Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
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—No quiso explicar cuándo.
—¿Piensa él que estoy yo para esas calmas?
—Lo que él no tiene es gana de verte el pelo.
Amparo dejó caer la cabeza sobre el pecho, y su rostro se anubló con expresión tal de desconsuelo y enojo, que Ana la miró compadecida.
—Si algún día... si pronto... viene la república... la santa federal... ¡así Dios me salve, Ana... lo arrastro!
Ana se echó a reír con su delgada risa estridente.
—No seas tonta, mujer... no seas tonta... ¡para divertirlo y darle un mal rato no tienes que aguardar por república ni repúblico!
—¿Que no?
—¿Sabes lo que yo había de hacer? Pues esto mismo. Coger papel y pluma.... ¿Conoce tu letra?
—Nunca le escribí.
—Mejor. Pues escribirle a la de García una carta bien explicada, para que no se deje engañar por él.
—¿Un anónimo? ¡Quita allá!
—Un avisito... contándole lo que hizo contigo. No seas boba, anda, más merece.
Pasaba esta conversación a la salida de la Fábrica; Ana llevó a Amparo a su casa, en la calle de la Sastrería. Subieron a un cuartuco; la Comadreja dio a su amiga recado de escribir, y entre las dos compusieron la siguiente epístola, que fielmente se traslada a la estampa: «Estimada Srta.: halguien que la estima le abisa que quien se guiere casar con Usté tiene compormetida huna Chica onrada, y lea dado palbra de casarse con ella. Es el de Sobrado, parque Usté no dude, y Usté se iformará y veraque es verdá. Q. b. s. m. Un afetísimo amigo». La Comadreja cerró, dictó sobre y señas, puso lacre fino del que ella usaba para escribir a su capitán, pegó un sello, y dijo a la Tribuna:
—Ahora, de paso que vuelves a tu casa, la echas en el correo con disimulo.
Al bajar la escalera, estrecha y oscura como boca de lobo, zumbábanle a Amparo los oídos y apretaba convulsivamente la carta, llevándola oculta bajo el mantón. La oprimía como oprimiría un puñal, con vengativo empeño y no sin cierto interior escalofrío. Se representaba a la orgullosa señorita de García rompiendo el sobre, leyendo, palideciendo, llorando...—¡Que pene!—decíase a sí propia la oradora—. ¡Que sufra como yo!... ¿Y qué tiene que ver? Si ella pierde un pretendiente, yo he perdido la conducta y cuanto perder cabe...—Después pensaba en Baltasar... y en los Sobrados todos...—. ¡Ah!, ¡buen chasco esperaba a la avarienta de la madre, que contaba con establecer brillantemente a su hijo! No la habían querido a ella... pues ahora iban a verse desairados a su turno.... ¡Ya probarían lo bien que sabe!
Se le presentaban estas ideas a medida que adelantaba por la calle de la Sastrería, calle torcida, mal empedrada, en cuyos adoquines tropezaba de vez en cuando, mientras la luz vaga de los faroles del alumbrado público, proyectándose un momento, arrojaba a las paredes blanqueadas de las casas su silueta furtiva, de líneas desfiguradas, fantasmagóricas, prolongadas por la funda del pañuelo. En la oscura noche invernal, caminando con paso atentado para salvar los charcos que dejó la lluvia de la tarde, parecíale a Amparo ir a cometer un delito, y, herida, sintiendo el dolor de su agravio, este pensamiento la embriagaba. Maquinalmente, al llegar a la entrada de la calle estrecha de San Efrén bajó una mano para recoger el vestido que se iba manchando de barro, y al hacerlo aflojáronse sus dedos y dejó de apretar la carta, cuyo satinado papel le acariciaba las falanges.... Al cruzar la travesía del Puerto, su cabeza pareció despejarse, y vio el escaparate de la tercena y el buzón, con las fauces abiertas, como voceando «aquí estoy yo». Amparo soltó el vestido y sacó de debajo del mantón la mano derecha y la misiva.... Detúvose antes de alzar el brazo.
—¡Un anónimo!—pensaba.
Su indómita generosidad popular se despertó. La pequeñez de la villana acción se le hacía muy patente al ir a perpetrarla.
