Un mar de nostalgia. Debbie Macomber
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—Lo sé —dijo golpeando suavemente la caja de bombones que llevaba bajo el brazo y levantando la flor de pascua que había comprado por impulso aquel día.
—¿Adónde vas?
A Steve le hubiera gustado decir que iba a casa de una amiga, pero eso no sería cierto. No sabía cómo clasificar su relación con Carol. No era una amiga. No era una amante. Más que una conocida, menos que una esposa.
—Vas a casa de Carol, ¿verdad? —insistió Lindy.
Lo último que Steve quería era que su hermana se hiciese una idea equivocada sobre su velada con Carol, porque eso era lo que iba a ser.
—No es lo que piensas.
Lindy levantó las manos fingiendo estar consternada.
—No pienso nada, salvo que me alegra verte sonreír de nuevo.
—Bueno, pues no veas cosas donde no las hay.
—¿Vais a hablar? —preguntó Lindy.
—Vamos a cenar, no a hablar —explicó Steve—. Ya no tenemos nada en común. Probablemente estaré en casa antes de las diez.
—Lo que tú digas —contestó Lindy con una sonrisa—. Pásalo bien.
Steve decidió no contestar a eso y abandonó el apartamento, pero, tan pronto como estuvo fuera, se dio cuenta de que estaba silbando de nuevo y se detuvo de golpe.
Carol metió el CD en la minicadena y la música navideña comenzó a sonar por toda la casa. En el horno había un pequeño pavo relleno. Dos pasteles estaban enfriándose sobre la encimera de la cocina. Uno era de calabaza, para Steve, y el otro de carne picada, para ella. Además, en el frigorífico había un pastel de boniato y pacanas.
Carol eligió un vestido de seda rojo que se ajustaba a su piel. Se había puesto maquillaje y algo de perfume, aunque de manera sutil. Todo estaba listo.
Bueno, casi todo.
Steve y ella eran dos personas diferentes, y no había más vueltas que darle al tema. Arrepentirse del pasado era una futilidad, y, aun así, Carol llevaba varios días dándose cuenta de que el divorcio había sido un error. Un gran error. Todas las emociones que había conseguido enterrar durante el último año habían salido a la superficie desde su reunión con Steve, y no podía recordar un momento en que se hubiera sentido más confusa.
Deseaba tener un hijo, y estaba utilizando a su ex marido. Más de una vez a lo largo de la semana, se había visto obligada a enfrentarse a su sentimiento de culpa. Pero ya no había marcha atrás. Sería imposible volver a tener lo que había existido entre ellos antes del divorcio. No habría reconciliación. Pero más que con el pasado, a Carol le costaba enfrentarse con el presente. No podían verse sin que saltaran chispas, y eso hacía que todo fuera más difícil. Los dos eran demasiado testarudos, demasiado temperamentales, demasiado obstinados.
Y eso les estaba arruinando la vida.
Carol sentía que no podían retroceder, pero tampoco podían avanzar. La idea de seducir a Steve y quedarse embarazada había sido completamente egoísta al principio. Deseaba un bebé y consideraba que Steve era el mejor candidato… el único candidato. Después de su encuentro en el restaurante, Carol sabía que la elección del padre del bebé era algo más que práctica. Una parte de ella seguía queriendo a Steve, y probablemente siempre lo haría. Deseaba tener un hijo suyo porque era la única parte de él que sería capaz de tener.
Todo dependía del desenlace de aquella cena. Carol se llevó las manos al estómago y deseó en silencio ser fértil. En la última hora se había tomado la temperatura dos veces, rezando para que su cuerpo jugara su papel en ese plan maestro. Su temperatura era ligeramente alta, pero podría ser debido a la sensación de calor que la invadía cada vez que pensaba en volver a compartir una cama con Steve. O podrían ser simplemente nervios.
Llevaba todo el día sintiéndose ansiosa e inquieta. Estaba convencida de que Steve la miraría y sabría que quería que se quedara a pasar la noche. La clave de su plan era que Steve pensara que la idea del sexo fuera de él. Una y otra vez, sus planes para esa noche daban vueltas en su cabeza, como si fueran las aspas de un molino de viento agitando el aire.
Sonó el timbre, Carol tomó aire y forzó una sonrisa antes de atravesar la sala y abrir la puerta.
—Feliz Navidad —dijo ella suavemente.
Steve le entregó la flor de pascua como si tuviese ganas de deshacerse de ella. No la miró a los ojos. De hecho, parecía estar evitando mirarla, lo cual complacía a Carol, pues sabía que el vestido rojo estaba teniendo el efecto que deseaba.
—Muchas gracias por la planta —dijo ella colocándola en la mesa del café—. No era necesario.
—Recordé que solías comprar tres o cuatro plantas de éstas cada año, así que pensé que por una más, no pasaría nada.
—Muy considerado por tu parte, muchas gracias —dio ella estirando la mano para recoger su abrigo.
Steve colocó un pequeño paquete bajo el árbol y la miró.
—Son Frangos —explicó—. Supongo que seguirán siendo tus bombones favoritos.
—Sí. Yo también tengo algo para ti.
Steve se quitó la chaqueta y se la dio.
—No espero regalos de ti. He comprado la planta y los bombones porque quería contribuir con algo a la cena.
—Mi regalo es una tontería, Steve.
—Pues entonces guárdalo para otra persona, ¿de acuerdo?
Carol estuvo a punto de perder los nervios, pero consiguió contenerse. Su sonrisa era un poco más forzada cuando terminó de colgar su chaqueta en el perchero de la entrada y se dio la vuelta, pero esperaba que Steve no se hubiera dado cuenta.
—¿Te apetece un ponche caliente antes de la cena? —preguntó ella.
—Suena bien.
Steve la siguió hasta la cocina y bajó la botella de ron del armario mientras ella ponía agua a hervir.
—¿Cuándo te cortaste el pelo? —preguntó él.
—Hace algunos meses.
—Me gustaba más cuando lo llevabas más largo.
Apretando los dientes, Carol consiguió no decirle que se cortaba el pelo para ella, y no para él.
Steve vio el brillo de irritación en los ojos de su ex mujer y se sintió un poco mejor. El comentario sobre su pelo no era lo que ella quería oír; seguramente esperaba que le dijera lo guapa que estaba. El problema era que no había sido capaz de quitarle los ojos de encima a Carol desde que había entrado a la casa. El causante era un mechón de pelo rubio que se le movía cada vez que se giraba. No había sido capaz de ver más allá de ese mechón rizado. Ni tampoco podía dejar de mirarle los labios ni la curva de la barbilla, ni el azul de sus ojos. Al reencontrarse con ella