Un mar de nostalgia. Debbie Macomber
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Él ya sabía lo que iba a ocurrir. Pasarían la mitad de la velada hablando y tratando de encontrar algo en lo que estuvieran de acuerdo. Pero ya no había nada en lo que pudieran estar de acuerdo. Esa noche era una noche fuera de lugar y, cuando terminaran, volverían los dos a sus respectivas vidas.
Cuando Carol terminó de preparar las bebidas, regresaron al salón y hablaron. El alcohol parecía aliviar parte de la tensión. Steve llenó el silencio con detalles de lo que había ocurrido en la vida de Lindy y con su trabajo.
—Veo que te ha ido bien —admitió Carol.
Steve no le preguntó por su carrera porque eso implicaría preguntarle por Todd, y ese hombre era un tema que se había jurado no sacar. Carol tampoco dio información al respecto. Sabría que no debía.
Media hora después, Steve la ayudó a llevar la cena a la mesa.
—Debes de haber estado cocinando todo el día.
—Me ha dado algo que hacer —dijo ella sonriendo.
La mesa estaba repleta de pavo, patatas, salsa, relleno, brócoli, boniatos y ensalada de fruta.
Carol le pidió que encendiera las velas y, cuando Steve lo hizo, los dos se sentaron a cenar. Sentado frente a ella al otro lado de la mesa, Steve se encontró a sí mismo ensimismado por su boca mientras comía. Trató de recordar con todas sus fuerzas las razones por las que se había divorciado de Carol. Pero era cautivadora. Sus manos se movían alegremente, levantando el tenedor del plato y llevándoselo a la boca con movimientos elegantes. Steve no debería disfrutar tanto de mirarla, y se dio cuenta de que pagaría el precio más tarde, cuando regresara al apartamento y la soledad se apoderara de él una vez más.
Cuando hubo terminado de cenar, se recostó en la silla y se colocó las manos sobre el estómago.
—No recuerdo una cena tan buena en mi vida.
—Hay pastel…
—Ahora no —dijo él negando con la cabeza—. Estoy demasiado lleno como para dar otro bocado. Quizá más tarde.
—¿Café?
—Por favor.
Carol llevó los platos al fregadero, guardó los restos en el frigorífico y regresó con la cafetera. Llenó las tazas, regresó a la cocina y luego volvió a sentarse frente a él. Apoyó los codos en la mesa y sonrió.
A pesar de sus intenciones durante la cena, Steve no había sido capaz de quitarle los ojos de encima. El modo en que estaba sentada, echada hacia delante, con los codos sobre la mesa, hacía que sus pechos se juntaran, rellenando el más que generoso escote del vestido. Habría jurado que no llevaba sujetador. Carol tenía unos pechos fantásticos y Steve lo observó, cautivado por el modo en que sus pezones sobresalían bajo la seda. Parecían señalarlo directamente, como invitándolo a saborearlos. Contra su voluntad, su ingle comenzó a palpitar hasta colmarlo de deseo. Desconcertado, miró la taza de café. Con manos temblorosas, dio un sorbo y estuvo a punto de abrasarse la boca.
—Ha sido una cena excelente —repitió tras un momento de silencio.
—No te arrepientes de haber venido, ¿verdad? —preguntó ella inesperadamente y sin dejar de mirarlo. Aquella mirada intensa demandaba toda la atención de Steve. Su piel era pálida y cremosa a la luz de las velas, sus ojos grandes e inquisitivos, como si la respuesta a la pregunta fuera de vital importancia.
—No —admitió Steve—. Me alegro de estar aquí.
Su respuesta la complació y Carol sonrió, haciendo que Steve se preguntara cómo había podido dudar de ella. Sabía lo que había hecho, sabía que había destruido su matrimonio adrede, y, en aquel momento, no le importaba. La deseaba de nuevo. Deseaba abrazarla y sentir su cuerpo caliente. Quería meterse dentro de ella para que nunca volviera a desear a otro hombre mientras los dos vivieran.
—Te ayudaré con los platos —dijo él poniéndose en pie.
—Ya los lavaré más tarde —dijo Carol levantándose también—. Pero, si quieres hacer algo, podrías ayudarme con el árbol.
—¿El árbol?
—Sí, está a medio decorar. No alcanzo las ramas más altas. ¿Me ayudarías?
—Claro —dijo Steve, y habría jurado que Carol pareció aliviada, aunque no sabía por qué. A él le parecía que el árbol estaba perfecto. Había algunas partes sin adornos, pero nada importante.
Carol llevó una silla del comedor al salón y sacó una caja con adornos de debajo de una mesa.
—¿Haces punto? —preguntó Steve al ver el ovillo. A Carol debía de dársele fatal hacer punto, pero aun así enlazaba un proyecto tras otro y parecía ajena a la falta de talento. Había habido un tiempo en que podía bromear con ella al respecto, pero no sabía si apreciaría su ocurrencia en esos momentos.
Carol apartó la mirada como si temiera su comentario.
—No te preocupes, no voy a burlarme de ti —dijo Steve recordando la vez en que se había presentado orgullosa con un jersey que había hecho para él. La manga izquierda era diez centímetros más larga que la derecha. Él se lo había probado y, al verlo, Carol se había echado a llorar. Era uno de los pocos recuerdos que tenía de ella llorando.
Carol colocó la silla junto al árbol y levantó la pierna para subirse encima.
Steve la detuvo y dijo:
—Pensé que querías que eso lo hiciera yo.
—No. Necesito que me des los adornos y luego te apartes para ver cómo quedan.
—Carol, si yo colocara los adornos en el árbol, no necesitarías la silla.
—Prefiero hacerlo yo —dijo ella con un suspiro—. No te importa, ¿verdad?
Steve no sabía por qué estaba tan decidida a colgar ella los adornos, pero le daba igual.
—No, si quieres arriesgarte a partirte el cuello, tú misma.
Ella sonrió y se subió a la silla.
—De acuerdo, dame uno —dijo dirigiéndole una mirada por encima del hombro.
Steve le entregó una bombilla de cristal brillante y notó lo bien que Carol olía. A rosas y a otra fragancia que no lograba identificar. Carol estiró los brazos para alcanzar la rama más alta. El vestido se le subió unos diez centímetros, dejando ver la parte de atrás de sus muslos suaves y la curva de sus nalgas. Steve apretó los puños para evitar tocarla. Habría podido agarrarla y decir que tenía miedo de que se cayese de la silla. Pero, si dejaba que eso ocurriera, sus manos se deslizarían y pronto acabarían en sus nalgas. Cuando la tocara, Steve sabía que no podría parar. Apretó los dientes y tomó aire por la nariz. Tener a Carol ahí de pie era más de lo que un hombre podía resistir. En aquel punto, estaba dispuesto a utilizar cualquier excusa para estar cerca de ella una vez más.
Carol bajó los brazos y el vestido regresó a su sitio. Steve creyó