El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria

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El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria Pensamiento crítico

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(y no digamos en el Departamento de Metafísica) se dicen cosas muy abstractas. Hegel y Marx estaban convencidos de lo contrario. Cuando la conciencia vive las cosas «a ras de tierra», poniendo en juego certezas puramente sensibles, en contacto con toda la inabarcable riqueza de la realidad, es como si estuviera navegando en un océano de abstracciones. Todos los conceptos (tan supuestamente inmediatos, simples y concretos) que intenta poner en juego se revelan en seguida como nociones imprecisas y vacías de todo contenido específico. A fuerza de imprecisión, cada cosa que se dice acaba por poder significar cualquier cosa. La mejor manera de experimentar este paradójico resultado es proporcionar a los interlocutores suficiente tiempo para agotar su tema de conversación. En seguida comprobarán que su supuesto tema era, en realidad, otro tema, y otro y otro y otro, hasta que, al final, tras haber comenzado discutiendo sobre el derecho al aborto, haber pasado sin saber muy bien cómo por el tema del terrorismo y después por el del racismo y la educación infantil, habiendo sido llevados por el viento de la conversación a no se sabe qué preguntas sobre las familias reales europeas, el hambre en el mundo, la extinción de las tortugas y los viajes espaciales, acaban finalmente por reconocer que la única manera de resumir el verdadero tema de la conversación es decir que se ha estado hablando «de todo y de nada». El caso es que eso del todo y la nada es, curiosamente, lo que la gente cree que se estudia en el Departamento de Metafísica, en el más alto nivel de abstracción.

      Cuando nos situamos frente a la realidad para vivirla de forma espontánea y directa lo único que ocurre en que no somos conscientes del complejo entramado de mediaciones conceptuales que la historia, la mitología y los prejuicios han condensado en esta supuesta espontaneidad. Lo primero que de forma espontánea se le ofrece a la conciencia no son datos empíricos, sino más bien lo que Althusser llamó con mucho acierto un «macizo ideológico», un tejido de evidencias y lugares comunes, al cual es muy difícil arrancarse. Así pues, la ciencia no puede partir de los datos empíricos, sino de este tejido ideológico de la conciencia común. Puede partir también, por supuesto –y lo hace todos los días–, de la ciencia del día anterior; pero, en el límite, su contacto con la realidad viene acompañado de todo el complejo de representaciones espontáneas de la conciencia ordinaria. Lo característico de las representaciones, intuiciones, nociones o conceptos que conforman esta red ideológica es su imprecisión y, por lo tanto, su vaciedad. Se trata, en efecto, de representaciones muy abstractas, pero de un género de abstracción muy distinto a las abstracciones que construye la comunidad científica. La ciencia trabaja en la abstracción en aras de la precisión, mediante definiciones y construcciones conceptuales teóricamente blindadas. Las abstracciones ideológicas de la conciencia espontánea, por el contrario, son abstractas a fuerza de indefinición. Y mientras que la ciencia camina pacientemente hacia lo concreto, la conciencia se hunde tanto más en el marasmo de la abstracción cuanto más se le solicita que diga algo concreto.

      Se suele decir, por ejemplo, que los niños son muy concretos y que todavía no han desarrollado la capacidad del pensamiento abstracto. Incluso hay pedagogos que montan teorías con cosas así. En verdad, es absolutamente al revés. En todo caso, basta oír a un niño relatar un suceso cualquiera para desesperar ante las desoladas abstracciones con las que teje su discurso: ocurrió «eso», «ahí», cuando fuimos «allá» y estuvimos manejando «la cosa esa», había «bichos» y «muchas hierbas»… Resulta imposible saber a qué está señalando en su cabeza. Pretende señalar cosas muy concretas, pero no llega a decir más que cosas máximamente abstractas: cualquier cosa es un «eso», cualquier «ahí» es un «ahí» o un «allá». El niño habla de todo y de nada al mismo tiempo. Si su padre le interrumpe para explicar que donde estuvieron en realidad fue en la selva del Amazonas, clasificando coleópteros valiéndose de un microscopio de 100 aumentos, y que entonces fue cuando les picó ese mosquito de la especie Anopheles, portador de parásitos Plasmodium falciparum, que les transmitió la malaria de tipo hemórragico (más grave que la causada por el Plasmodium Malariae o paludismo cuartano), es obvio que el discurso no se habrá vuelto de pronto muy abstracto, sino, por el contrario, mucho más concreto. Normalmente, lo concreto es algo que cuesta mucho trabajo. Fueron precisos muchos siglos de esfuerzos para llegar a concretar una clasificación como la de Linneo, pero la conciencia espontánea suele resumirla de un plumazo distinguiendo a los «bichos» de las «hierbas». Ahí donde nosotros vemos una asquerosa «cucaracha», un entomólogo se interesa por distinguirla entre tres mil posibilidades de artrópodos distintas.

