Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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señorita que se viste de Africana por lucir una buena mata de pelo, o de Pierrette por mostrar un piececito menudo—; no por cierto. Semejantes refinamientos se ignoraban en la Fábrica. Ni a las viejas se les daba un comino de enseñar en la fuga del baile la seca anatomía de sus huesos, ni a las mozas un rábano de desfigurarse, verbigracia, pintándose bigotes con carbón. El caso era representar bien y fielmente tipos dados; un mozo, un quinto, un estudiante, un grumete. Habíalas con tan rara propiedad vestidas, que cualquiera las tomaría por varones; las feas y hombrunas se brindaban sin repulgos a encajarse el traje masculino, y lo llevaban con singular desenfado. Y de un extremo a otro de los talleres, entre el calor creciente y la broma y bullicio que aumentaban, corría una oleada de regocijo, de franca risa, de diversión natural, de juego libre y sano; una afirmación enérgica de la femenidad de la Fábrica. No cohibidas por la presencia del hombre, gozaban cuatro mil mujeres aquel breve rayo de luz, aquel minuto de júbilo expansivo colocado entre dos eternidades de monótona labor.

      Hacia las cuatro de la tarde no cabía ya la algazara y bulla en las salas; todo el mundo perecía de calor; a las disfrazadas de paisanos las ahogaba su traje de paño, y se apoyaban, descoyuntadas de tanto reír, molidas de tanto bailar, roncas de tanto canticio, en los estantes, abanicándose con la montera. La Comadreja, que ya no sabía cómo procurarse un poco de fresco, tuvo una idea.

      —Si nos dejasen armar un corro en el patio, chicas, ¿eh?

      Pareció de perlas la ocurrencia, y salieron al patio de entrada, y de allí al magro campillo colindante, y perteneciente también a la Fábrica. Estaba el día sereno y apacible; el sol doraba las hierbas quemadas por la escarcha, y se colaba en tibios rayos oblicuos al través de los desnudos árboles. El ambiente era más templado que otra cosa, como suele suceder en el clima de Marineda durante los meses de febrero y marzo. Al desembocar en el campo la alegre multitud, huyeron espantadas unas cuantas gallinas y algunos borregos sucios y torpes patos, que correteaban por allí, y eran los únicos pobladores del mezquino oasis, limitado de una parte por la vetusta tapia, de otra por cobertizos atestados de fardos de vena, y de otra por el taller de cigarros peninsulares, aislado del edificio de la Granera. Al punto se formaron dos corros con más espacio que arriba, y la frescura de la tardecita restituyó las ganas de bailar a las exhaustas máscaras.

      ¡Oh, si ellas hubiesen sabido que desde las próximas alturas de Colinar las miraban dos pares de ojos curiosos, indiscretos y osados! De la cima de un cerrillo que permitía otear todo el patio de la Fábrica, dos hombres apacentaban la vista en aquel curioso cuanto inesperado espectáculo. Uno de ellos rondaba muchas veces las cercanías de la Granera, pero nunca en aquel predio había visto más seres vivientes que canteros picando sillares de granito, y aves de corral escarbando la tierra. Baltasar ignoraba los detalles del Carnaval de las cigarreras, y apenas entendería lo que estaba viendo, si Borrén, mejor informado, no se tomase el trabajo de explicárselo.

      —Generalmente estas mascaradas son de puertas adentro; pero hoy, como hace calor y el día está bueno, salen al fresco a bailar.... ¡Qué casualidad, hombre!

      —Casualidad es, tiene usted razón. En todas partes he de encontrármela.

      Y al decir así, señalaba el teniente al corro de los grumetes. Mientras los paisanos punteaban y repicaban un paso de baile regional, los grumetillos habían elegido el zapateado , donde la viveza del meridional bolero se une al vigor muscular que requieren las danzas del Norte. Bien ajena que la viese ningún profano, puesta la mano en la cadera, echada atrás la cabeza, alzando de tiempo en tiempo el brazo para retirar la gorrilla que se le venía a la frente, Amparo bailaba. Bailaba con la ingenuidad, con el desinterés, con la casta desenvoltura que distingue a las mujeres cuando saben que no las ve varón alguno, ni hay quien pueda interpretar malignamente sus pasos y movimientos. Ninguna valla de pudor verdadero o falso se oponía a que se balancease su cuerpo siguiendo el ritmo de la danza, dibujando una línea serpentina desde el talón hasta el cuello. Su boca, abierta para respirar ansiosamente, dejaba ver la limpia y firme dentadura, la rosada sombra del paladar y de la lengua; su impaciente y rebelde cabello se salía a mechones de la gorra, como revelación traidora del sexo a que pertenecía el lindo grumete, si ya la suave comba del alto seno y las fugitivas curvas del elegante torso no lo denunciasen asaz. Tan pronto, describiendo un círculo, hería con el pie la tierra, como, sin moverse de un sitio, zapateaba de plano, mientras sus brazos, armados de castañuelas, se agitaban en el aire, bajaban y subían a modo de alas de ave cautiva que prueba a levantar el vuelo.

