El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria

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El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria Pensamiento crítico

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      La primera figura de la conciencia en la Fenomenología es la conciencia espontánea, la «certeza sensible» o la «opinión». En esta obra asistimos a lo que Hegel llama la experiencia de la conciencia común, la cual, poco a poco, y sin que ella misma se dé cuenta, va haciendo la experiencia de sí misma y recorriendo el camino que le lleva a la ciencia.

      La certeza sensible se pretende la más concreta y la más rica, porque, al no estar aún mediada por ninguna elaboración conceptual, pretende estar frente a la cosa misma, sin perder de ella ni uno solo de sus aspectos, de sus detalles, de sus determinaciones más insignificantes. Si digo que esto es una «mesa», por ejemplo, en el concepto de «mesa» estoy sacrificando una multitud de aspectos de la realidad. Quizá es una mesa cuadrada, quizá redonda, quizá blanca, quizá de madera o de hierro. Es verdad que podría precisar añadiendo esas determinaciones, pero siempre estaría sacrificando algo de la realidad. Esta mesa blanca de plástico parece concreta si no caemos en la cuenta de que en esa terraza de ese bar hay cien como ella. Ahora bien, esta de aquí tiene un arañazo, esa otra una mancha de aceite, esa otra un desconchón. ¿Cómo haremos justicia a toda esa riqueza infinita de lo concreto? El concepto de arañazo no hace justicia a todos los millones de tipos de arañazos que puede haber. Por eso, la certeza puramente sensible se niega a dejarse mediar por ningún concepto. La única manera de no perder nada de lo real es señalarlo en su absoluta individualidad: «esto», «esto, aquí y ahora», «esto, aquí y ahora, es».

      Así pues, la conciencia, persiguiendo aislar la riqueza inabarcable de la realidad más concreta, hasta lograr, supuestamente, aislar hasta la última mota de polvo sin confundirla con las demás, comienza a pasearse por el mundo explicitando un desconcertante mensaje: «esto, aquí y ahora, es», «esto, aquí y ahora, es», «esto…». Ahora bien, cualquier cosa es un «esto», todo es un «esto», cualquier aquí es un aquí, cualquier ahora es un ahora. Todo es en un aquí y en un ahora. La certeza sensible pretende estar nombrando lo más concreto, pero en realidad está nombrando constantemente una totalidad indiferenciada: el ser, el puro ser. Es cierto que está nombrando el puro ser en un nivel tal de abstracción que no es el ser de esto ni de aquello, sino el ser de todo en general, es el ser vacío de toda determinación que, en las primeras líneas de la Ciencia de la lógica, se convierte en seguida en la pura nada. Así, resulta que la conciencia sensible, sin darse cuenta, ha ido a parar al punto de partida de la obra más difícil de la historia de la metafísica. Cuanto más esfuerzo ha hecho la conciencia por situarse en el horizonte de lo puramente sensible, más se ha encontrado navegando en el marasmo de una vaciedad metafísica incontrolable. Quería no perderse ni un arañazo de la realidad, pero, al final, no sabe si está hablando del todo o de la nada. La certeza sensible, nos dice Hegel, se pretendía la más rica y es, en realidad, la más pobre; se pretendía la más concreta y es, en realidad, la más abstracta.

      Ya hemos visto que este hablar de todo y de nada al mismo tiempo es lo que caracteriza al mundo de la opinión. Sócrates lo sabía muy bien, y por eso interrumpía todas las conversaciones exigiendo delimitaciones que, en principio, podrían parecer muy abstractas. Pero el caso es que lo hacía con la esperanza de que, de ese modo, el diálogo terminara por tratar de algo concreto. El interés de Sócrates por el «mundo de las ideas» no era un interés por las ensoñaciones metafísicas, sino todo lo contrario: a Sócrates le sacaba de quicio que las conversaciones trataran de todo y de nada, sin decir nada concreto. Exigía a su interlocutor que definiera bien lo que estaba diciendo, para que se supiera de qué se estaba hablando. Todo el trabajo con las ideas no se hacía sino con la esperanza de llegar a decir, por fin, algo que de verdad tratara sobre las cosas, sobre alguna cosa. Eran los atenienses del mercado, a los que Sócrates interrogaba, los que estaban siempre en las nubes, perdidos en un océano de abstracciones. Sócrates se empeñaba, más bien, en hacerlos descender a la tierra.

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