El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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En capítulos posteriores volveremos sobre esta cuestión, para explicarla con más detenimiento. Por el momento, sólo nos interesa el juicio que le merece a Schumpeter el tratamiento marxista del problema. Él mismo ha demostrado contundentemente que la producción capitalista nunca puede ser estacionaria y que, en efecto, existe una compulsión a la acumulación que se impone como una ley. «Así pues, todo el mundo acumula. Ahora bien, Marx vio este proceso de transformación económica más claramente y vislumbró su importancia decisiva más plenamente que ningún otro economista de su tiempo[28].» Esto es sorprendente, pues, como se ha visto, Marx deduce su teoría de la acumulación de premisas insostenibles. Si pese a ello llega a conclusiones correctas y, en cierto modo, geniales, eso es a costa de no deducir tanto como parece deducir: Marx incurre en «muchos casos de non sequitur». Ahora bien: «El non sequitur deja de ser una objeción fatal si lo que no se sigue del razonamiento de Marx puede inferirse de otro razonamiento»[29].
Antes hemos tenido ya un ejemplo de esto. La teoría de la plusvalía de Marx, tomada en sí misma, es insostenible. Pero como el proceso capitalista no deja de producir olas renovadas de beneficios periódicos que representan plusvalía con relación a los costos, que pueden explicar perfectamente otras teorías, aunque en un sentido completamente no marxista, el paso siguiente de Marx, dedicado a la acumulación, no está viciado por completo de sus deslices anteriores[30].
La cosa empieza a estar clara: Marx comienza con una monumental metedura de pata al adoptar la teoría del valor, lo que le obliga a partir de un presupuesto puramente metafísico. A partir de allí, elabora una «teoría insostenible»: la teoría del plusvalor. Luego, va introduciendo artificios y apaños, haciendo como que deduce cuando en realidad introduce otros razonamientos, y, finalmente, por este curioso y tortuoso camino, logra, de todos modos, «ver más allá» que todos los economistas de su época, unas veces acertando de forma «correcta» y otras veces, incluso, «genial».
Así ocurre también, por ejemplo, con su «teoría de la concentración de capital»:
Sólo predecir el advenimiento de las grandes empresas constituye por sí misma una verdadera aportación, dadas las condiciones de la época de Marx. Pero hizo más que eso. Vinculó, hábilmente, la concentración al proceso de acumulación o, más bien, concibió la primera como un elemento del segundo, y no sólo desde su punto de vista fáctico, sino también desde su punto de vista lógico. Percibió correctamente algunas de sus consecuencias... Y, lo más importante de todo, fue capaz de llegar a la predicción del desarrollo futuro de los gigantes industriales que estaban en periodo de gestación y la situación social que habían de crear[31].
Otro punto interesante se localiza en la famosa teoría de Marx según la cual el capitalismo generaría una miseria cada vez mayor en una clase proletaria cada vez más extensa, al tiempo que una concentración creciente de riqueza en cada vez menos capitalistas. Aquí, también, Marx razona haciendo depender la cosa de la naturaleza misma de la producción capitalista y no de cosas tales como la codicia o el abuso de poder. «Como predicción –señala Schumpeter–, era, desde luego, calamitosa[32].» Y Schumpeter tiene toda la razón al afirmar que los marxistas de todos los tiempos se vieron en mucho aprietos para hacer compatible esta supuesta ley con la realidad de los hechos históricos: unos forzaron las estadísticas, otros se empeñaron en que el verdadero sentido de la teoría de Marx hacía alusión a la parte relativa (y no absoluta) de las rentas del trabajo respecto al volumen de la renta nacional total. Ahora bien, «hay otro modo de salir de esta dificultad», y algunos marxistas fueron por ese camino: «Una tendencia puede no aparecer en nuestras series estadísticas temporales –puede, incluso, aparecer la tendencia opuesta, como sucede en este caso– y a pesar de ello podría ser inherente al sistema que se investiga, pues podría estar inhibida por condiciones excepcionales»[33]. En concreto, la expansión imperialista y la explotación descarnada de las colonias compensó con ventaja la tendencia al empobrecimiento de las clases obreras del Primer Mundo.
De todos modos, hoy día, tras el derrumbe generalizado de todas las esperanzas keynesianas que tanto confiaron en extender lo que en realidad no fue sino una excepción, el famoso «Estado del bienestar», y tras décadas de hacer circular al Tercer Mundo por las vías del desarrollo, en una economía, como suele decirse, «globalizada», sería cosa de volver a sacar las cuentas. Nunca como hoy han estado de forma general, a nivel mundial, tan deterioradas las condiciones de la jornada laboral. Incluso en el Primer Mundo, el trabajo basura, el contrato basura, la flexibilidad del mercado de trabajo han convertido en utópica la jornada laboral de 40 horas. En una especie de radical revolución de los ricos contra los pobres, se ha pretendido instituir a nivel europeo la jornada laboral de 65 horas. Mientras tanto, el Tercer Mundo parece que más bien se ha desarrollado al revés, evolucionando hacia un «mundo basura» inimaginable en la época en la que Schumpeter escribía. Empezando por la ONU, pasando por el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional y terminando por Cáritas y Manos Unidas, se ha tenido que dar la razón a Marx en su tesis sobre la polarización de las clases sociales: en 1870, por ejemplo, la Renta Interior Bruta (RIB) per capita media de los diez países más ricos era 6 veces superior a la RIB per capita media de los diez países más pobres. En 2002 esa ratio era de 42 a 1[34]. En la actualidad, el 5 por 100 más rico de los individuos del mundo percibe alrededor de un tercio de la renta mundial, y el 10 por 100 de los individuos la mitad. Por su lado, el 5 y 10 por 100 más pobres perciben, respectivamente, el 0,2 y el 0,7 por 100 de la renta mundial total. Las personas más ricas ganan en 48 horas tanto como las más pobres en un año[35]. Y, según informa la ONU, la desigualdad sigue creciendo[36]. Por ejemplo, en 2007, el ejecutivo promedio de las 15 mayores empresas de EEUU ganaba un sueldo 500 veces superior al empleado promedio, mientras que en 2003 el salario era «sólo» 300 veces más alto[37]. Las consecuencias de esta desigualdad son espeluznantes: la esperanza de vida al nacer es de 78,3 años en los países de la OCDE y 54,5 años en lo que llaman «países menos adelantados»[38]. En África subsahariana 1 de cada 7 niños muere antes de cumplir los 5 años (dato de 2007)