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Pasose el entreacto en vivos comentarios acerca del drama, que causaba favorabilísima impresión. Personas grandes se limpiaban los ojos con el dorso de la mano haciendo tiernos momos de llanto. ¡Cuidado que se necesitaba talento y sabiduría para escribir piezas así! Sólo era irritante lo de dejar al espía con vida, porque de fijo, en el acto próximo, iba a salir con alguna barrabasada gorda. De tal suerte imperaba el entusiasmo, que nadie se ocupaba en mirar a la gente de abajo, a pesar de hallarse de bote en bote el coliseo; y como tardase en subir el telón, hubo pateos y aplausos impacientes y furiosos. Al fin dio principio el ansiado acto segundo.
Graduaba el autor hábilmente los efectos dramáticos, manejando con destreza los resortes del terror y la piedad. Ahora presentaba un mancebito que volvía de la lucha callejera a su casa, herido mortalmente, y consternando a su familia del modo que cualquiera puede figurarse. La actriz encargada de este interesante papel se había puesto sobre su cabello natural una peluca de ricitos cortos que la hacía semejante a un perro de aguas; circundaban sus ojos románticas ojeras marcadas al difumino; espesa capa de polvos de arroz imitaba la palidez de la agonía; llevaba americana muy floja para disimular la amplitud de las caderas, y entró tambaleándose y dando traspiés, con la mano apoyada en la región del pecho donde se suponía estar la herida. Por el paraíso circuló un rumor misterioso y profundo, el rugido opaco de la emoción que se comprime y refrena para mejor estallar después. Comenzó la escena de la despedida del moribundo y su familia. Cuando el padre, comandante de los voluntarios republicanos, dijo adiós al hijo confiándole la bandera, en unos versos que terminan así:
Lleva la palma en la mano
Mientras la patria en ofrenda
Te da este sudario en prenda...
y corriendo hacia la concha del apuntador y mudando la voz llorona en un vocejón estentóreo, gritó cerrando de puños:
¡Viva el pueblo soberano!
Los llantos histéricos de las mujeres fueron cubiertos, devorados por el clamor que se alzó compacto y fortísimo, repitiendo frenéticamente el ¡viva!, a la vez que un huracán de palmadas asordó el coliseo. Contagiados, electrizados por la exaltación del público, los actores se esmeraban, bordaban su papel, y, poseyéndose, se abrazaban en realidad y se daban verdaderas puñadas en el tórax. Amparo, con medio cuerpo fuera de la barandilla, palmoteaba a más y mejor.
Durante el segundo entreacto, las gentes prensadas en la cazuela se hallaron unas miajas más anchas y cómodas, ya sea porque su volumen se había ido sentando y acomodándose al espacio, ya porque algunas, indispuestas con tan alta temperatura, mal de su grado hubieron de retirarse. Ana logró, pues, revolverse y escudriñar con sus perspicaces ojos de gato los ámbitos del teatro todo. Dio un expresivo codazo a la Tribuna, que miró hacia donde le señalaba su amiga, y divisó a las de García en un palco platea.
Fijose especialmente en Josefina, que estaba elegante y sencilla, con traje de alpaca blanca adornado de terciopelo negro. A toda su familia, desde la madre hasta Nisita, les rebosaba el contento visiblemente; pero Josefina, en particular, no parece sino que se había esponjado con las buenas nuevas del pleito. La proximidad de la fortuna animaba, como un reflejo dorado, su tez, y hacía fulgecer en sus ojos chispas áureas. Recostada en la silla, gozaba beatíficamente del triunfo, exponiendo a la admiración de los inquilinos de las lunetas el cuerpecillo ajustado, púdico, la línea fugitiva que se elevaba desde la cintura al hombro, el gracioso manejo de abanico, el movimiento delicado con que subía los gemelos a la altura de las cejas. No acertaba Amparo a apartar los ojos de su vencedora rival, y a duras penas la distrajo de aquella contemplación acerba el principio del tercer acto.
