Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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A lo sumo se permitían maldecir de los curas, acusarles de inmorales y codiciosos, o renegar de que se «metiesen en política» y tomasen las armas para traer el «escurantismo y la Inquisición»: cuestiones más trascendentales y profundas no se agitaban, y si a tanto se atreviese alguien, es seguro que le caería encima un diluvio de cuchufletas y de injurias.

      —¡Está el mundo perdido!—decía la maestra del partido de Amparo, mujer de edad madura, de tristes ojos, vestida de luto siempre desde que había visto morir de viruelas a dos gallardos hijos que eran su orgullo—. ¡Está el mundo revuelto, muchachas! ¿No sabéis lo que pasa allá por las Cortes?

      —¿Qué pasará?

      —Que un diputado por Cataluña dice que dijo que ya no había Dios, y que la Virgen era esto y lo otro.... Dios me perdone, Jesús mil veces.

      —¿Y no lo mataron allí mismo? ¡Pícaro, infame!

      —¡Mal hablado, lengua de escorpión! ¡No habrá Dios para él, no; que él no lo tendrá!

      —No, pues otro aún dijo otros horrores de barbaridá, que ya no me acuerdan.

      —¡Empecatao! ¡Pimiento picante le debían echar en la boca!

      —¡Ay!, ¡y una cosa que mete miedo! Dice que por esas capitales toda la gente anda asustadísima, porque se ha descubierto que hay una compañía que roba niños.

      —¡Ángeles de mi alma! ¿Y para qué?, ¿para degollarlos?

      —No, mujer, que son los protestantes para llevarlos a educar allá a su modo en tierra de ingleses.

      —¡Señor de la justicia! ¡Mucha maldad hay por el mundo adelante!

      Conocido este estado de la opinión pública, puede comprenderse el efecto que produjo en la Fábrica un rumor que comenzó a esparcirse quedito, muy quedo, y como en el aria famosa de la Calumnia , fue convirtiéndose de cefirillo en huracán. Para comprender lo grave de la noticia, basta oír la conversación de Guardiana con una vecina de mesa.

      —¿Tú no sabes, Guardia? La Píntiga se metió protestanta.

      —¿Y eso qué es?

      —Una religión de allá de los inglis manglis .

      —No sé por qué se consienten por acá esas religiones. Maldito sea quien trae por acá semejantes demoniuras. ¡Y la bribona de la Píntiga , mire usted! ¡Nunca me gustó su cara de intiricia!...

      —Le dieron cuartos, mujer, le dieron cuartos: sí que tú piensas....

      —A mí... ¡más y que me diesen mil pesos duros en oro! Y soy una pobre, repobre, que sólo para tener bien vestiditos a mis pequeños me venían... ¡juy!

      —¡Condenar el alma por mil pesos! Yo tampoco, chicas—intervenía la maestra.

      —Saque allá, maestra, saque allá... Comerá uno brona toda la vida, gracias a Dios que la da, pero no andará en trapisondas.

      —Y diga... ¿qué le hacen hacer los protestantes a la Píntiga ? ¿Mil indecencias?

      —Le mandan que vaya todas las tardes a una cuadra, que dice que pusieron allí la capilla de ellos... y le hacen que cante unas cosas en una lengua, que... no las entiende.

      —Serán palabrotas y pecados. ¿Y ellos, quiénes son?

      —Unos clérigos que se casan....

      —¡En el nombre del Padre! ¿Pero se casan... como nosotros?

      —Como yo me casé... vamos al caso, delante de la gente... y llevan los chiquillos de la mano, con la desvergüenza del mundo.

      —¡Anda, salero! ¿Y el arcebispo no los mete en la cárcel?

      —¡Si ellos son contra el arcebispo, y contra los canónigos, y contra el Papa de Roma de acá! ¡Y contra Dios, y los Santos, y la Virgen de la Guardia!

      —Pero esa lavada de esa Píntiga ... ¡malos perros la coman! No, si se arrima de esta banda, yo le diré cuántas son cinco.

      —Y yo.

      —Y yo.

      Así crecía la hostilidad y se amontonaban densas nubes sobre la cabeza de la apóstata, a quien por el color de su tez biliosa y de su lacio pelo, por lo sombrío y zaíno del mirar, llamaban Píntiga , nombre que dan en el país a cierta salamandra manchada de amarillo y negro. Era esta mujer capaz de comer suela de zapato a trueque de ahorrar un maravedí, y no ajena a su conversión una libra esterlina, o doblón de a cinco, que para el caso es igual. Si lo cobró y pudo coserlo en una media con otras economías anteriores, amargolo aquellos días en forma. Acercábase a una compañera, y esta le volvía la espalda; su mesa quedó desierta, porque nadie quiso trabajar a su lado; ponía su mantón en el estante, y al punto se lo empujaban disimuladamente desde la otra parte de la sala, para que cayese y se manchase; dejaba su lío de comida en el altar, y lo veía retirado de allí con horror por diez manos a un tiempo; la maestra examinaba sus mazos de puros, antes de darlos por buenos y cabales, con ofensiva minuciosidad y ademán desconfiado. Un día de gran calor pidió a la operaria que halló más próxima que le prestase un poco de agua, y esta, que acababa de destapar un colmado frasco de cristal para beber por él, le contestó secamente: «No tengo meaja». Señaló la protestanta al frasco, con ira silenciosa, y la operaria, levantándose, lo tomó y derramó por el suelo su contenido sin pronunciar una palabra. Púsose verde la Píntiga , y llevó la mano, sin saber lo que hacía, al cuchillo semicircular: pero de todos los rincones del taller se alzaron risas provocativas, y hubo de devorar el ultraje, so pena de ser despedazada por un millar de furiosas uñas. En mucho tiempo no se atrevió a volver a la Fábrica, donde la corrían.

       —XXV— Primera hazaña de la Tribuna

      Extramuros, al pie de las fortificaciones de Marineda, celébrase todos los años una fiesta conocida por las Comiditas , fiesta peculiar y característica de las cigarreras, que aquel día sacan el fondo del cofre a relucir y disponen una colación más o menos suculenta para despacharla en el campo; campo mezquino, árido, donde sólo vegetan cardos borriqueros y ortigas. Desde el lavadero público hasta el alto de Agua santa, ameno y risueño, se había esparcido la gente, sentándose, si podía, a la sombra de un vallado o en la pendiente de un ribazo, y si no, donde Dios quería, al raso, sin paraguas ni quitasol. Y cuenta que ambos chismes podrían ser igualmente necesarios, porque el astro diurno, encapotado por nubarrones que amenazaban chubasquina, despedía claridad lívida y sorda, y a veces por la ahogada calma de la atmósfera atravesaban soplos de aire encendido, bocanadas de solano que amagaban tempestad.

      No por eso había menos corros de baile y canto, menos puestos de rosquillas y jinetes, menos meriendas y comilonas. Aquí se escuchaba el rasgueo de guitarras y bandurrias, más adelante retumbaba el bombo, y la gaita exhalaba su aguda y penetrante queja. Un ciego daba vueltas a una zanfona que sonaba como el obstinado zumbido del moscardón, y al mismo tiempo vendía romances de guapezas y crímenes. A pocos pasos de la gente que comía, mendigos asquerosos imploraban la caridad; un elefancíaco enseñaba su rostro bulboso, un herpético descubría el cráneo pelado y lleno de pústulas, este tendía una mano seca, aquel señalaba a un muslo ulcerado, invocando a Santa Margarita para que nos libre de «males extraños».

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