El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria

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El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria Pensamiento crítico

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bola tenemos que pensar en una esfera perfecta y si atendemos a lo que es rodar tenemos que concebir esa esfera desplazándose por un plano tangente. Pero una esfera no toca a un plano tangente más que en un único punto que, geométricamente, no tiene dimensiones, lo que nos obliga a afirmar que no puede haber ningún rozamiento con el plano. Por otra parte, rodar no es chocar. No decimos que la bola rueda al chocar con un muro de hormigón. Pero en nada cambiaría la cosa si el muro fuera de ladrillos. ¿Y si fuera de arena? ¿O de paja? Como se sabe, Sócrates era muy dado a enredar los diálogos introduciendo este tipo de tonterías. Pero lo importante, para él, era que no le cambiaran de tema: si hablamos de rodar, hablamos de rodar; si de chocar, de chocar. Si el muro en cuestión fuera más liviano aún que la paja, si no fuera más que un muro de aire, de todos modos estaríamos hablando de chocar y no de rodar. Si hablamos de lo que hablamos, es necesario, pues, suponer que la bola se desplaza en el vacío. Y, en esas condiciones, todos los interlocutores de Sócrates, desde el esclavo de Menón hasta el malhumorado Calicles, se verían obligados a exclamar: «Por Zeus, Sócrates, que, por lo que hemos dicho antes, parece que la bola tendrá que seguir rodando indefinidamente».

      Galileo, en la segunda jornada de su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, procede de un modo muy semejante. Si una bola se deja caer por un plano inclinado, irá acelerándose progresivamente. Si se lanza arriba por un plano ascendente, la bola irá desacelerándose progresivamente. ¿Qué ocurrirá, se le pregunta al aristotélico Simplicio, si el plano no es ascendente ni descendente? Simplicio no tiene más remedio que asentir: la bola ni se acelerará ni se desacelerará, por lo que –siempre que hablemos de lo que estamos hablando, es decir, siempre que la bola sea una verdadera bola y el plano un verdadero plano y el rodar un verdadero rodar– su movimiento permanecerá eternamente igual («siempre que el móvil estuviera hecho de una materia capaz de durar», agrega Simplicio).

      Lo que más llama la atención en la lectura de esta segunda jornada es que es Galileo quien se niega en todo momento a recurrir a la experiencia. Galileo no parte de las bolas reales ni se dedica en primer lugar a medir sus desplazamientos, calcular sus velocidades, etc. De hecho, Galileo parte de un concepto de bola físicamente imposible: no hay ni puede haber ninguna bola real que toque sobre ningún plano real en un solo punto (de modo que el rozamiento fuese cero). Tampoco era físicamente posible (en el «mundo de la experiencia» a disposición de Galileo) que una bola rodase sin encontrar ninguna resistencia en el medio. Resulta, pues, evidente que el punto de partida de Galileo no pasa por intentar describir los movimientos observables de las cosas: las bolas empíricamente observables se paran siempre. Y el hecho es siempre, sin que Galileo pueda jamás aducir ningún ejemplo en contra. Lo peculiar del modo de proceder de Galileo es que en absoluto pretende aducir ningún ejemplo empíricamente observable en contra, ni lo cree en absoluto relevante para defender la verdad de lo que está diciendo. Para que sus leyes y enunciados sean verdad basta con que valgan para la idea de bola, es decir, esa bola que tocaría el plano en un único punto, ya que asignar a la idea de esfera la determinación «tocar al plano en un único punto» es algo geométricamente necesario aunque resulte algo físicamente imposible. De este modo, nos encontramos con que Galileo parte más bien de una idea, digamos, muy «metafísica» de bola. En efecto, cabe decir que empieza por preguntarse qué determinaciones corresponden metafísicamente a la idea de «bola», es decir, qué determinaciones corresponden necesariamente a esa idea con independencia de las características observables en las bolas reales, es decir, con anterioridad a la descripción de los movimientos empíricos de esos objetos a los que llamamos bolas.

      Menón hace varios intentos de explicar a Sócrates lo que todo el mundo sabe por experiencia, es decir, lo que es la virtud. Le pone ejemplos de virtudes. Pero Sócrates quería saber qué es la virtud, qué es aquello de lo que esos ejemplos son ejemplos. Le dice cuáles son las partes de la virtud, pero eso es para Sócrates como preguntar qué es una abeja y contestar que es una cabeza, un abdomen, unas alas y unas patas. Tras varios intentos fallidos, Menón acaba por poner en duda la posibilidad del conocimiento. Es entonces cuando Sócrates le tranquiliza con un cuento que cuentan los poetas, pero que, de todos modos, resulta clarificador: dicen los poetas que todos hemos vivido una vida anterior y que conocer es recordar lo que vivimos entonces. Este asunto de la inmortalidad del alma, como se ve, no es una cosa que cuenten ni Platón ni Sócrates, sino algo que cuentan los poetas (que, por cierto, fueron los que pidieron la pena de muerte contra Sócrates). Pero se trata de un cuento útil, al menos para que Menón no se rinda demasiado pronto, negando sin más la posibilidad de conocer. Lo que «en el lenguaje de los poetas» es aquí aludido como una «vida anterior» que puede ser «recordada» puede ser una buena metáfora (aunque sólo una metáfora) de lo que Sócrates lleva pidiendo a Menón desde el principio: para saber si la virtud es o no enseñable,

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