Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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       —XXII— El Carnaval de las cigarreras

      Unos días antes de Carnavales se anuncia en la Fábrica la llegada del tiempo loco por bromas de buen género que se dan entre sí las operarias. Infeliz de la que, fiada en un engañoso recado, se aparta de su taller un minuto; a la vuelta le falta su silla, y vaya usted a encontrarla en aquel vasto océano de sillas y de mujeres que gritan a coro: «Atrás te queda. Delante te queda». A las víctimas de estos alegres deportes les resta el recurso de llevar bien escondido debajo del mantón un puntiagudo cuerno, y enseñarlo por vía de desquite a quien se divierte con ellas. También se puede, por medio de una tira estrecha de papel y un alfiler doblado a manera de gancho, aplicar una lárgala en la cintura, o estampar con cartón recortado y untado de tiza, la figura de un borrico en la espalda. Otro chasco favorito de la Fábrica es, averiguado el número del billete de lotería que tomó alguna bobalicona, hacerle creer que está premiado. Todos los años se repiten las mismas gracias, con igual éxito y causando idéntica algazara y regocijo.

      Pero el jueves de Comadres es el día señalado entre todos para divertirse y echar abajo los talleres. Desde por la mañana llegan las cestas con los disfraces; y obtenido el permiso para bailar y formar comparsas, las oscuras y tristes salas se trasforman. El Carnaval que siguió al verano en que ocurrieron los sucesos de la Unión del Norte se distinguió por su animación y bullicio; hubo nada menos que cinco comparsas, todas extremadas y lucidas. Dos eran de mozas y mozos del país, vestidos con ricos trajes que traían prestados de las aldeas cercanas; otra, de grumetes; otra, de señoritos y señoras , y la última comparsa era una estudiantina. Las dos de labradores se diferenciaban harto. En la primera se había buscado, ante todo, el lujo del atavío y la gallardía del cuerpo; las cigarreras más altas y bien formadas vestían con suma gracia el calzón de rizo, la chaqueta de paño, las polainas pespunteadas y la montera ornada con su refulgente pluma de pavo real; y para las mozas se habían elegido las muchachas más frescas y lindas, que lo parecían doblemente con el dengue de escarlata y la cofia ceñida con cinta de seda. La segunda comparsa aspiraba, más que a la bizarría del traje, a representar fielmente ciertos tipos de la comarca. Enrollada la saya en torno de la cintura, tocada la cabeza con un pañuelo de lana, cuyos flecos le formaban caprichosa aureola; asido el ramo de tejo, de cuyas ramas pendían rosquillas, estaba la peregrina que va a la romería famosa a que no se eximen de concurrir, según el dicho popular, ni los muertos; a su lado, con largo redingote negro, gruesa cadena de similor, barba corrida y hongo de anchas alas, el indiano , acompañábanle dos mozos de las Rías Saladas, luciendo su traje híbrido, pantalón azul con cuchillos castaños, chaleco de paño con enorme sacramento de bayeta en la espalda, faja morada, sombrero de paja con cinta de lana roja. Los estudiantes habían improvisado manteos con sayas negras, y tricornios de cartón con cuchara y tenedor de palo cruzados, completaban el avío; los grumetes tenían sencillos trajes de lienzo blanco y cuellos azules; en cuanto a la comparsa de señores , había en ella un poco de todo; guantes sucios, sombreros ajados, vestidos de baile ya marchitos, mucho abanico, y antifaces de terciopelo.

      En mitad del taller de cigarros comunes se formó un corro y se alzó gran vocerío alrededor de la Mincha , barrendera vieja, pequeña, redonda como una tinaja, que bailaba vestida de moharracho, con dos enormes jorobas postizas, un serón por corona, una escoba por cetro, un ruedo por manto real, la cara tiznada de hollín, y un letrero en la espalda que decía en letras gordas: «Viva la broma». Incansable, pegaba brincos y más brincos, llevando el compás con el cuento de la escoba, sobre las carcomidas tablas del piso. Pero bien pronto le robó la atención de sus admiradoras la estudiantina, que estaba toda encaramada en una mesa de metro y medio de largo por un metro escaso de ancho. Cómo danzaban allí unas doce chicas, es difícil decirlo; ellas danzaban, acompañándose con panderetas y castañuelas y coreando al mismo tiempo habaneras y polcas. En aquella comparsa, la más alborotadora y risueña, figuraba Guardiana. Nunca el júbilo y la feliz imprevisión de los pocos años brillaron como en el rostro de la pobre chica, que a tan poca costa y con tan poca cosa divertía sus penas. Era la valerosa pitillera chiquita y delgada; tenía a la sazón el rostro encendido, ladeado el tricornio, y con picaresco ademán repicaba un pandero roto ya, y muy engalanado de cintas.

