Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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peseta; pues sepa usté, repelo, que acá ni por las minas del Potosí renegamos como San Judas.

      —Zeñora... hermanas mía... tómense uzté la molestia de reflezionar, y verán la puresa de mi intencionez, que zon darle a conosé la doctrina de Jezú nuetro Zalvaor....

      Pronta como un rayo, y con fuerzas que duplicaba la cólera, Amparo desbarató la encuadernada Biblia, hizo añicos las hojas volantes, y lo disparó todo a la cara afilada del catequista y a la rubicunda del silencioso inglés, los cuales, habituados, sin duda, a tal género de escenas, volvieron grupas y trataron de escurrirse lo más pronto posible entre el concurso. Por su mal, era éste tan apretado y numeroso en aquel sitio, que o tenían que retroceder, dar un rodeo y volver a cruzar ante el grupo de muchachas, o aguardar una ocasión de enhebrarse por medio de la gente. Optaron por lo primero, y avínoles mal, porque Amparo, como el corcel de batalla que ha olido la sangre, dilatadas las fosas nasales, brillantes los ojos, se preparaba a renovar la lid, animando a sus compañeras.

      —Son los protestantes. A correrlos.

      —A correrlos: ¡viva!

      —Van a pasar otra vez por aquí... ánimo... a ver quién les acierta mejor.

      —¡Que vengan, que vengan! ¡Ahora entra lo bueno! Recelosos, arrimados el uno al otro, probaron a deslizarse los dos apóstoles sin ser observados de las mozas, que ya los aguardaban haldas en cinta. Así que los vieron a tiro, enarbolaron cuál medio pan, cuál un trozo de empanada, cuál una pera, y Ana, rabiosa, no encontrando proyectil a mano, cogió a puñados la tierra para arrojársela. Cayó la granizada sobre los protestantes cuando menos se percataban de ello; un queso se aplanó sobre la faz del inglés, rompiéndole el monóculo; un gajo de cerezas despedido por el hermano de Guardiana se estrelló en la nuca del ministro, embadurnándosela lastimosamente. Al par que bombardeaban, denostaban las intrépidas muchachas al enemigo.—Tomar, a ver si reventáis—chillaba la Comadreja.—De parte de Nuestra Señora—gritaba Guardiana.—Para que volváis a dar dinero por hacer maldades—vociferaba Amparo lanzando con notable acierto un tenedor de palo al cura. Cerrados los puños como para boxear, inyectado el rostro, fieros los azules ojos, vínose sobre el grupo el hijo de la Gran Bretaña, resuelto, sin duda, a hacer destrozos en las heroínas; amenazadora actitud que redobló el coraje de estas.

      —Venga usté, venga usté, que aquí estamos, le decía Amparo con voz vibrante, bella en su indignación como irritada leona, asiendo con la diestra una botella; mientras Ana, pálida de ira, se apoderaba de la cazuela en que había venido el guisado, y las restantes amazonas buscaban armamento análogo. Pero ya, al ruido de la escaramuza, se arremolinaba gente, y gente adversa a los catequistas, a quienes conocían bastantes de los espectadores; y el ministro, verde de miedo, con turbada lengua aconsejaba a su acompañante una prudente retirada.

      —Éjelas, míter Ezmite... (Smith). Éjelas, que no zaben lo que jazen... Éjelas, que aquí nadie noz efenderá, de eguro.... Yo debo ar ejemplo de manzedumbre....

      No hizo caso míter Ezmite , por demás mohíno y amostazado con el bombardeo de comestibles; pero antes de que llegase al grupo cumpliose la profecía del ministro, interponiéndose más de treinta personas, que rodearon a los malaventurados apóstoles apretándolos en términos que no les dejaban respirar. A poca distancia un agente de policía presenciaba una rifa, y aunque harto veía con el rabo del ojo el motín, no dio el más leve indicio de querer intervenir en él, y basta que vio a los dos catequistas abrirse paso trabajosamente y huir como perro con maza, perseguidos por la rechifla general, no volvió la cabeza ni se acercó, preguntando al descuido: «¿Qué pasa aquí, señores?».

