Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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los efluvios de dos toneles de vino que ya iban quedando exangües, y el vaho del estofado, y el olor de las viandas frías. Oíanse canciones entonadas con voz vinosa, y llantos de niños, de los cuales nadie se cuidaba.

      Componíase el círculo en que figuraba Amparo de muchachas alegres, que habían esgrimido briosamente los dientes contra una razonable merienda. Allí estaba la Comadreja, a quien no era posible aguantar de puro satisfecha y vana, porque tenía en Marineda al capitán de la Bella Luisa , y si él no había querido convidarse a merendar «por el aquel del bien parecer», contaba con que la acompañaría al final de la función. Allí también Guardiana, penetrada de alegría por otra causa diversa: porque había traído consigo a dos de sus pequeños, el escrofuloso y la sordo—mudita; en cuanto al mayor, ni se podía soñar en llevarlo a sitio alguno donde hubiese gente, porque le entraba enseguida la «aflición». La niña sordo—muda miraba alrededor, con ojos reflexivos, aquel mundo del cual sólo le llegaban las imágenes visibles; por su parte el niño, que ya tendría sus trece años, y que hubiera sido gracioso a no desfigurarlo los lamparones y la hipertrofia de los labios, gozaba mucho de la fiesta, y se sonreía con la sonrisa inocente, semi—bestial, de los bobos de Velázquez. Guardiana no se mostró muy comedora: los mejores bocados los reservó para sus hermanos, y ella manifestó poco apetito.

      —¿Qué tienes, Guardia?—le preguntó la radiante Ana.

      —Mujer, algunos días parece que estoy así... cansada. He de ir a que me levanten la paletilla, porque imposible que no se me cayese.

      —Aprensiones, aprensiones. Canta el Joven Telémaco , Amparo.

      Amparo, y otras dos o tres del taller de cigarrillos, rendidas de calor y ahítas de comida, se habían tendido en una pequeña explanada, que formaba el glacis de la fortificación, adoptando diversas posturas, más o menos cómodas. Unas, desabrochándose el corpiño, se hacían aire con el pañuelo de seda doblado; otras, tumbadas boca abajo, sostenían el cuerpo en los codos y la barba en las palmas de las manos; otras, sentadas a la turca, alzaban cuándo la pierna izquierda, cuándo la derecha, para evitar los calambres. Por la seca hierba andaban esparcidos tapones de botellas, papeles engrasados, espinas de merluza, cascos de vaso roto, un pañuelo de seda, una servilleta gorda.

      Fuese efecto de la comida y del vinillo del país, ligero y alegre como unas pascuas, o del aire solano, que tiene especial virtud excitante de los nervios, hallábanse las muchachas alborotadas, deseosas de meterse con alguien, de gritar, de hacer ruido. Estaban ebrias, no del escaso mosto, sino del vaivén y mareo de la romería, de los colores chillones, de los sonidos discordantes: sólo la sordo—muda permanecía indiferente, con su límpida mirada infantil. La casualidad proporcionó a las briosas mozas un desahogo que tuvo mucho de cómico y pudo tener algo de dramático.

      Es el caso que vieron adelantarse y dirigirse hacia ellas un individuo de extraña catadura, alto y delgado, vestido con larga hopalanda negra, y acompañado de otro que formaba con él perfecto contraste, pues era rechoncho, pequeño y sanguíneo, y llevaba americana gris rabicorta. Al aspecto de la donosa pareja llovieron los comentarios.

      —El del gabanón parece un cura—dijo Guardiana.

      —No es cura—afirmó la Comadreja—. ¿No le ves unas patillitas como las de un padronés?

      —Pero, mujer, si lleva alzacuello.

      —¡Qué alzacuello! Corbata negra.

      —El gordo es un inguilis .

      —¡Ay Jesús; parece que le pintaron la barba con azafrán!

      —¿Y aquello qué es? ¡Madre mía de la Guardia!; un anteojo en un ojo solo, y colgado en el aire; ¡mira, mira!

      —Callar, que vienen para acá.

      —Vienen aquí en derechura.

      —No, mujer.

      —¡Dale! Vienen y vienen. ¿Te convences, porfiosa?

      —Es que les gustaste tú.

      —No, tú. El del azafrán viene a casarse contigo.

      —Pues a ti te mira mucho el clérigo mal comparado.

      —¡Chssss! Callar, que están cerca, alborotadoras de Judas.

      —¡Callaban! Que callen ellos si les da la gana.

      Y Amparo y Ana cantaron a dúo:

      Me gusta el gallo,

      Me gusta el gallo,

      Me gusta el gallo

      Con azafrán...

      No obstante estos primeros indicios de hostilidad, los dos graves personajes se aproximaban al corro, con mucha prosopopeya. El de la hopalanda, no bien se acercó lo suficiente, pronunció un «a los pies de ustedes, zeñoras», que hubiera provocado una explosión de carcajadas, si al pronto no pudiese más la curiosidad que la risa. ¡Tenía el bueno del hombre una voz tan rara, ceceosa a la andaluza, y una pronunciación tan recalcada!

      —Tengo el honor—prosiguió, metiendo las manos en los bolsillos de su inmenso tabardo—de ofrecer a ustedes un librito de lectura muy provechoza para el espíritu, y espero me dispenzarán el obsequio de repazarlo con atención. Yo le ruego reflezionen sobre el contenío de estos imprezo, zeñoras mías.

      Diciendo y haciendo, les presentaba tres o cuatro volúmenes empastados, y un haz de hojas volantes. Nadie estiró la mano para recoger los imprezo , y él fue depositando suavemente en los regazos de las muchachas el alijo. El inglés tripudo observaba el reparto con su fulgurante monóculo.

      —¡Así Dios me salve (Ana fue la primera en hablar), yo conozco a estos pajarracos! Oyes tú, Bárbara, ¿este no es el que puso la capilla en la cuadra?

      —El mismo... es el que berrea allí por las tardes.

      —¿El que le dio los cuartos a la Píntiga?

      —Sí, mujer.

      —Y este, ¿no dice que fue cura?

      —Dice que sí, allá en su país, y que ahora es cura de ellos, y está casado....

      —¡Casado!!!

      —Bueno, está... con una viuda. Ya tienen...—y la muchacha remedó burlescamente el llanto de un recién nacido.

      —¿Y el otro bazuncho?

      —Es el que...—y frotó el índice con el pulgar, ademán expresivo que significa en todas partes soltar dinero.

      Mientras duraban estas explicaciones en voz baja, Amparo había leído el título de algunos folletos: «La verdadera Iglesia de Jesús.... La redención del alma.... Cristo y Babilonia.... La fe del cristiano purificada de errores.... Roma a la luz de la razón...» . Entre los retazos del diálogo que llegaban a sus oídos y los fragmentos de hoja impresa en que fijaba la vista, penetró el misterio. Levantose grave, determinada, como el día que peroró en el banquete del Círculo Rojo.

      —Oiga usté—pronunció con tono despreciativo—, esto que nos ha dado usté no nos hace falta, ni para nada lo queremos. Vaya usté a engañar con ello a donde haya bobos.

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