El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria

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El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria Pensamiento crítico

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de una disquisición metafísica con Aristóteles y Hegel? La cosa encajaría muy bien, por ejemplo, si resultara que habiendo Marx comenzado por la teoría del valor, hubiera ido a dar, al final de sus días, con una teoría de los precios de producción al escribir un libro que la muerte no le dejó terminar (y mucho menos modificar, en consecuencia, su punto de partida, renegando de la teoría del valor). Pero ocurre que el manuscrito del Libro III estaba ya escrito cuando publica el Libro I. Y, de hecho, en una carta a Engels del 27 de junio de 1867, Marx le indica que se ha negado a hacer desde el principio la advertencia de que en el capitalismo las cosas no se pueden vender a su valor. El chocante comentario sarcástico con el que explica esta decisión no deja de sorprender: el método que ha seguido en su exposición busca «tender constantemente trampas» a los «filisteos y los economistas vulgares» para que se pasen de listos con sus objeciones y las «intempestivas manifestaciones de su borriquería»[65].

      Recordemos la aseveración de Schumpeter: lo importante no es si la teoría del valor es interesante desde un punto de visto filosófico o ético, o ni siquiera si es verdadera o no, lo importante es, para una ciencia positiva como es la economía, ver si funciona bien o mal. Y el caso es que funciona mal y que hay otras teorías que funcionan mejor. Tanto más chocante ha de resultar entonces la actitud de Marx, porque lo que está viniendo a decir es algo así como que, si la sociedad capitalista no funciona según la ley del valor, la culpa no la tiene la teoría del valor… ¡sino el capitalismo!

      Visto lo visto, ahora ya no podemos estar nada seguros de que Marx defienda la teoría del valor en tanto que premisa a partir de la cual deducir todas las leyes del modo de producción capitalista. De lo que sí estamos seguros es de que considera imprescindible para el estudio de la sociedad moderna dar un primer paso metódico: la construcción de un modelo teórico en el que el concepto de valor quede enteramente clarificado en tanto que trabajo humano aglutinado en las mercancías. Está, podríamos decir, tan convencido de que la economía no puede dar ni un paso sin la construcción clara y distinta del concepto de valor, como Galileo está convencido de que la física no puede seguir adelante sin enunciar el principio de inercia. A Galileo le objetaban que una bola real que rueda por un plano real, por perfectamente que sean construidos, siempre acaba parándose. Esto es algo que Galileo veía también con sus propios ojos, como cualquier otro. Ahora bien, su insistencia era que el fenómeno de una bola de bronce que siempre acaba parándose no se puede comprender sin comprender que, de tratarse realmente de una bola rodando, jamás llegaría a detenerse. Al igual que Galileo está convencido de que la inercia es el «tema» sin el cual no hay física que valga, Marx está, por algún motivo, convencido de que el asunto del valor-trabajo es el tema respecto al cual la economía política no puede dar marcha atrás, hasta el punto de que sin su perfecta delimitación previa, la economía no tiene ninguna otra posibilidad futura que la de hacer el ridículo, acumulando datos y ecuaciones funcionales al servicio de «los espadachines a sueldo» del capitalismo. Algo, después de todo, bastante semejante a lo que es hoy día la economía convencional moderna.

      1.3.6 Del Libro I al Libro III y de la Sección 1.ª a la Sección 2.ª

      Este «paso metódico» imprescindible (al que luego vamos a ver que Marx llama «análisis» en el Prólogo de 1867) lo hemos caracterizado por ahora como la tarea de delimitar o de construir con un nivel de exigencia tozudamente socrática los conceptos que van a estar en juego. Es decir, la tarea de delimitar los temas fundamentales de tal modo que no comiencen a mezclarse nada más empezar. Una bola que rueda, si realmente hemos delimitado lo que es una bola y lo que es el rodar, rueda hasta el infinito. ¿Será, entonces, que hay que operar mediante modelos geométricos, reconociendo que, sin embargo, la realidad efectiva es siempre un amasijo de impurezas e imperfecciones? ¿Tendremos que acabar concluyendo, entonces, respecto de Marx, que el viaje que nos lleva desde la teoría del valor, en la Sección 1.ª, hasta los confines del Libro III consiste en arrastrarnos desde un modelo ideal hasta su versión impura e imprecisa en la realidad? Mal asunto sería éste, desde luego, de que la ciencia tuviera que decretar que la realidad es imprecisa e imperfecta en comparación con la perfección y la precisión de sus construcciones teóricas. Un feo asunto al que sin embargo son, como veremos, muy propensas algunas mentalidades empiristas, empeñadas en resaltar la «riqueza inabarcable de la realidad». Por otro lado, el peor Platón que suele contarse en los manuales tampoco estaría en desacuerdo con esta idea de la imperfección de la realidad comparada con sus modelos ideales.

      Así pues, conviene no confundir las cosas en este punto. El camino que lleva al Libro III no es el camino hacia aquella sopa originaria en la que la realidad es tan compleja que ya no deja ver sus estructuras. Puede que sea, como a veces dice Marx, el camino hacia una «apariencia» o hacia un «fenómeno superficial» o «periférico», pero, sea como sea la manera en la que a lo largo de este libro veamos cómo entenderlo, se puede ya adelantar que esta «apariencia» o «periferia» no tendrá nada que ver con el irrumpir de todas las imprecisiones de la realidad capaces de desbordar las competencias de la teoría. Pretenderlo así sería tanto como creer que todo lo que la física moderna tiene que decir sobre una bola que frena su velocidad hasta detenerse es que ha estado rodando de forma imprecisa; añadiendo, además, que de ese tipo de imprecisiones la ciencia jamás logrará hacerse cargo. A este respecto, Koyré tenía toda la razón al advertir que lo que hace Galileo no es contraponer las abstracciones matemáticas a las cosas materiales marcadas por la imprecisión, sino, de forma enteramente diferente, negar el carácter abstracto de las matemáticas al mismo tiempo que negaba cualquier privilegio ontológico al mundo de las figuras regulares.

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