El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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Ahora vamos a recordar los términos en los que se discutió en ese otro tribunal que es el referente fundacional de nuestra ciencia moderna. Esta digresión es, en realidad, vital para nuestros propósitos, no sólo porque queremos tomarnos en serio la posibilidad de considerar a Marx el Galileo de la historia, sino porque sospechamos que si Schumpeter hubiera asistido al nacimiento de la moderna física matemática en el siglo XVI, habría argumentado contra Galileo del mismo modo que le hemos visto hacerlo contra Marx. Quizá este paralelismo pueda contribuir a aclararnos –de aquí hasta el final de este libro– el sentido de esta supuestamente insólita decisión de Marx, quien en lugar de acumular «piedra y mortero» en el terreno de lo empírico para, poco a poco, ir aislando regularidades y esbozando posibles leyes por inducción, ha decidido, de modo ciertamente chocante, anclar el punto de partida de la economía en una discusión metafísica con Aristóteles respecto a una supuesta «sustancia valor» inobservable, y lo ha hecho, además, en un lenguaje marcadamente inspirado por la lectura de Hegel.
Lo que más popularmente se recuerda del juicio a Galileo –tantas veces llevado al cine y al teatro– es que fue condenado por defender el heliocentrismo, lo que, en parte, es cierto; sin embargo, esto no da una idea de los términos en los que se desarrolló una polémica científicamente seria. Galileo aparece, al mismo tiempo, como el representante de la moderna ciencia experimental, frente al saber libresco y especulativo de la sabiduría medieval. Se nos ha representado a Galileo argumentando «experimentalmente» frente a un tribunal de autoridades religiosas empeñadas en consultar siempre a las Sagradas Escrituras, a santo Tomás o Aristóteles, antes que a los hechos mismos. Así, por ejemplo, Galileo ve montañas en la Luna a través de un telescopio. Se le responde que la Luna no puede tener montañas, pues, como ya demostró Aristóteles, si se mueve en círculo es porque es perfecta, esférica y lisa: algo que se mueve siguiendo una circunferencia es algo a lo que le da igual estar en un sitio o en otro, su movimiento es, en realidad, una perfecta imitación del reposo, del mismo reposo absoluto en el que debe encontrarse la perfección suma (las moscas, por ejemplo, no son esféricas porque no son perfectas: les falta siempre algo y por eso lo buscan incansablemente en un movimiento que nunca es circular; están «diseñadas» para buscar eso que les falta y ése es el motivo de que tengan la forma que tienen). De nada sirve a Galileo invitar a su oponente a asomarse al telescopio para comprobar que el hecho no es ése. Si el telescopio hace ver cosas que no pueden ser y que, además, son herejías (pues si la Luna tiene montañas al igual que la Tierra, entonces la Tierra podría ser como la Luna, un astro más como cualquier otro en el universo), será en todo caso por una cuestión de brujería. La obra de Bertolt Brecht sobre Galileo retrató muy eficazmente este aspecto de la cuestión. Galileo observaba y experimentaba y, además, se expresaba en italiano. El tribunal buscaba las montañas de la Luna en los libros de Aristóteles y en las Sagradas Escrituras y le contestaba en latín. Para hablar de los hechos, a Galileo le sobraba con el italiano, pero para argumentar con brillantez erudita sobre Aristóteles o santo Tomás era preciso recurrir al latín.
Ahora bien, la discusión científica de fondo no fue por estos derroteros. Es enteramente cierto que con Galileo nacen las modernas ciencias experimentales y que lo hacen contra el saber libresco medieval y los formulismos conceptuales escolásticos. Pero lo curioso del caso es que lo hacen de un modo opuesto al que se tiende a imaginar. En las discusiones en las que realmente se ve envuelto Galileo, sus oponentes «aristotélicos» aparecen más bien como los defensores de la experiencia y a Galileo se le acusa desde un nominalismo ockhamista, que no está dispuesto a «multiplicar las entidades sin necesidad» y, desde el cual, Galileo aparece como un reaccionario platónico empeñado en someter la libertad de los hechos a un mundo inteligible escrito con caracteres matemáticos. En palabras de Martínez Marzoa, «el reproche que constantemente se le hace a Galileo es precisamente el de no atenerse a los hechos concretos, sino anteponerles cierto tipo de exigencias del entendimiento teórico; parece como si después de que el nominalismo ha destruido la “esencia” en el viejo sentido, Galileo estableciese una nueva “esencia” que, como ley del entendimiento, está (como la idea de Platón) de antemano presente como exigencia con la que el entendimiento acoge los datos»[47].
