El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria

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El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria Pensamiento crítico

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momento, sólo nos interesaba destacar que el reproche de que Marx comienza «haciendo metafísica», al elegir un caso que no puede constatarse empíricamente para comenzar a deducir, podría haber sido volcado –y, de hecho, lo fue– sobre los comienzos mismos de la ciencia moderna. Para decidir en qué sentido se puede hablar aquí de «modelos» teóricos habría que discutir muchas cuestiones epistemológicas largamente debatidas. En lo que respecta a Marx, la cuestión fue planteada con mucho rigor en el seminario Lire le capital (1965)[61], fundamentalmente en las ponencias de Althusser, Balibar y Rancière. La cosa, en efecto, resultaba muy complicada. Pero, con respecto al sentido del proceder teórico de Galileo, tampoco hay unanimidad epistemológica al respecto. Adviértase que, allí, la cuestión no era si Galileo tenía razón o no respecto a esa especie de modelo matemático sobre el que operaba; la cuestión era si, desde el mismo momento en que se operara sobre ese constructo teórico y no sobre la experiencia, seguiríamos haciendo física o, por el contrario, no estaríamos haciendo «mera geometría» (y, en el caso de Marx, ni siquiera eso: lo que tendríamos sería unas cuantas operaciones sobre un modelo puramente arbitrario). «Los ángulos y las proporciones», nos dice Simplicio, «funcionan en abstracto, pero cuando se pasa a las cosas materiales, se convierten en humo».

      La gran sorpresa que la ciencia moderna fundada por Galileo reservaba a los abogados de la experiencia como Simplicio es que, mientras que ellos, concentrados en sus observaciones, no podrían ir más allá de la constatación «la bola siempre se parará», la física heredera de Galileo, que parece tener su origen en las nubes de la geometría (donde parece que «las bolas no se paran»), será capaz de indicar con suma precisión dónde y cuándo se parará la bola en cuestión. Ello lo hará introduciendo nuevos elementos matemáticamente controlados: un coeficiente de rozamiento con el plano, un coeficiente de resistencia con el aire y, en suma, todos aquellos elementos que den cuenta de que la bola no sólo está rodando, sino también, al mismo tiempo, chocando, rozando o partiéndose en pedazos diminutos como un canto rodado. Una vez más, el método de Galileo, aquí sí que genuinamente platónico (o socrático), consiste en saber en qué momento estamos dejando de hablar de rodar y en qué momento, por ejemplo, hablamos ya de chocar.

      Adviértase bien que el rodar y el chocar no se oponen aquí, ni mucho menos, como lo geométrico ideal por un lado, y lo real impreciso y contaminado de impurezas, por otro. No es que por un lado tengamos un modelo simple y abstracto y por otro una realidad rica y concreta, inabarcable en su complejidad. Muy al contrario, las leyes del choque entre los cuerpos, como las leyes del rozamiento, han sido estudiadas por el mismo procedimiento galileano, estableciendo los dispositivos y compuertas «geométricas» capaces de evitar inesperados «cambios de tema». Y, por eso mismo, en virtud de la separación con la que han sido estudiados, mediante el análisis, el rodar y el chocar, pueden ahora ser ensamblados en un caso empírico concreto sin generar ningún tipo de «holgura» o «imprecisión». Así pues, no se trataba tanto de dar la espalda a la observación y la experiencia, como de poner los medios para saber qué es lo que se observa y se experimenta en cada caso. No se trata, ni mucho menos, de deducir especulativamente lo que sólo se puede describir, sino de deducir todo lo que haga falta para que, una vez puestos a describir, sepamos qué es lo que estamos describiendo.

      Se trata, en definitiva, de que toda ciencia comienza siempre por delimitar su objeto de estudio. La ciencia es ciencia en la medida en que sabe de qué está hablando. Una observación científica es científica porque sabe qué es lo que está observando (una masa inercial, por ejemplo).

      1.3.4 La delimitación del objeto de estudio de la economía política

      El primer paso de una ciencia no consiste en acumular ingentes cantidades de hechos empíricos. Fundar una ciencia consiste en delimitar su objeto de estudio, definir el tipo de objetividad del que esa ciencia se va a ocupar. Ello supone un inmenso trabajo en la abstracción, clarificando conceptos mediante el análisis y la síntesis, hasta dar con lo que podría considerarse una pregunta bien hecha. Lo importante es delimitar la pregunta que hay que hacer a la realidad, de modo que la experiencia y la observación puedan responderla. Descartes y Galileo fundaron la física moderna delimitando matemáticamente un universo –como vimos– «hecho de muy poca cosa»: materia y movimiento. Y a partir de ahí plantearon las preguntas pertinentes, observaron, experimentaron y buscaron las leyes de esa objetividad.

      Con respecto al Marx economista que nos exponía Schumpeter, nos encontrábamos con una trayectoria doblemente paradójica, pero quizá no más sorprendente que aquella por la que la moderna ciencia experimental vino a nacer de un impulso más que nada platónico. En primer lugar, Marx, ese «trabajador infatigable» que «lo dominaba todo en su época», se apuntaba, y eso después de pensárselo mucho, a la única teoría que no llevaba a ninguna parte. Tras desarrollarla metafísicamente, bajo el supuesto de un caso empíricamente imposible, Marx iba, poco a poco, incorporando «artificios», «recursos ad hoc», «inconsistencias en la deducción» y, finalmente, una cantidad ingente de «observaciones». Lo paradójico, aquí, era que, con semejante punto de partida, Marx habría acabado por observar más y mejor que nadie en su época; también lo era el que acabara finalmente por resultar acertado en asuntos teóricos muy poco o muy mal elaborados por los economistas de su época, y que, en algunos casos, su intervención teórica resultara sorprendente, inesperada o, incluso, «genial» o «profética». Así es que el reproche inicial se transformaba paulatinamente en el inverso: como premisa, Marx se desentendía de los hechos; como al final acaba arreglándose con ellos de forma muy notable, será, sin duda, porque se han cometido por el camino «errores de deducción» y casos de non sequitur, que le permitían desembarazarse de los lastres de su «sistema»; de lo contrario, sería extraño que un punto de partida disparatado orientara una investigación certera.

      Pero quizá lo que ocurriera no fuera tanto que Marx se desembarazara de su sistema en favor de la observación, como que, tras haber definido un aparato conceptual preciso en orden a una especie de modelo ideal, y tras encontrar en él una ley fundamental que regiría todo intercambio de mercancías que verdaderamente fueran eso y sólo eso, mercancías, luego pasara a ocuparse de describir los hechos no tanto con sus sentidos, como con los instrumentos precisos que le proporcionaba su sistema.

      O dicho de otra forma: Marx habría comenzado delimitando el objeto de estudio de la economía política. E igual que el universo de Descartes estaba hecho de muy poca cosa (materia y movimiento), el universo de la economía política debe partir, en opinión de Marx, de muy poca cosa: trabajo abstractamente humano, por un lado, y naturaleza, por otro.

      En efecto, para Marx es importante destacar que los componentes elementales de la riqueza son, de un modo irreductible, esos dos. Como ya hemos dicho, no son más. Aunque sea frecuente apelar a una tercera fuente de la riqueza, los medios de producción, Marx considera obvio que este tercer elemento sí se puede reducir a sus componentes de trabajo humano, por un lado, y naturaleza, por otro. Pero tampoco son menos: en ocasiones se ha intentado sostener que, en realidad, el trabajo es la verdadera fuente de toda riqueza. Sin embargo, Marx reprende muy duramente a quienes así lo hacen, especialmente si lo hacen intentándose amparar en sus propias teorías.

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