       —XXIII— El tentador

      Al descender de su observatorio, echados por las sombras de la noche, que envolvían el patio de la Fábrica y cubrían la estruendosa retirada de las cigarreras vestidas ya con sus trajes usuales, Baltasar iba silencioso y concentrado. Borrén muy locuaz. El bueno del capitán no cabía en sí de gozo, ni más ni menos que si la aventura de ver bailar a la Tribuna le aconteciese a él directamente. Hay en el mundo aficiones y gustos muy diversos; este chochea por monedas roñosas, aquel por libracos viejos, el de más acá por caballos y el de más allá por sellos y cajas de fósforos.... Borrén había chocheado, chocheaba y chochearía toda su arrastrada vida por la hermosura, encantos y perfecciones de la mujer. Había adquirido para conocer la belleza, y sobre todo el atractivo, ese golpe de vista, ese tino especial que permite a los expertos, sin ejercer ni dominar las artes, apreciar con exactitud el mérito de un cuadro, el estilo de un mueble, la época de un monumento. Nadie como Borrén para descubrir beldades inéditas, para predecir si una muchacha valdría o no «muchas pesetas» andando el tiempo, y fallar si poseía la quisicosa llamada gracia, salero, gancho, ángel, chic, buena sombra , y de otros mil modos—lo cual prueba que es indefinible.

      La originalidad del caso está en que con toda su afición a las faldas, y sus profundos conocimientos de estética aplicada, no se refería de Borrén la más insignificante historieta. Viviendo siempre en una atmósfera fuertemente cargada de electricidad amorosa, nunca le hirió la chispa. Practicaba, en materia de amoríos, el más puro y desinteresado otroísmo . Si no podía andar entre las muchachas asegurándoles que Fulanito se alampaba por ellas, o que Zutanito se moría por sus pedazos, se arrimaba a los jóvenes, calentándoles los cascos, encendiéndoles la sangre, hablándoles del pie de tal chica:—hombre, un pie que me cabe en la palma de la mano—o del color de cuál otra—hombre, si parece que se da agua de Barcelona, y no, me consta que aquello es natural—. Borrén sabía de las criadas que llevan y traen cartitas, de los paseos retirados donde es fácil tropezarse cuando hay buena voluntad, de los peladeros de pava, de las butacas que en el teatro ofrecen más comodidad para hacer el oso ; era el primero a olfatear los trapicheos, las bodas, los escandalillos y los truenos incipientes. No era Borrén un casamentero, porque, generalmente hablando, el casamentero se propone un fin moral, y a Borrén la moral—hombre, con franqueza—le tenía sin cuidado. Si el cuento acababa en nupcias, bien, y si no, lo propio; Borrén hacía arte por el arte ; el amor le parecía objeto suficiente de sí mismo.

      Para todo enamorado de Marineda, especialmente si pertenecía a la guarnición, el complemento de la dicha era esta idea:—Voy a contárselo a Borrén—. Y Borrén, como un espejo complaciente, de los que hacen favor , le devolvía la imagen de su felicidad, no exacta, sino aumentada, embellecida, multiplicada, radiante.—Vamos a pasearle la calle a la novia—le decían sus amigos cogiéndole del brazo—. Y Borrén giraba tardes enteras delante de una manzana de casas, parafraseando las observaciones de algún amador novel que exclamaba:—«Ya alzó el visillo... se asoma... no, es la hermana... ahora sí... cómo me mira... ¡hola!, tiene la mantilla puesta...»—. Jamás mostró Borrén cansarse de su papel de reflector y perro faldero; y cuenta que las chicas, guiadas por infalible instinto, le trataban como se trata a los inofensivos y a los mandrias; aunque él se derretía, acaramelaba y amerengaba todo, jamás le tomaron en parte alguna por lo serio.

      Baltasar no le había buscado para confidente; Borrén se ofreció,

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