Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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la Comadreja a Guardiana—, pero ese descarado ya vuelve a andar tras de la de García.

      —¡Bribón!—exclamaba Guardiana—. ¡Y quién lo ve, tan juicioso como parece!

      —Pues conforme te lo digo.

      —Amparo tampoco debió hacerle caso.

      —Mujer, uno es de carne, que no es de piedra.

      —¿Se te figura a ti que a cada uno le faltan ocasiones?—replicó la muchacha—. Pues si no hubiese más que.... ¡Madre querida de la Guardia! No, Ana; la mujer se ha de defender ella. Civiles y carabineros no se los pone nadie. Y las chicas pobres, que no heredamos más mayorazgo que la honradez.... Hasta te digo que la culpa mayor la tiene quien se deja embobar.

      —Pues a mí me da lástima ella, que es la que pierde.

      —A mí también. Lástima, sí.

      Ya todo el mundo se la daba. ¡Quién hubiera reconocido a la brillante oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha! Sin embargo, sus facultades oratorias no habían disminuido; sólo sí cambiado algún tanto de estilo y carácter. Tenían ahora sus palabras, en vez del impetuoso brío de antes, un dejo amargo, una sombría y patética elocuencia. No era su tono el enfático de la prensa, sino otro más sincero, que brotaba del corazón ulcerado y del alma dolorida. En sus labios, la República federal no fue tan sólo la mejor forma de gobierno, época ideal de libertad, paz y fraternidad humana, sino período de vindicta, plazo señalado por la justicia del cielo, reivindicación largo tiempo esperada por el pueblo oprimido, vejado, trasquilado como mansa oveja. Un aura socialista palpitó en sus palabras, que estremecieron la Fábrica toda, máxime cuando el desconcierto de la Hacienda dio lugar a que se retrasase nuevamente la paga en aquella dependencia del Estado. Entonces pudo hablar a su sabor la Tribuna, despacharse a su gusto. ¡Ay de Dios! ¿Qué les importaba a los señorones de Madrid... a los pícaros de los ministros, de los empleados, que ellas falleciesen de hambre? ¡Los sueldos de ellos estarían bien pagados, de fijo! No, no se descuidarían en cobrar, y en comer, y en llenar la bolsa. ¡Y si fuesen los ministros los únicos a reírse del que está debajo! ¡Pero a todos los ricos del mundo se les daba una higa de que cuatro mil mujeres careciesen de pan que llevar a la boca!

      Y al decir esto, Amparo se incorporaba, casi se ponía de pie en la silla, a pesar de los enérgicos y apremiantes ¡sttt!, de la maestra, a pesar del inspector de labores, que no hacía un momento estaba asomado a la entrada del taller, silencioso y grave.

      —¡Qué cuenta tan larga...—proseguía la oradora, animándose al ver el mágico y terrible efecto de sus palabras...—, qué cuenta tan larga darán a Dios algún día esas sanguijuelas, que nos chupan la sangre toda! Digo yo, y quiero que me digan, por qué nadie me contesta a esto, ni puede contestarme: ¿hizo Dios dos castas de hombres, por si acaso, una de pobres y otra de ricos?, ¿hizo a unos para que se paseasen, durmiesen, anduviesen majos, y hartos, y contentos, y a otros para sudar siempre y arrimar el hombro a todas las labores, y morir como perros sin que nadie se acuerde de que vinieron al mundo? ¿Qué justicia es esta, retepelo? Unos trabajan la tierra, otros comen el trigo; unos siembran y otros recogen; tú, un suponer, plantaste la viña, pues yo vengo con mis manos lavadas y me bebo el vino....

      —Pero el que lo tiene, lo tiene—interrumpía la conservadora Comadreja.

      —Ya se sabe que el que lo tiene, lo tiene; pero ahora vamos al caso de que es preciso que a todos les llegue su día, y que cuantos nacemos iguales gocemos de lo mismo, ¡tan siquiera un par de horas! ¡Siempre unos holgando y otros reventando! Pues no ha de durar hasta la fin de los siglos, que alguna vez se ha de volver la tortilla.

      —El que está debajo, mujer, debajito se queda.

      —¡Conversación! Mira tú, en París de Francia, el cuento ese de la Comun ... ¡Anda si pusieron lo de arriba para abajo! ¡Anda si se sacudieron! No quedó cosa con cosa... así, así debemos de hacer aquí, si no nos pagan.

      —¿Y allá, qué hicieron?

      Amparo bajó la voz.

      —Prender fuego... a todos los edificios públicos....

      Un murmullo de indignación y horror salió de la mayor parte de las bocas.

      —Y a las casas de los ricos... y....

      —¡Asús!, ¡fuego, mujer!

      —Y afusil... y afusil... ar....

      —¿Afusilar... a quién, mujer, a quién?

      —A... a los prisioneros, y al arzobispo, y a los cur....

      —¡Infames!

      —¡Tigres!

      —¡Calla, calla, que parece que la sangre se me cuajó toda!... ¿Y quién hizo eso? ¡Pues vaya unas barbaridás que cuentas!

      —Si yo no las cuento para decir que... que esté bien hecho eso de... de prender fuego y afusilar.... ¡No, caramba!, ¡no me entendéis, no os da la gana de entenderme! Lo que digo es que... hay que tener hígados, y no dejarse sobar ni que le echen a uno el yugo al cuello sin defenderse.... Lo que digo es, que cuando no le dan a uno por bien lo suyo, lo muy suyo, lo que tiene ganado y reganado.... Cuando no se lo dan, si uno no es tonto... lo pide... y si se lo niegan... lo coge.

      —Eso, clarito.

      —Tienes razón. Nosotras hacemos cigarros, ¿eh?, pues bien regular es que nos abonen lo nuestro.

      —No, y apuradamente no es ley de Dios esa desigualdá y esa diferiencia de unos zampar y ayunar otros.

      —Lo que es yo, mañana, o me pagan, o no entro al trabajo.

      —Ni yo.

      —Ni yo.

      —Si todas hiciésemos otro tanto... y si además nos viesen bien determinadas a armar el gran cristo....

      —¡Mañana... lo que es mañana! ¿Habéis de hacer lo que yo os diga?

      —Bueno.

      —Pues venir temprano... tempranito.

      A la madrugada siguiente los alrededores de la Fábrica, la calle del Sol, la calzada que conduce al mar, se fueron llenando de mujeres que, más silenciosas de lo que suelen mostrarse las hembras reunidas, tenían vuelto el rostro hacia la puerta de entrada del patio principal. Cuando esta se abrió, por unánime impulso se precipitaron dentro, e invadieron el zaguán en tropel, sin hacer caso de los esfuerzos del portero para conservar el orden; pero en vez de subir a los talleres, se estacionaron allí, apretadas, amenazadoras, cerrando el paso a las que, llegando tarde, o ajenas a la conjuración, intentaban atravesar más allá de la portería. Sordos rumores, voces ahogadas, imprecaciones que presto hallaban eco, corrían por el concurso, que se iba animando, y comunicándose ardimiento y firmeza. En primera fila, al extremo del zaguán, estaba Amparo, pálida y con los ojos encendidos, la voz ya algo tomada de perorar, y, sin embargo, llena de energía, incitando y conteniendo a la vez la humana marea.

      —Calma—decíales con hondo acento—, calma y serenidá... Tiempo habrá para todo: aguardar.

      Pero algunos gritos, los empellones, y dos o tres disputas

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