Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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recogió el mantón, como para quedarse con los brazos libres.

      —Tú loqueas.... Anda a dormir.

      —O me dejas o me tiro al mar—respondió con tal acento de desesperación la muchacha, que Ana la soltó, y echó a andar a su lado, midiendo el paso por el de la terrible y colérica Tribuna.

      —Te digo que se la apedreo, mujer; tan cierto como que ahora es de noche y Dios nos ve. ¡Repelo!,¡no hay sino hacer irrisión de las gentes... de las infelices mujeres... de los pobres! ¿Pero tú has visto qué descaro, qué descaro tan atroz? En mi cara... en mi cara misma... ¡me valga san Dios!, ¡que esto no pasa entre los negros de allá de Guinea!

      —Bueno... y ahora ¿qué se hace con perderse... con ir a la cárcel, mujer?

      —Desahogarme, Ana... porque me ahogo, que toda la noche pensé que con un cordel me estaban apretando la nuez.... ¡Romperles los vidrios, retepelo!, ¡armar un belén, avergonzarlos, canario!, ¡y que no me piquen las manos y que duerma yo a gusto hoy!, ¡que tengo las asaduras aquí (señaló a la garganta) y el corazón apretao, apretao!

      —Pero mujer... mira, considera....

      —No considero, no miro nada....

      Este diálogo duraba mientras cruzaron las dos amigas el páramo de Solares en dirección al barrio de Arriba, por donde suponía Amparo que iba Baltasar acompañando a las de García hasta su casa. El aire frío y el silencio de las calles del barrio templaron, no obstante, la sangre enardecida de la Tribuna. Pareciole entrar en algún claustro donde todo fuese quietud y melancolía. No hollaba un transeúnte el pavimento, que resonaba con solemnidad, y cuando menos lo pensaban las dos expedicionarias, les cerró el paso una iglesia, la de Santa María Magdalena, alta, muda, con pórtico de ojiva, donde la luz de los faroles dibujaba los vagos contornos de los santos de piedra que se miraban inmóviles. Involuntariamente la Tribuna bajó la voz, y al cruzar por delante del pórtico se santiguó, sin darse cuenta de lo que hacía, y reportó y contuvo el paso. Ana iba a aprovechar la coyuntura para hacer a la determinada Tribuna mil reflexiones, a tiempo que un oficial, que volvía de la plaza de la Fruta, cruzó casi rozándose con ellas y sin verlas, cantando entre dientes no sé qué polca o pasodoble. Reconoció Amparo a Baltasar y echó tras él como el lebrel tras la res que persigue. ¿Oyó Baltasar las pisadas de la Tribuna y pudo reconocerlas? ¿O era solamente que iba deprisa? Lo cierto es que se perdió de vista al revolver de la esquina, y que, por muy diligentes que anduvieron las que lo seguían, no lograron darle alcance.

      —Voy a llamarle a la puerta—exclamó Amparo.

      —Mujer, ¿estás loca?... ¡una casa de la calle Mayor!—murmuró Ana con respetuoso miedo—. ¿Tú sabes la que se armaría?

      En horas semejantes la calle Mayor ofrecía imponente aspecto. Las altas casas, defendidas por la brillante coraza de sus galerías refulgentes, en cuyos vidrios centelleaba la luz de los faroles, estaban cerradas, silenciosas y serias. Algún lejano aldabonazo retumbaba allá... en lo más remoto, y sobre las losas el golpe del chuzo del sereno repercutía majestuoso. Amparo se detuvo ante la casa de los Sobrados. Era ésta de tres pisos, con dos galerías blancas muy encristaladas, y puerta barnizada, en la cual se destacaba la mano de bronce del aldabón. Y entre el silencio y la calma nocturna, se alzaba tan severa, tan penetrada de su importante papel comercial, tan cerrada a los extraños, tan protectora del sueño de sus respetables inquilinos, que la Tribuna sintió repentino hervor en la sangre, y tembló nuevamente de estéril rabia, viendo que por más que se deshiciese allí, al pie del impasible edificio, no sería escuchada ni atendida. Accesos de furor sacudieron un instante sus miembros al hallarse impotente contra los muros blancos, que parecían mirarla con apacible indiferencia; y de pronto, bajándose, recogió un trozo de ladrillo que la casualidad le mostró, a la luz de un farol, caído en el suelo, y con airada mano trazó una cruz roja sobre la oscura puerta reluciente de barniz, cruz roja que dio mucho que pensar los días siguientes a doña Dolores y al tío Isidoro, que recelaban un saqueo a mano armada.