—Debí decirle a Ana que la echase ella.... Yo no tengo cara a esto —murmuró entre sí—. Y si no la echo me llamará boba.... Pues mejor. ¡Esto es indecente!—balbució adelantando la carta hasta tocar con el buzón—. No, repelo—exclamó casi en voz alta bajando la mano—. Esto es una cochinada.... ¡Más vale ahogarlos donde los encuentre!
Dio precipitadamente la vuelta y se metió por un callejón que lindaba con la travesía del Puerto, desembocando en el muelle. Ofreciose de pronto a sus ojos el agua negra de la bahía, que no alumbraban la luna ni las estrellas, y donde los barcos inmóviles parecían más negros aún. Arrimose al parapeto. Una brisa salitrosa, picante, le envolvió la faz. Despejósele completamente el cerebro, y con viveza suma hizo pedazos la epístola anónima. Los blancos fragmentos revolotearon un instante, como voladoras falenas, y cayeron sordamente en el agua, que chapoteaba contra el muro del embarcadero.
—XXXVI— Ensayo sobre la literatura dramática revolucionaria
No hay remedio, esto se va y lo otro avanza a galope. ¿Cuándo se retira Amadeo? ¿Hoy? ¿Mañana? Y si el italiano no perdió de vista todavía la tierra española, ya es como si viviésemos en plena república; no estará proclamada, pero ¿qué más da? Todo el mundo cuenta con ella de un instante a otro. Sólo bajo la monarquía de merengue que se va derritiendo y consumiendo al calor de la revolución podía ser representable el drama que anunciaban los carteles del coliseo marinedino, Valencianos con honra. Aunque Amparo no iba a parte alguna, tanto oyó hablar de lo intencionado y subversivo que era el drama famoso, y de cómo pintaba a los republicanos tal cual son y no según los ennegrece el pincel reaccionario, que resolvió asistir. Instalose con Ana en el paraíso, donde se amontonaba inmensa concurrencia, que les metía los pies por la cintura, los codos por las ingles; a duras penas lograron las dos muchachas apoderarse de su sitio; al fin consiguieron embutirse de medio lado en delanteras, y allí se mantuvieron prensadas, comprimidas, sin ser dueñas ni de enjugarse el sudor de la frente. El calor era espeso, asfixiante. Al alzarse el telón vino una bocanada de aire más respirable a aquel horno; poco duró, pero al menos dio ánimos para atender a las primeras escenas del drama.
El cual merecía bien que se sufriese la asfixia y otros géneros de tortura, a trueque de verlo representar. Desde la exposición tuvo conmovidos y suspensos a los espectadores. No podía ser de más actualidad el argumento, basado en los sucesos políticos de Valencia de 1869. Jugaba en el enredo un espía, un vil espía, perseguidor y delator de una familia republicana a machamartillo. Perdonado este pícaro en el primer acto por los magnánimos conspiradores a quienes vendió, claro está que no había de enmendarse, y que en los actos siguientes volvería a hacer de las suyas; no lo creyeron así los protagonistas del drama, pero en cambio la concurrencia de la cazuela lo presintió, y en medio del calor sofocante se oían voces ahogadas de emoción exclamando: «¡Ay! ¿Para qué perdonarán a ese tunante?... ¡Ya verás cómo los ha de vender otra vez!... ¡Como yo le atrapase no le soltaba, no!». Verdad es que si el bellaco del espía era tan malo que no tenía el diablo por donde cogerlo, en cambio los personajes republicanos ofrecían modelos de lealtad y dechados de virtudes. Cuando en el mismo acto primero una esposa se abraza a su marido, que parte al combate, declarando con noble resolución que quiere seguirle y compartir los riesgos de la lid, Amparo sintió como un nudo, como una bola que se le formaba en la garganta, y haciendo un supremo esfuerzo, se agarró a la barandilla de la cazuela y gritó «¡bien!... ¡muy bien!» dos o tres veces, luciendo su voz de contralto. Era aquel drama el mismo que ella había soñado en otro tiempo, cuando llegaron a Marineda los delegados de Cantabria, de cuyos riesgos y aventuras