       —XXVI— Lados flacos

      Para la Comadreja el desenlace de la romería fue delicioso: comenzaron a llover gotas anchas cuando ya se aproximaba la noche, y vino el capitán mercante a ofrecerle el brazo y un paraguas. A la luz de los faroles de la calle, que rielaba en el mojado pavimento, Amparo vio alejarse a la pareja y quedose poseída de una especie de tristeza interior que rara vez domina a los temperamentos sanguíneos, alegres de suyo. Aquella melancolía atacaba a la Tribuna desde que no alimentaba su viva imaginación con espectáculos políticos y desde que al bullicio de la Unión del Norte sucedió la habitual y uniforme vida obrera de antes, sin asomo de conspiración ni de otros romancescos incidentes. Por distraerse, habló más con Ana de amoríos y menos de política. Ana se prestaba gustosa a semejantes coloquios. Llegó la Tribuna a saber de memoria al capitán de la Bella Luisa , sus hábitos, sus viajes, sus caprichos, y el eterno proyecto de matrimonio, diferido siempre por altas razones de conveniencia, que explicaba Ana con sumo juicio y cordura. Si ella se quisiese casar con algún artista de esos ordinarios, un zapatero, verbigracia, cansada estaría de tener marido; pero ¿para qué? Para cargarse de familia, para vivir esclava, para sufrir a un hombre sin educación. No en sus días.

      —¿Y si te deja plantada Raimundo?—preguntaba Amparo nombrando al galán de su amiga, como lo hacía esta, por el nombre de pila.

      —¡Qué ha de dejar, mujer... qué ha de dejar! ¡Diez años de relaciones! Y luego, aquel señorío de estar tanto tiempo con un chico fino, eso no me lo quita nadie.

      Amparo protestó: ella no entraba por cosas de ese jaez; quería poder enseñar la cara en cualquier parte; quería, como dijeron los señores de la Unión, moral y honradez ante todo.

      —¿Si pensarás tú—replicó Ana viperinamente—que el de Sobrado venía a casarse contigo?

      —¿El de Sobrado? ¿Y qué tengo yo que ver con el de Sobrado?

      —Anduvo tras de ti, y si no estuviese fuera, sabe Dios.... No digas, mujer, no digas, que bastantes veces lo encontré yo por los alrededores de la Fábrica.

      —Bueno, bueno, ¿y qué? ¿Por qué, un suponer, no se había de casar conmigo? Yo seré de igual madera que otras que pertenecían a mi clase, y ahora.... Tú bien conoces a la de Negrero... aquella tan guapa que lleva abrigo de terciopelo y capota de tul blanco.... Pues, hija mía, sardinera del muelle primero, cigarrera después, y luego la vino Dios a ver con ese marido tan rico.... ¿Y la de Álvarez? A esa la acuerdan aquí liando puros, y en el día tiene una casa de tres pisos y un buen comercio en la calle de San Efrén.... ¿Y la que casó con aquel coronel del regimiento de Zaragoza?... Una chiquilla, que también hacía pitillos.... En la actualidad, para más, hay el aquel de que las clases son iguales; ese rey que trajeron dice que da la mano a todo el mundo, y la mujer abrazó en Madrí a una lavandera; y si viene la federal, entonces....

      —Sí, sí, vele con eso a doña Dolores, la de Sobrado.

      —¡Pues.... Jesús, Ave María! ¡No se allegue usted, que mancho! Me parece a mí que los de Sobrado no son de allá de la aristocracia, ni del barrio de Arriba. Aún hay quien los vio cargando fardos en el almacén de Freixé, el catalán; que por ahí empezaron, ¡repelo! Hijos del trabajo, como tú y como yo.

      —Pero, mujer, si ya se sabe que son así; nada y nada, y vanidá que les parte el alma. Como el hijo es de tropa piensan que sólo la Princesa de Asturias sirve para él.... Mira tú como ahora que las de García pierden el pleito están medio reñidas con ellas.... Y eso que la mayor de Sobrado, la Lolita, no quiso apartarse de la amiga y sigue yendo allá....

      —Bien; pues ellos no nos querrán a los demás, pero los demás bien nos valemos sin ellos.... Para comer yo no les he de pedir. Y el hijo, si me quiere decir algo, ha de ser con el cura de la mano, que si no....

      Echose a reír la Comadreja y le citó ejemplos dentro de la misma Fábrica: ¿qué les había sucedido a Antonia, a Pepita, a Leocadia?,

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