       —XXXVII— Lucina plebeya

      Vestíase Amparo, antes de salir a la Fábrica, reflexionando que diluviaba, que de noche se habían oído varios truenos, que se quedaría gustosa en casa, y aún entre cobertores, si no necesitase saber noticias, excitarse, oír voces anhelosas que decían: «Ahora sí que llegó la nuestra.... Macarroni se va de esta vez... hay un parte de Madrí, que viene la república... mañana se proclama».

      Al salir de su fementido lecho, la transición del calor al frío le hizo sentir en las entrañas dolorcillos como si se las royese poquito a poco un ratón. Púsose pálida, y le ocurrió la terrible idea de que llegaba la hora. Volviose al lecho, creyendo que allí se calentaría: cerró los ojos y no quiso pensar. Un deseo profundo de anonadamiento y de quietud se unía en ella a tal vergüenza y aflicción, que se tapó la cara con la sábana, prometiéndose no pedir socorro, no llamar a nadie. Mas como quiera que el tiempo pasaba y los dolorcillos no volvían, se resolvió a levantarse, y al atar la enagua, de nuevo le pareció que le mordían los intestinos agudos dientes. Vistiose no obstante, y se dio a pasear por la estancia, a tiempo que una mano llamó a la puerta del cuartuco, y antes que Amparo se resolviese a decir «adelante», Ana entró.

      —¿Vienes?

      —No puedo.

      —¿Pasa algo, hay novedá?

      —Creo... que sí.

      —¿Qué sientes, mujer?

      —Frío, mucho frío... y sueño, un sueño que me dormiría de pie... pero al mismo tiempo rabio por andar... ¡qué rareza!

      —¿Aviso a la señora Pepa?

      —No... qué vergüenza.... Jesús, mi Dios.... Ana querida, no la avises.

      —¡Qué remedio, mujer! ¿Sigue eso?

      —Sigue... ¡infeliz de mí, que nunca yo naciese!

      —Acuéstate sobre la cama....

      Con su viveza ratonil, Ana arropó a la paciente, y ya se dirigía a la puerta, cuando una quebrantada voz la llamó.

      —Llévale la cascarilla a mi madre... dile que me duele la cabeza... no le digas la verdá, por el alma de quien más quieras....

      —Sí que no se hará ella de cargo....

      Amparo se quedó algo tranquila: sólo a veces un dolor lento y sordo la obligaba a incorporarse apoyándose sobre el codo, exhalando reprimidos ayes. Ana corría, corría, sin cuidarse de la lluvia, hacia la ciudad. Cerca de dos horas tardó, a pesar de su ligereza, en volver acompañada de un bulto enorme, del cual sólo se veían desde lejos dos magnos chanclos que embarcaban el agua llovediza, y un paraguazo de algodón azul con cuento y varillas de latón dorado. Bufaba la insigne comadrona y resoplaba, ahogándose a pesar del ningún calor y de la mucha y glacial humedad de la atmósfera; cuando penetró en la casucha, revolviose en ella como un monstruo marino en la angosta tinaja en que el domador lo enseña. Fuese derecha a la cama de la paralítica, y le dijo dos o tres frases entre lástima y chunga, que a esta le supieron a acíbar; cabalmente estaba deshaciéndose de ver que ni podía ayudar a su hija en el trance, ni acompañarla siquiera; aquella habitación era tan próxima a la calle, que ni soñaba en traer allí a la paciente.

      Consumíase la pobre mujer presa en su jergón, penetrada súbitamente de la ternura que sienten las madres por sus hijas mientras

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