El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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APÉNDICE al capítulo primero.
Marx y Hegel: la crítica al empirismo
Lo que Schumpeter (en representación de toda una legión de economistas) ha considerado como la primera y más nefasta decisión teórica de Marx, su decisión de hacer circular la economía por los cauces de la teoría del valor-trabajo, se nos empieza a revelar, más bien, como un paso metódico de raigambre más que nada socrática o platónica, algo enteramente semejante a aquel con el que Galileo funda la física moderna.
Se trata, como hemos visto, de la convicción de que el método no puede comenzar por la observación sin hacer antes ciertas operaciones teóricas. No se trata aquí –esto sería más largo de explicar[72]– de contradecir a Aristóteles o a Kant en su aseveración incontestable de que «todo nuestro conocimiento comienza por la experiencia»[73]; pero sí de negarle a esta sentencia ciertas connotaciones empiristas que son harto habituales en la comunidad científica, y en particular en la concepción de «ciencia positiva» que suelen tener los economistas.
En realidad, Marx, en uno de los contadísimos textos que dedica a la cuestión del método (en la famosa «Introducción» de 1857), se había expresado de una forma muy radical a este respecto, apartándose del empirismo, con una sentencia muy gráfica y llena de significado: su método, nos dice, no va de lo concreto a lo abstracto; al contrario, «se eleva de lo abstracto a lo concreto»[74]. Es decir, la ciencia no puede proceder a partir de la observación de los datos empíricos, para ir formando luego conceptos cada vez más abstractos. Que «no puede» quiere decir, en efecto, que no puede, porque en eso de los «datos concretos» hay implicado un malentendido muy llamativo. Lo que solemos considerar los «datos», lo que se nos ofrece de forma más inmediata a la conciencia, lo que forma parte del hilo de nuestras vivencias en nuestro contacto sensible con la realidad, lo que todavía no ha sido en absoluto objeto de ninguna elaboración teórica o conceptual, lo que llamamos, en suma, «lo concreto» cuando decimos «cosas concretas» en lugar de «perdernos en abstracciones y disquisiciones metafísicas o académicas», todo eso tan inmediato, sensible y concreto es, en realidad, abstracto.
Por cierto, que Marx estaba tan convencido de ello como Hegel, quien comenzaba la Fenomenología del Espíritu con un demoledor arreglo de cuentas con las pretensiones del empirismo. Sin duda que Marx nunca dejó de tener en la cabeza este episodio hegeliano. A todo esto, quienes de los lectores lleven ya tiempo preguntándose, entre tanto Sócrates y tanto Galileo, que qué pasa con Hegel, aquí tienen un buen ejemplo de lo que sin lugar a dudas, Marx sí compartió con ese pensador. Más adelante discutiremos, en cambio, sobre el famoso asunto de la dialéctica, porque, en efecto, pensamos que no es cierto que Marx adoptara de Hegel ninguna suerte de método dialéctico.
Pero lo que Hegel y Marx sí compartieron fue su convicción de que el nivel de las certezas sensibles era, en realidad, el nivel de las peores de las abstracciones, pues se trata de abstracciones incontroladas, inconscientes, confusas. Compartieron también la convicción de que, para la ciencia, lo último y lo más difícil era, precisamente, la experiencia y, con ella, lo concreto. De todos modos, como estamos señalando, en esto ambos pensadores estarían perfectamente de acuerdo con los fundadores de la moderna ciencia experimental. Reproducir el diálogo de Marx con Hegel a este respecto puede resultar algo más complicado que ver las cosas a través de Galileo, Descartes o Torricelli. Sin embargo, conviene que hagamos el esfuerzo de intentarlo un poco, aunque sea de un modo superficial, pues así nos vendrán a la cabeza muchos de los errores, exageraciones y delirios con los que la tradición marxista imaginó la actitud de Marx respecto de Hegel.
¿Por qué la ciencia no puede partir, sencillamente, de los datos empíricos, elaborando primero conceptos muy concretos, para luego irse elevando a categorías más complejas y abstractas? Éste es el camino científico correcto, según la concepción positivista de la ciencia. Ya hemos visto decir a Schumpeter que la economía debe comenzar por acumular observaciones –«lenta y laboriosamente», «piedra y mortero»–, hechos y estadísticas. Luego, con la madurez de la ciencia, ya vendrá la teoría. Se imagina, así, que el camino científico va de lo concreto a lo abstracto. El camino de la ciencia experimental moderna, lo hemos visto, es, empero, más bien el contrario. Se comienza por la teoría y sólo después se está en condiciones de descender a la experiencia para observar, medir y pesar. Los datos concretos vienen al final.
No cabe duda de que Marx está convencido de que la economía política tiene que comenzar por liberarse de la idea positivista de ciencia. Liberarse, ante todo, de la ilusión que hace creer que es posible partir de los «datos», de lo «real y concreto», de las cosas mismas que tenemos delante, esperando a ser observadas sin prejuicios conceptuales. No hay una observación espontánea de la realidad. O mejor dicho, si se logra una observación espontánea de la realidad es, normalmente, en un laboratorio muy complicado, en el que todo un sistema de compuertas y aparatos científicos velan para que no se perturben los datos en cuestión. La espontaneidad es algo muy difícil y muy complicado cuando se trata de dejar que las cosas se muestren como son. Lo que habitualmente consideramos observación espontánea y sin prejuicios no es más que una observación ignorante de todos los prejuicios y construcciones mentales, ideológicas, doctrinales, etc., que se están dando cita en ese supuesto trato directo con las cosas. Normalmente, lo que la gente llama un vistazo espontáneo sobre la realidad está atiborrado de construcciones mentales incontroladas. Hay mucha «metafísica» en la forma en la que es posible, por ejemplo, hablar de las manzanas para una mentalidad que tiene en su cabeza grabado el Génesis desde su infancia, de modo que lo primero que le viene a la mente cuando piensa en manzanas es la figura de Eva a punto de descubrir la diferencia entre el bien y el mal (un tema de lo más metafísico).
Por ejemplo, nos dice Marx, en economía parece justo y normal comenzar por lo real y lo concreto, es decir, por la «población», que es, podríamos decir, lo que todo el mundo ve que tiene delante. Ahora bien, a poco que se fija uno, aquí hay un malentendido. La «población» no es nada concreto. Al contrario, si no se tienen en cuenta las clases sociales que la componen, la población es una abstracción. Pero las «clases» son un concepto vacío si no se tienen en cuenta cosas tales como el trabajo, el salario, el dinero, la propiedad, el precio, etc. Sin poner en juego todas esas determinaciones (y en el orden adecuado, además), el concepto de población es una abstracción, pero una abstracción, asimismo, que es abstracta a fuerza de ser un «amasijo caótico de confusiones», una especie de «noche en la que todos los gatos son pardos». Lo que pasa es que para poner en juego todas esas determinaciones hace falta un trabajo teórico tan enorme como toda la economía misma.