      En el prólogo a su Fenomenología del espíritu, Hegel se burlaba de sus contemporáneos románticos que clamaban por el absoluto y despreciaban la experiencia terrenal. ¡Como si lo terrenal viniera regalado y las alturas celestiales de lo absoluto fueran lo más difícil! Frente a los románticos, Hegel hace un impresionante homenaje a la experiencia. La experiencia, nos dice, no es de ninguna manera lo primero y lo más inmediato; para la historia de la ciencia ha sido más bien una ardua conquista renacentista, en la que el espíritu ha invertido todos sus esfuerzos. Es a partir de la razón renacentista, con la ciencia moderna, como el ser humano ha logrado conquistar su derecho a atender al presente y a ras de tierra. En realidad, el hombre, de forma espontánea, siempre está, podríamos decir, que en las nubes, navegando sin rumbo en «una noche en la que todos los gatos son pardos», en el nivel abstracto de lo que es abstracto porque no logra delimitar nada concreto. Si eso es el «todo» o lo «absoluto» se puede decir que siempre nos viene regalado. Pero no por ninguna ensoñación romántica sobre la totalidad, lo divino o lo absoluto. Ese todo que es todo sencillamente porque no logra ser nada concreto viene de suyo, para sorpresa quizá de todas las pretensiones del empirismo, con lo que Hegel llama la «certeza sensible» y, en cierta forma, con lo que llamamos nuestras «opiniones». La ciencia habla siempre exactamente de lo que habla, y de nada más. La opinión, en cambio, pretende estar hablando de esto y en seguida empieza a hablar de lo otro. Se desliza de tema en tema sin saber por qué. Habla –como decimos– «de todo y de nada» al mismo tiempo, porque nunca se sabe de qué habla en realidad. La ciencia habla de los objetos, de las cosas concretas. El patrimonio de la opinión, en cambio, es el todo, el absoluto; pero un todo que es todo a fuerza de impotencia, a fuerza de no lograr ser nada concreto.

      Por eso es tan ridícula la pretensión romántica o mística de «salvar» a la conciencia común de los vicios terrestres para «elevarla» a las alturas del absoluto o la divinidad. Ese supuesto «Nirvana» que se promete a la conciencia sensible si abandona lo terrestre es, curiosamente, lo único que la conciencia sensible tenía ya. Y lo que no tenía era, precisamente, aquello de lo que se pretendía arrancarla: la atención a la tierra. En la calle, en la plaza, en el mercado, la gente habla todo el tiempo de «todo y de nada», aunque cree estar hablando de cosas muy concretas. En las sectas religiosas se habla del todo y de la nada y se cree estar diciendo cosas muy importantes. En realidad, se está hablando de lo mismo que en la calle, pero de manera aún más pretenciosa y estéril. Por eso, el sarcasmo de Hegel contra las pretensiones románticas de absoluto es inmisericorde. Es una estafa vender alturas celestiales, como si el ser humano fuera un gusano que sólo gustara de revolcarse en el fango. La realidad es más bien la contraria: el ser humano siempre ha estado en las nubes, agotado en el servicio religioso a las más estúpidas divinidades. Al ser humano lo que le falta no es una nueva religión que lo eleve, lo que le falta es una ciencia que le haga descender a la tierra, que le obligue a pisar el suelo y a hacerse cargo políticamente de las cosas que ocurren ahí.

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