      Ana y Amparo figuraban entre los grumetes. La Comadreja hacía un grumete chusco, travieso y cínico; Amparo, el más hermoso muchacho que imaginarse pueda. Todo lo que su figura tenía de plebeyo lo disimulaba el traje masculino; ni las gruesas muñecas, ni el recio pelo dañaban a su gentileza, que era de cierto notable y extraordinaria. La comparsa recorrió los talleres, bailando y cantando, recibiendo bromas de las señoras , y alegrando la oscuridad de las salas con la nota blanca y azul de sus trajes. Sin embargo, no se podía dudar que la victoria quedaba por los labradores. A la cabeza de estos estaba una mujer, casada ya, celebrada por buena moza, Rosa, la que llenaba con mayor presteza los faroles de picadura. Con el traje propio de su sexo, Rosa era un tanto corpulenta en demasía; con el de labrador no había que pedirle. La camisa de lienzo labrado dibujaba su ancho pecho; el calzón se ajustaba a maravilla a sus bien proporcionadas caderas; pendiente del cuello llevaba un ancho escapulario de raso bordado de lentejuelas y sedas de colores. Debajo de la montera, un pañuelo de fular azul, atado como lo hacen los paisanos, le encubría el pelo. Apoyábase en la moca o porra claveteada de clavos de plata, y con acento melancólico y prolongado, cantaba una copla del país, y contestábale desde enfrente una morenita vestida de ribereño, con su chaleco muy guarnecido de botones de filigrana y su faja recamada de pájaros y flores extravagantes, echando la firma , consistente en tres versos irregulares, improvisados siempre, con sujeción al asunto de la copla; al concluir la firma , salían del corro de espectadores varios ¡ju... jurujú! agudísimos. Lo que hacía maravilloso efecto era oír, en los intervalos en que callaban las cantoras, unas malagueñas resonando en el otro extremo de la sala, mientras por su parte la estudiantina se consagraba a las habaneras, cual si la anarquía de los trajes se comunicase a las canciones. En la comparsa de las señoras había una chica poseedora de bien timbrada voz y de muchísimo donaire para las coplas propias de la ciudad, tan distintas de las rurales, que al paso que en éstas las vocales se alargan como un gemido, en las otras se pronuncian brevemente, produciendo al final de algunos versos una inflexión burlesca:

      En el medio de la mar

      Suspiraba una ballenaú

      Y entre suspiros deciaú

      Muchachas de Cartagenaú.

      ¿Y quién tenía valor para trabajar en medio de la bulliciosa carnavalada? Algunas operarias hubo que al principio se encarnizaron en la labor, bajando la cabeza por no ver las máscaras; pero a eso de las tres de la tarde, cuando la inocente saturnal llegaba a su apogeo, las manos cruzadas descansaban sobre la tabla de liar, y los ojos no sabían apartarse de los corros de baile y canto. Ocurrió un incidente cómico: el taller del desvenado quiso echar su cuarto a espadas, y organizó una comparsa numerosa; empeñáronse en formar parte de ella las más ancianas, las más infelices, y la mascarada se improvisó de la manera siguiente: envolviéndose todas por la cabeza los mantones, sin dejar asomar más que la nariz o una horrible careta de cartón, y colocándose en doble fila, haciendo de batidores cuatro que llevaban cogida por las esquinas una estera, en la cual reposaba, con los ojos cerrados, muy propia en su papel de difunta, la decana del taller, la respetable señora Porcona. Así colocadas y con extraño silencio recorrieron los talleres, dando no sé qué aspecto de aquelarre a la bulliciosa fiesta. Al punto recibió título aquella nueva y lúgubre comparsa; llamáronle la Estadea , nombre que da la superstición popular a una procesión de espectros.

      Diríase que el mago Carnaval, con poderoso conjuro, había desencantado la Fábrica, y vuelto a sus habitantes la verdadera figura en aquel día. Muchachas en las cuales a diario nadie hubiera reparado quizá, confundidas como estaban entre las restantes, resplandecían, alumbradas por una ráfaga de hermosura, y un traje caprichoso, una flor en el pelo, revelaban gracias hasta entonces recónditas. Y no porque la coquetería

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