Un mar de nostalgia. Debbie Macomber
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En la calle, el cielo estaba oscuro y cubierto de nubes grises. Steve comenzó a andar y se dirigió hacia el centro comercial. No tenía muchas compras navideñas que hacer, pero le parecía tan buen momento como cualquier otro para realizar esa tarea.
Dudó un instante frente a una cabina telefónica y dejó escapar un suspiro. Sería mejor que llamara a Carol y zanjara todo el asunto. Quería regocijarse delante de él, y se lo permitiría. Al fin y al cabo, era una época para ser caritativo.
El teléfono sonó cuando Carol entraba por la puerta. Se detuvo, dejó el bolso sobre la encimera de la cocina y observó el aparato. El corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que pararse y aclarar sus ideas. Era Steve. Era como si el teléfono estuviera deletreando su nombre en código Morse.
—¿Sí? —dijo al contestar finalmente.
—Lindy me ha dicho que habías llamado —dijo él secamente y sin emotividad alguna.
—Sí, te llamé —murmuró ella.
—¿Quieres decirme por qué voy a tener que adivinarlo? Confía en mí, Carol, no estoy de humor para jugar a las adivinanzas contigo.
Aquello no iba a ser fácil. Steve sonaba frío y distante. Ya lo había imaginado, pero eso no disminuía el efecto que le producía.
—Pensé que… que podríamos hablar.
—Te escucho —dijo él tras un silencio.
—Preferiría que no lo hiciéramos por teléfono, Steve —dijo ella suavemente, pero no porque hubiera planeado que su voz sonara suave y sedosa. Sus cuerdas vocales estaban agarrotadas y había acabado sonando así. Tenía los nervios a flor de piel y el corazón le palpitaba en el oído como una locomotora.
—De acuerdo —contestó él.
—¿Cuándo? —miró el calendario. El momento era sumamente importante en su plan.
—¿Mañana? —sugirió él.
Carol cerró los ojos aliviada. Su mayor preocupación era que sugiriera quedar después de las fiestas, pero entonces sería demasiado tarde y tendría que cambiarlo todo a enero.
—Sería perfecto —dijo finalmente—. ¿Te importaría venir a casa? —la casa de dos habitaciones había sido puesta a su nombre como parte del acuerdo de divorcio.
—De hecho, sí me importaría.
—De acuerdo —contestó Carol recomponiendo sus ideas con rapidez. El hecho de que no quisiera ir a casa no debería haberla sorprendido—. ¿Qué te parece quedar a tomar café en Denny’s mañana por la tarde?
—¿A las siete?
—De acuerdo. Te veré entonces.
La mano aún le temblaba tras colgar el teléfono. Desde el principio había imaginado que Steve no se metería en su cama si no lo instaba a ello de manera sutil, pero, a juzgar por su tono seco y cortante, probablemente eso resultara completamente imposible… aquel mes. Eso la molestaba. Su principal objetivo era que todo ocurriese con rapidez. Una noche de cegadora pasión podría olvidarse con facilidad. Pero, si tenía que seguir invitándolo una noche al mes durante varios meses, quizá Steve acabara por darse cuenta de lo que se proponía.
Aun así, cuando se trataba de interpretar sus acciones en el pasado, Steve había mostrado una sorprendente falta de perspicacia. Por suerte, sus problemas siempre se habían quedado fuera del dormitorio. Su relación matrimonial había sido un mar de dudas y malentendidos, de acusaciones y arrepentimientos, pero su vida sexual siempre había sido potente y lujuriosa hasta el divorcio, por sorprendente que pudiera parecerle en ese momento.
A las siete en punto de la tarde siguiente, Carol entró en el restaurante Denny’s del barrio de Capitol Hill, en Seattle. Durante el primer año de matrimonio, Steve y ella solían ir a cenar allí una vez al mes. El dinero era escaso en su momento, porque tenían que pagar la casa, de modo que una noche fuera, incluso en Denny’s, siempre había sido un lujo.
Tras dar dos pasos, Carol divisó a su ex marido sentado en uno de los asientos junto a la ventana. Se detuvo y experimentó tal emoción, que avanzar un paso más habría resultado imposible. Steve no tenía derecho a tener tan buen aspecto, mucho mejor de lo que ella recordaba. En los trece meses que hacía que no lo veía, había cambiado considerablemente. Había madurado. Sus rasgos eran más agudos, más claros, más intensos. Su atractivo era más prominente, sus rasgos masculinos, vigorosos y bronceados incluso en diciembre. Unas hileras de pelo gris adornaban su sien, dándole un aire distinguido.
En ese momento la miró, y Carol tomó aliento antes de decidirse a avanzar hacia él con pasos temblorosos. Observó que lo que más había cambiado en él eran sus ojos. Una vez habían sido cálidos y cariñosos, pero en ese momento parecían fríos y calculadores.
Carol experimentó un momento de pánico cuando Steve pareció despojarla de su orgullo con la mirada. Le costó un gran esfuerzo sonreír.
—Gracias por venir —dijo ella sentándose frente a Steve.
La camarera apareció con una cafetera de cristal y Carol dio la vuelta a su taza, la cual la mujer llenó de café antes de dejar los menús en la mesa.
—Hace tanto frío que podría nevar —añadió Carol tratando de comenzar una conversación. Era extraño que hubiera estado casada con Steve y, sin embargo, le pareciese un completo extraño. Aquel hombre duro e impasible era uno al que no conocía tan bien como a aquél que había sido su amante, su amigo y su marido.
—Pareces en forma —dijo Steve finalmente.
—Vaya, gracias —contestó ella con una débil sonrisa—. Tú también. ¿Cómo te trata la Armada?
—Bien.
—¿Sigues en el Atlantis?
Steve asintió.
Silencio.
—Fue una sorpresa descubrir que Lindy está viviendo en Seattle —añadió Carol tratando de seguir con la conversación.
—¿Te dijo que se casó con Rush?
Carol observó cómo Steve fruncía el ceño y su rostro se oscurecía al mencionar el tema.
—Ni siquiera sabía que Lindy conociera a Rush —dijo ella antes de dar un sorbo al café.
—Se casaron tan sólo dos semanas después de conocerse. Aún no me lo creo.
—¿Dos semanas? Eso no parece típico de Rush. Recuerdo que era muy metódico en todo.
—Al parecer, se enamoraron.
Carol conocía a Steve demasiado bien como para no reconocer el tono sarcástico en su voz, como si le estuviera diciendo lo absurdo que era ese sentimiento. En su caso, había sido un sentimiento malgastado. Tristemente malgastado.
—¿Son