercancía, es la forma celular económica. Al profano le parece que analizarla no es más que perderse en meras minucias y sutilezas. Se trata, en efecto, de minucias y sutilezas, pero de la misma manera que es a ellas a las que se consagra la anatomía micrológica[6].
Así pues, ahora ya no es Engels, sino el mismísimo Marx, quien comienza situando su investigación en un marco de normalidad científica. Lo «revolucionario» y «novedoso» no se señala en absoluto respecto al método seguido, sino en una intervención científicamente normal en un terreno (o un «continente») inexplorado. Se ve que cuando Marx tiene, sencillamente, que presentar su investigación, recurre sin más al mismo tipo de comparación que hemos venido ensayando en estas páginas. El «misterio» de lo que él ha hecho respecto a una formación histórica dada, la «sociedad moderna», hay que buscarlo en lo que la física de Galileo, la química de Lavoisier o la «anatomía micrológica» han hecho en el terreno natural.
Además, se ve que la adhesión a la teoría del valor viene marcada, más que nada, por una necesidad de método, asociada a un primer paso metódico imprescindible: la necesidad de aislar, mediante un trabajo analítico, los distintos elementos que están en juego en la realidad que se va a estudiar. Eso implica una ardua labor de clarificación de los conceptos. Si se va a hablar de una sociedad en la que «los productos del trabajo adoptan la forma de mercancía», o, lo que es lo mismo, de una sociedad que parece «satisfacer las necesidades humanas por medio del libre intercambio entre propietarios», es imprescindible que, antes de nada, se clarifiquen los conceptos más simples: «mercancía», «trabajo», «producto del trabajo», «intercambio libre», «competencia» o «propiedad». Al profano este análisis le parece simplemente una pérdida de tiempo, meras «minucias y sutilezas», ganas de complicar las cosas (¿para qué escribir toda una sección dificilísima, analizando conceptos que hasta el más tonto entiende?). Sin embargo, Marx considera imprescindible analizar lo que dan de sí estos conceptos, fundamentalmente para impedir por todos los medios que bajo las mismas palabras se deslicen cosas distintas. Hemos insistido repetidamente en el carácter genuinamente «socrático» de esta decisión: hay que analizar en profundidad los conceptos que se van a manejar, no vaya a ocurrir que por falta de análisis, es decir, por una falta de claridad en las palabras que utilizamos, cambiemos de tema sin darnos ni cuenta (lo cual es tan frecuente en los discursos no científicos, que al utilizar las mismas palabras para referirse a realidades muy distintas, se pasa muchas veces de una cosa a otra sin notar siquiera que se está cambiando de tema).
Ahora bien, hay que tener en cuenta que aquí nos encontramos con una dificultad a la que no se enfrenta la química: una sociedad no puede ser manipulada en un laboratorio mediante reactivos químicos, ni puede ser observada con ningún microscopio. Marx no puede, por ejemplo, introducir una especie de reactivo químico que separe aquello que en la sociedad moderna es puramente mercado, de todas aquellas otras cosas que aparecen mezcladas con él. Esto no implica que haya que hacer con ella nada distinto a lo que la química comienza haciendo con cualquier sustancia que se proponga estudiar (analizarla); simplemente indica que aquí nos encontramos con una dificultad especial. Aquí no contamos con instrumentos científicos, ni con reactivos químicos; la facultad de abstraer tiene que hacer las veces de los unos y los otros.
Pero, en realidad, eso de que la facultad de abstraer pueda suplir con éxito la carencia de instrumental científico no tendrá nada de extraño. En 1965, cuando Althusser y su seminario comienzan a «leer El capital», hacía ya tiempo que Bachelard había acostumbrado a la epistemología a comprender que un instrumento científico no es otra cosa que un «teorema cosificado», pura «teoría materializada». Un concepto no es, tal como ya se nos muestra en los diálogos socráticos de Platón, sino una especie de sistema de compuertas que obligan al diálogo a «dejar la palabra a la cosa», a centrarse en ella, impidiendo que las distintas opiniones de los interlocutores hagan lo que la opinión siempre hace inevitablemente, «irse por las ramas», operar un constante cambio de tema inconfesado e inapreciable y, sobre todo, incontrolado e incontrolable. Allí donde el objeto que se pretende estudiar se muestra inerte y dócil, como, por ejemplo, el carbonato cálcico o el cloruro de sodio, es posible que los conceptos se materialicen en ciertos instrumentales que, más que nada, o al menos en primer término, sirven para impedir que el investigador se vaya por las ramas hablando de sí mismo, cuando de lo que se trata es de volcar objetivamente la atención en la cosa y sólo en la cosa en cuestión. Se aplican determinados reactivos y es la sal la que se descompone en cloro y sodio, mostrando ella misma los elementos simples de los que se compone. Ahora bien, para que los reactivos y los microscopios puedan ser aplicados a cualquier realidad natural, la comunidad científica ha tenido que trabajar mucho previamente y lo ha hecho en el terreno puramente teórico.
Un ejemplo de Bachelard puede ilustrar este punto muy significativamente: se trata de hacer un experimento sobre la combustión del carbono, es decir, en cierto sentido, se trata de un fenómeno de lo más común. Si vemos un tronco consumirse en una chimenea, las miradas se quedarán por unos momentos fijas en el chisporrotear de las llamas: unos a lo mejor empezarán a acordarse de la Navidad y de que siempre volvían a casa de su madre por Navidad; otros empezarán a hablar de si arde mejor el roble o la encina y de si su abuelo, que era leñador, trabajó de resinero por largas temporadas; seguro que hay alguno que se acuerda de Heráclito frente a la chimenea, invitando a pasar a sus huéspedes e indicando que «aquí también hay dioses»; y puede que se empiece entonces a hablar de Dios o de la gramática griega. La combustión del carbono también es un tema del que podría ocuparse el Ministerio de Economía, reuniendo a grandes industriales que discutan sobre el precio del carbón y la productividad de las centrales nucleares. Ahora bien, en el laboratorio, se trata por entero de otra cosa; se trata de cortocircuitar todos estos «cambios de tema» incontrolados y de obligarse a hablar de la combustión del carbono en