El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria страница 20
Si después de esto, es decir, después de haber sido transportada a una distancia infinita, y después de haber servido para deducir ciertas fórmulas y ciertas relaciones, esa balanza arquimediana fuera de nuevo traída por nuestra imaginación hacia nuestras regiones, la equidistancia de los hilos de la suspensión quedaría, sin duda, destruida; pero la proporción de las figuras, ya demostrada, no se destruiría por eso. Es singularmente ventajoso para el geómetra efectuar todas sus operaciones –con ayuda de la abstracción– por medio del intelecto. ¿Quién me negará, pues [el derecho a] considerar libremente figuras suspendidas de una supuesta balanza alejada a una distancia infinita fuera de los confines del mundo? O, también, ¿quién me impedirá considerar una balanza situada en la superficie de la tierra, en la que, sin embargo, las magnitudes [pesos] abstractas no tendieran hacia el punto central de la tierra, sino hacia el de la constelación del Can, o hacia la Estrella Polar?[57]
Como antes en Galileo, aquí, el «viaje de la balanza de Arquímedes» imaginado por Torricelli sirve para que, cuando se trata de analizar las leyes que la rigen, la balanza sea, verdaderamente, una balanza. Torricelli, como Galileo y como Sócrates, y acaso también como Marx, no quiere comenzar a deducir sobre los cimientos de un «cambio de tema». Marx lanza desde el primer momento la consideración de qué es una mercancía a un espacio abstracto, con la certeza de que esto nos resultará crucial para hacernos cargo de en qué consiste ese «mundo real» en el que la riqueza se presenta como mercancía. El «viaje» de Marx sirve, aquí también, para que el valor sea realmente el valor a la hora de aislar sus leyes. Una vez de «vuelta» al mundo real, podremos analizar qué ocurre con esas leyes al ser integradas con otras distintas y mucho más complicadas.
Por otra parte, la historia de la ciencia y la historia de la filosofía no siempre estuvieron tan evidentemente separadas como imagina Schumpeter. Descartes, que formuló por primera vez de forma clara la ley de la inercia y que proporcionó a la ciencia moderna su herramienta fundamental, al permitirle operar algebraicamente en geometría, decía de Galileo: «Hace filosofía mejor de lo que es común, pues trata de investigar cuestiones físicas por medio de razonamientos matemáticos; yo sostengo que no hay otro modo de buscar la verdad»[58]. Lo que pretende hacer Descartes es lo mismo que está haciendo Galileo y, para ilustrarlo, utiliza una ficción literaria sorprendente: «No es nuestro mundo el que pretende describir, nos dice, sino otro, un mundo creado por Dios en alguna parte –infinitamente lejos del nuestro– de los espacios imaginarios; creado, podría decirse, con los medios disponibles. Por eso no son las leyes de nuestro mundo las que pretende explicarnos Descartes; por el contrario, lo que se propone es deducir las leyes del otro, esas leyes que impone Dios a la naturaleza y, gracias a las cuales, va a crear, en el otro mundo, toda la diversidad y toda la multiplicidad de los objetos que allí se encuentra»[59]. ¡Extraña forma de fundar una física, podría decirse! Sin embargo, fue de la mano de este espíritu teórico que nació la física matemática, nuestra ciencia moderna, ante la que ya nadie parpadea desconcertado.
