El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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Lo que esta presentación de Marx tiene de excelente es, ante todo, la manera en la que sitúa su obra en un plano de normalidad científica. En efecto, Marx nunca pudo ser, ni dentro ni fuera del marxismo, un científico «como cualquier otro». Ésa fue su gran desgracia. Para sus detractores, aparecía como un mero ideólogo muy dado a construcciones filosóficas; para sus partidarios, Marx no podía haberse limitado simplemente a ser un científico. Sus teorías no podían formar parte «normal» de la comunidad científica, y no sólo por la naturaleza políticamente tan delicada de su objeto de estudio, sino, con mucha más contundencia, porque Marx habría fundado algo así como un «nuevo método científico», un «método revolucionario», desde el cual el conjunto entero de la comunidad científica podía ser denunciado. En orden a este tipo de consideraciones se llegó incluso a hablar de ciencia burguesa y ciencia proletaria, y por todas partes se veían «intereses de clase» que latían escondidos en las metodologías, los instrumentales y los archivos científicos. Se llegó a sospechar hasta de que dos y dos sumasen cuatro. Aunque el propio Althusser no fue inmune del todo a este tipo de planteamientos, no cabe duda de que su obra fue la que más contribuyó a recuperar algo de cordura. La cuestión no puede, de iure, ser planteada en estos términos. En el terreno científico, las cosas son verdaderas cuando son verdaderas, y son falsas cuando se puede probar que son falsas, y los intereses de clase que hayan circulado por las alcantarillas de la ciudad científica no pueden probar ni una cosa ni otra, aunque sí puedan explicar –pero eso es enteramente otra cuestión– la adhesión científica a determinados errores tenaces. Por otra parte, la comunidad científica (y, en otro sentido, el derecho), de todas las cosas que circulan entre los hombres, es lo único de lo que podemos decir que, en el peor de los casos, no está del todo mal configurada. No se puede estar por encima de la ciencia sin caer, de inmediato, por debajo. La ciencia (y el derecho) son las dos únicas cosas que podemos decir que progresan. Como todo es relativo, hay muchos sentidos en los que podría considerarse preferible la vida del hombre de las cavernas a la actual, pero es imposible no ver un retroceso cuando se sustrae el derecho al voto a la mujer o se prohíbe explicar a Darwin en las escuelas de Texas. La historia puede retroceder (la existencia de Texas, por ejemplo, es prueba de ello), pero la ciencia no. Precisamente porque la ciencia sí progresa, resulta que es el único sitio (junto con el derecho) en el que la más radical revolución (si es una revolución científica, claro) no hace más que afianzar la normalidad. Una ciencia «revolucionaria» que verdaderamente lo fuera no sería más que una ciencia completamente normal, que denunciaría como «anormales» otras situaciones anteriores que se habrían tomado hasta entonces como normales. Cuanto más se sabe, sencillamente más se sabe. Es imposible refutar el teorema de Pitágoras (si eso fuese posible en un espacio no euclídeo, por ejemplo), sin que eso suponga un progreso (y nunca, en cambio, un retroceso) del saber.
Pero, en fin, la (en este aspecto) lamentable historia del marxismo es la mejor prueba de lo que estamos diciendo. Poniendo a Marx por encima de toda la comunidad científica, la tradición marxista no hizo sino convertirlo en un ideólogo como cualquier otro. No podía ser de otra forma: sólo en el interior de la comunidad científica es posible mirar por encima del hombro a lo ideológico. La ciencia no consiste en otra cosa que en desmarcarse constantemente del tejido ideológico en el que se desenvuelve la conciencia vulgar, nadando entre evidencias vacías, mitos, lugares comunes y doctrinas interesadas. Si se pretende haber colocado una escalera para ver a la ciencia desde arriba, tarde o temprano acaba por descubrirse que con esa escalera sólo se podía bajar hacia los sótanos. El único lugar, fuera de la ciencia, desde el que es posible contemplar sus construcciones científicas es el del tejido ideológico del que la propia ciencia consiste en desmarcarse constantemente. Más allá de la ciencia no encontramos sino el punto de partida de la ciencia. Una verdad más verdadera que la verdad es, con toda seguridad, un error.
Así pues, dos siglos de desatinos nos han escarmentado ya bastante en la tradición marxista. O Marx es, en algún sentido, un científico normal, o es sencillamente un ideólogo en el peor sentido de la palabra. Otra cosa muy distinta es, por supuesto, que ser un «científico normal» en determinados campos y ocasiones pueda ser políticamente muy anormal o subversivo. Podrían contárselo a Giordano Bruno, a Miguel Servet o al propio Galileo. La ciencia no siempre es un invitado políticamente inocuo. Y es muy de esperar que en el terreno en el que la ciencia se ocupa de cuestiones sociales o políticas (o económicas) el problema se agrave especialmente. Pero ya comentábamos antes que si por algún motivo los triángulos rectángulos consistieran en una injusticia social, quizá los matemáticos encabezarían una revolución contra cualquier orden político constituido por el teorema de Pitágoras, pero que eso no significaría en absoluto que el teorema tuviera que empezar a demostrarse según metodologías científicas menos normales.
El elogio con el que comienza el capítulo de Schumpeter consiste –al contrario de lo que tantas veces hizo la tradición marxista, al «elevarlo» por encima de la ciencia «burguesa»– en insertarlo en el corazón mismo de las discusiones económicas de su época, de las que, según nos dice, a Marx no se le escapaba nada. Marx aparece como un «trabajador infatigable», un erudito que lo conocía todo en su época y que fue capaz de llegar al fondo de todas las cuestiones abiertas por la economía de su tiempo.
Sin embargo, Schumpeter nos informa a renglón seguido de que Marx comete un error fatal, nada más ni nada menos que al dar el primer paso: se apunta a la teoría del valor-trabajo heredada de Ricardo (la «teoría laboral del valor», o, como la llamaremos en adelante, sencillamente la «teoría del valor»), y, al hacerlo, comienza por la peor de las opciones que tenía a la mano.
Si nos fijamos en las últimas líneas del texto que citábamos de Schumpeter, podemos entender ya el diagnóstico tan peculiar que este economista hace de la obra de Marx en general. Marx construye «una teoría que por su naturaleza y objetivo era verdaderamente científica»[14], pero la construye no sólo «a pesar de sí mismo», sino, al parecer, contra su propio punto de partida teórico: la teoría del valor-trabajo. Es como si toda su obra consistiera en un intento de compensar un monumental error inicial.
Como vamos a comprobar largamente en este libro, Schumpeter no se equivoca al centrar la atención en este punto. El punto nodal de las discusiones más importantes en torno a la interpretación de El capital pasan de un modo u otro por aclarar el sentido o el estatus que tiene en Marx la teoría del valor expuesta en la Sección 1.ª del Libro I.
Comencemos por llamar la atención sobre un punto que quizá ahora nos resulte todavía trivial, pero que terminará alcanzando gran importancia en el transcurso de nuestra argumentación. Schumpeter considera la teoría del valor de Ricardo y la de Marx absolutamente idénticas.