En primer lugar, es preciso reparar en que el verdadero campo de batalla de la polémica sobre el heliocentrismo no se localizó tanto en los cielos, como a ras de tierra, en el marco de la mecánica física. En principio, se trataba de optar entre dos sistemas astronómicos, el ptolemaico y el copernicano; pero el caso era que, para hacer una defensa seria de la hipótesis de Copérnico, era necesario replantear todo el asunto de las leyes del movimiento, como, por ejemplo, la caída de los graves. Si la Tierra se moviera en torno al Sol, a una velocidad vertiginosa, una piedra que se dejara caer desde lo alto de una torre nunca caería al pie de ésta, sino a cierta distancia más allá, ya que, en el tiempo en que tardara en caer, el suelo y la torre se habrían movido de su sitio original, siguiendo el viaje del planeta alrededor del Sol.
La ley de la inercia es formulada «clara y distintamente», por primera vez, por Descartes. Pero Newton se la atribuye por entero a Galileo, quien, realmente, dejó todos los hilos atados para su formulación. «Un cuerpo abandonado a sí mismo persiste en su estado de inmovilidad o de movimiento hasta que algo modifica ese estado[48].» La respuesta a las objeciones «aristotélicas» al heliocentrismo dependía enteramente del planteamiento de esta ley. Es decir, para saber si Copérnico tenía o no razón, lo primordial era decidir si una bola que rodara por un plano en el vacío seguiría rodando indefinidamente. Aquí será donde se centrará la polémica y lo curioso es que, en ese terreno, era la experiencia misma la que jugaba en contra de la futura ciencia experimental. «Contrariamente a lo que suele afirmarse, la ley de la inercia no tiene su origen en la experiencia del sentido común, y no es ni una generalización de esta experiencia ni tampoco su idealización[49].»
1.3.2 Las raíces socráticas del método de Galileo
En el terreno de los hechos desnudos, cualquier bola que lancemos por un plano va perdiendo velocidad hasta acabar por detenerse. Esto es lo único que, en efecto, es posible observar. Galileo no tiene aquí posibilidad alguna de convocar en su apoyo a la experiencia; más bien, parece dejarla por completo de lado. Lo que hace es, más bien, un ejercicio enteramente platónico, mediante una especie de diálogo socrático. Él ha hablado de una bola que rueda. Ahora bien, ¿qué es una bola?, ¿qué es rodar? Lo primero ha de ser, en todo caso, clarificar (o, en su caso, construir) los conceptos con los que se va a trabajar.
En efecto, ésta es la táctica que Sócrates sigue siempre, impertinentemente, con sus interlocutores. Cuando alguien comienza un prometedor discurso sobre cómo ruedan las bolas o sobre si conviene dejarlas rodar o no, Sócrates interrumpe a su interlocutor con una pregunta desconcertantemente idiota: antes de saber tantas cosas sobre las bolas, él quiere saber qué es una bola. Menón, por ejemplo, va a hablar sobre si la virtud es enseñable o no lo es. Pero Sócrates le interrumpe porque no entiende la palabra «virtud». «¡Hasta un niño sabe lo que es la virtud!», exclama Menón. Sin embargo, Sócrates insiste en ser más ignorante que un niño: no tiene sentido hablar sobre si la virtud es o no enseñable, si no estamos seguros de qué es eso a lo que estamos llamando virtud.
En efecto, lo primero es no dar sin más por sentado que se entienden perfectamente los conceptos que se ponen en operación. Aunque se trate de conceptos que, en principio, parecería que todo el mundo