Ahora bien, Marx no ha procedido de muy distinta manera cuando comienza analizando, de un modo muy metafísico, las determinaciones que a priori debemos establecer y que corresponden, en la sociedad moderna, a conceptos del tipo «riqueza» y «mercancía»; es decir, esas determinaciones que les corresponden necesariamente, incluso con independencia de los movimientos empíricamente observables en las mercancías reales. En la «circulación simple de mercancías» de la que parte El capital encontramos muy pocos elementos en juego, los mínimos imprescindibles para hacernos cargo de qué no puede dejar de significar «riqueza» y «mercancía» en el seno de la sociedad moderna. Ocurre ahí un poco lo que Koyré comenta a propósito de Descartes: «Como es de sobra sabido, el universo cartesiano está construido con muy poca cosa. Materia y movimiento; o, mejor dicho –ya que la materia cartesiana, homogénea y uniforme, sólo es extensión–, extensión y movimiento»[60]. Del mismo modo, Marx comienza reduciendo la riqueza a sus determinaciones fundamentales. Así, con la misma necesidad con que a la idea de cuerpo le corresponde la extensión, a la idea de riqueza le corresponde la capacidad de satisfacer necesidades humanas. De este modo, si la riqueza remite a un conjunto de valores de uso (de cosas con propiedades que nos resultan en alguna medida útiles), cabe localizar que tiene dos fuentes independientes: por un lado la naturaleza (que ya por sí sola nos proporciona un montón de cosas útiles) y por otro el trabajo (es decir, la transformación de la naturaleza para elaborar más cosas útiles) y, aunque cabría pensar también en las herramientas como fuente de riqueza, Marx precisa que éstas son, en realidad, el resultado de un proceso de trabajo anterior sobre la naturaleza (y, en esta medida, son reductibles a las otras dos fuentes: trabajo y naturaleza).
Ahora bien, cuando las unidades de esa riqueza cobran la forma de mercancía, no sólo tienen un valor de uso, sino, además, un valor de cambio (es decir, una determinada proporción en la que les resulta posible igualarse con otras mercancías). De nuevo vemos que no parte más que de esas determinaciones que «metafísicamente» o «idealmente» corresponden a las ideas que pone en juego (es decir, cuya validez no depende de nada empírico): tan imposible como pensar cuerpos inextensos es pensar mercancías sin valor de cambio. Al mismo tiempo, también establece que cómo se determine el valor de cambio (es decir, en qué proporciones decida la gente intercambiar sus mercancías) dependerá exclusivamente de consideraciones sociales y no naturales, por la sencilla razón de que la naturaleza no tiene nada que decir al respecto. La naturaleza será, sin duda, una fuente insustituible de riqueza, pero no tiene ni voz ni voto en el mercado. Lo que aporta, digamos, sólo cabe pensar que lo aporta «gratuitamente». La naturaleza no es un agente en el mercado que reclame una compensación por su condición de fuente de riqueza y, por lo tanto, no es en las propiedades naturales donde cabe buscar las razones de los intercambios, sino, exclusivamente, en sus «propiedades» de índole social.
En lo que tiene que ver con por qué una sociedad está dispuesta a intercambiar, por ejemplo, un diamante por un tractor, la naturaleza no tiene en principio nada que decir (es algo en lo que, por decirlo así, sólo los componentes sociales tienen derecho a tomar la palabra). Dicho de otra forma: en lo relativo al valor de cambio, la naturaleza sólo podrá tomar la palabra, en todo caso, si lo hace ya bajo la forma de una relación social (relativa, obviamente, a la cuestión del derecho de propiedad) y, entonces, será de esa relación social (y no de nada estrictamente natural) de la que habrá que dar cuenta para analizar las relaciones de intercambio.
Lo que las cosas tienen de valor de uso (es decir, de unidades de riqueza) cabe descomponerlo, en efecto, en sus elementos de trabajo y naturaleza; y Marx considera fundamental partir de que la naturaleza, en principio, no puede exigir nada a cambio de lo que ofrece sin mediación humana (como la luz del sol o el aire, portadores de la máxima utilidad, pero carentes, al menos en principio, de valor de cambio) y, por consiguiente, su posible intervención en las relaciones de cambio entre los hombres habrá o bien que ponerla entre paréntesis, o bien, en caso de que resultara necesario introducirla, introducirla bajo la forma de una relación social relativa al derecho de propiedad (de la que, por tanto, habrá que dar cuenta no ya como una cuestión relativa a la naturaleza, sino a la sociedad).
Si estamos esbozando por encima el modo como comienza Marx su análisis es sólo para dejar claro que nada de esto lo obtiene observando muy minuciosamente el movimiento de las mercancías reales, sino, más bien, reflexionando muy «platónicamente» sobre qué ponemos obligatoriamente en operación con las ideas «riqueza», «mercancía», etc. Ahora no es todavía el momento de sacar conclusiones respecto al tipo de modelo, de hipótesis o de construcción teórica