Aparecía en éste un oficial del ejército, que, agradecido a la hospitalidad que le habían otorgado en la casa republicana, salvaba a su vez a los dueños de ella: patético rasgo, corona de todos los excelentes sentimientos que abundaban en el drama. Cuando más moqueaba la gente y se oían más jipíos y sollozos, Amparo sintió que su mirada, atraída por irresistible imán, se clavaba otra vez en el palco de García. Abriose la puerta de este, y entró Baltasar, ceñido el fino talle por un uniforme intachable; y después de saludar cortésmente a la madre y a las niñas, se sentó al lado de la mayor, arreglándose el pelo con la enguantada mano, y estirando levemente, con notable desembarazo, la tirilla. Dirigió a Josefina en voz baja dos o tres palabras que, según el movimiento con que las acompañó, debían ser: «¿Qué tal esto?». Y la de García alzó los hombros de un modo imperceptible, que claramente significaba: «Psh.... Un dramón muy cursi y muy populachero». Definida así la situación, Baltasar tomó familiarmente el abanico de la joven, y mientras lo cerraba y abría y le daba vueltas como para informarse bien del paisaje, se entabló una de esas conversaciones íntimas, salpicadas de coqueterías, de reticencias, de miradas intensas y cortas, de ahogadas risas, diálogos en que reina dulce abandono, que no serían posibles mano a mano y en la soledad, y nunca se producen mejor que entre el tumulto de un sitio público, ante miles de testigos, en el desierto de las multitudes.
—Pero no ves, mujer... ¡qué poca vergüenza!—exclamaba Ana señalando al grupo, del cual no se separaban las pupilas de Amparo—. Después del... del aviso, ¿no sabes?—añadió hablándole al oído.
La Tribuna no contestó. Ana ignoraba la destrucción del anónimo: Amparo, avergonzándose de su noble impulso, no quería confesarlo, temerosa de que la Comadreja la tratase de babiona y de pápara , y aun de que repitiese la carta por cuenta propia. Ahora... ahora, clavando las uñas en la franela roja del barandal, sentía que el corazón se le inundaba de hiel y veneno: nada, estaba visto que era tonta; ¿por qué no echó la carta en el correo? Pero no; esa miserable y artera venganza no la satisfacía; cara a cara, sin miedo ni engaño, con la misma generosidad de los personajes del drama, debía ella pedir cuenta de sus agravios. Y mientras se le hinchaba el pecho, hirviendo en colérica indignación, el grupo de abajo era cada vez más íntimo, y Baltasar y Josefina conversaban con mayor confianza, aprovechándose de que el público, impresionado por la muerte del espía infame que, al fin, hallaba condigno castigo a sus fechorías, no curaba de lo que pudiese suceder por los palcos. De Josefina, que tenía la cabeza vuelta, sólo se alcanzaban a ver los bucles del artístico peinado, la mancha roja de una camelia prendida entre la oreja y el arranque del blanco cuello, y la bola de coral del pendiente, que oscilaba a cada movimiento de su dueña.
Bien quisiera la Tribuna salir, librarse de la sensación lancinante que le producía tal vista; pero la gente que la rodeaba por todas partes, como las sardinas a las sardinas en la banasta, no le consentía moverse mientras el telón no se bajase. Un poco antes de terminarse el drama hubo de ver a las de García que se levantaban, y a Baltasar que les ponía los abrigos a todas con suma deferencia, empezando por la madre; después se cerró la puerta del palco, y quedose Amparo con las pupilas fijas maquinalmente en aquel espacio vacío. Aún tardó algunos minutos en comenzar el desagüe de la cazuela, y el estrepitoso descenso por las escaleras abajo. Cogiéronse Amparo y Ana de bracero, y empujadas por todos lados arribaron al vestíbulo y de allí salieron a la calle, donde el frío cortante de la noche liquidó al punto el sudor en que estaban ensopadas sus frentes. Sintió la Comadreja que el brazo de Amparo temblaba, y la miró, y le halló desencajada la faz.
—Tú no estás bien, chica... ¿qué tienes? ¿Te da algo por la cabeza?
—Suéltame—contestó con voz opaca la Tribuna—. A donde voy no me hace falta compañía.
—¡María