Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—¿Qué sucede?, ¿qué significa este escándalo?—preguntó a Amparo, a quien halló más próxima—. ¿Qué modo es este de entrar en los talleres?
—Es que no entramos hoy—respondió la Tribuna. Y cien voces confirmaron la frase—: No se entra, no se entra.
—No entran... ¿pues qué pasa?
—Que se hacen con nosotras iniquidás, y no aguantamos.
—No, no aguantamos. ¡Mueran las iniquidás! ¡Viva la libertá! ¡Justicia seca!—clamaron desde todas partes. Y dos o tres maestras, cogidas en el remolino, alzaban las manos desesperadamente, haciendo señas al inspector.
—¿Pero qué piden ustedes?
—¿No oyes, hijo? Jos—ti—cia—berreó una desvenadora al oído mismo del empleado.
—Que nos paguen, que nos paguen, y que nos paguen—exclamó enérgicamente Amparo, mientras el rumor de la muchedumbre se hacía tempestuoso.
—Vuelvan ustedes, por de pronto, al orden y a la compostura que....
—No nos da la gana.
—¡Que baile el can—can!
—¡Muera!
Y otra vez la sinfonía de pitos rasgó el aire.
—No pedimos nada que no sea nuestro—explicó Amparo con gran sosiego—. Es imposible que por más tiempo la Fábrica se esté así, sin cobrar un cuarto.... Nuestro dinero, y abur.
—Voy a consultar con mis superiores—respondió el inspector, retirándose entre vociferaciones y risotadas.
Apenas le vieron desaparecer, se calmó la efervescencia un tanto. «Va a consultar» se decían las unas a las otras... «¿nos pagarán?».
—Si nos pagan—declaró la Tribuna, belicosa y resuelta como nunca—, es que nos tienen miedo. ¡Alante! Lo que es hoy, la hacemos, y buena.
—Debimos cogerlo y rustrirlo en aceite—gruñó la voz oscura de la vieja—. ¡Fretirlo como si fuera un pancho... que vea lo que es la necesidá y los trabajitos que uno pasa!
—Orden y unión, ciudadanas...—repetía Amparo con los brazos extendidos.
Trascurridos diez minutos volvió el inspector acompañado de un viejecillo enjuto y seco como un pedazo de yesca, que era el mismo contador en persona. El jefe no juzgaba oportuno por entonces comprometer su dignidad presentándose ante las amotinadas, y por medida de precaución había reunido en la oficina a los empleados y consultaba con ellos, conviniendo en que la sublevación no era tan temible en la Granera como lo sería en otras Fábricas de España, atendido el pacífico carácter del país. No quisiera él estar ahora en Sevilla.
—¿Qué recado nos trae?—gritaron al inspector las sublevadas.
—Oíganme ustedes.
—Cuartos, cuartos, y no tanta parolería.
—Tengo chiquillos que aguardan que les compre mollete... ¿oyusté?, y no puedo perder el tiempo.
—Se pagará... hoy mismo... un mes de los que se adeudan.
Hondo murmullo atravesó por la multitud llegando a las últimas filas. «¿Él pagan, sí o no? pagan.... ¡Un mes...! ¡Un mes, para poca salú... no consentir... todo, todo junto!». Amparo tomó la palabra.
—Como usted conoce, ciudadano inspector... un mes no es lo que se nos debe, y lo que nos corresponde, y a lo que tenemos derechos inalienables e individuales.... Estamos resueltas, pero resueltas de verdá, a conseguir que nos abonen nuestro jornal, ganado honrosamente con el sudor de nuestras frentes, y del que sólo la injusticia y la opresión más impía se nos pueden incautar....
—Todo eso es muy cierto, pero ¿qué quieren ustedes que hagamos? Si la Dirección nos hubiese remitido fondos, ya estarían satisfechos los dos meses.... Por de pronto se les ofrece a ustedes uno, y se les advierte que despejen el local en buen orden y sin ocasionar disturbios.... De lo contrario, la guardia va a proceder al despejo....
—¡La guardia!, ¡que nos la echen!, ¡que venga! ¡Acá la guardia!
Cuatro soldados al mando de un cabo, total cinco hombres, bregaban ya en la puerta de entrada con las más reacias y temibles. No tenían, dijeron ellos después, corazón para hacer uso de sus armas; aparte de que no se les había mandado tampoco semejante cosa. Limitábanse a coger del brazo a las mujeres y a irlas sacando al patio: era una lucha parcial, en que había de todo: chillidos, pellizcos, risas, palabras indecorosas, amenazas sordas y feroces.
Pero sucedió que un soldado, al cual una cigarrera clavó las uñas en la nuca, echó a correr, trajo de la garita el fusil y apuntó al grupo: al instante mismo un pánico indecible se apoderó de las más cercanas, y se oyeron gritos convulsivos, imprecaciones, súplicas desgarradoras, ayes de dolor que partían el alma, y las mujeres, en revuelto tropel, se precipitaron fuera del zaguán, y corrieron buscando la salida del patio, empujándose, cayendo, pisoteándose en su ciego terror, arracimadas como locas en la puerta, impidiéndose mutuamente salir, y chillando lo mismo que si todas las ametralladoras del mundo es tuviesen apuntadas y prontas a disparar contra ellas.
Quedose en medio del zaguán la insigne Tribuna, sola, rezagada, vencida, llena de cólera ante tan vergonzosa dispersión de sus ejércitos. Para mostrar que ella no temía ni se fugaba, fue saliendo a pasos lentos y llegó al patio en ocasión que la guardia, aprovechándose de la ventaja fácilmente adquirida, expulsaba a las últimas revolucionarias, sin mostrar gran enojo. Por galantería, el soldado del fusil administró a Amparo un blando culatazo, diciéndole «Ea... afuera...». La Tribuna se volvió, mirole con regia dignidad ofendida, y sacando el pito, silbó al soldado. Después cruzó la puerta que se le cerró en las mismas espaldas con gran estrépito de gonces y cerrojos.
Al verse fuera ya, miró asombrada en torno suyo y halló que una gran multitud rodeaba el edificio por todos lados. No sólo las que estaban dentro, sino otras muchas que habían ido llegando, formaban un cordón amenazador en torno de los viejos muros de la Granera. La Tribuna, viendo y oyendo que sus dispersas huestes se rehacían, comenzó a animarlas y a exhortarlas, a fin de que no sufriesen otra vez tan humillante derrota. Ya las que habían sido arrojadas por los soldados, al contacto de la resuelta muchedumbre, recobraron los ánimos decaídos, y enseñaban el puño a la muralla profiriendo invectivas.
Hicieron ruidosa ovación a su capitana que empezó a recorrer las filas calentando a las que aún tenían recelo o no estaban dispuestas a gritar. Y eligiendo dos o tres de las más animosas, mandoles que arrancasen una de las desiguales y vacilantes piedras de la calzada, que se movían como dientes de viejo en sus alveolos, y, alzándola lo mejor posible, la condujesen ante la puerta que les acababan de cerrar en sus mismas narices. Brotó de entre los espectadores