E-Pack Bianca y Deseo octubre 2020. Varias Autoras

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      –¿Y qué se supone que debo hacer ahora? –preguntó Minerva, furiosa–. Pensé que cenaríamos juntos. Es nuestra noche de bodas.

      Dante la miró con escepticismo.

      –Oh, vamos, no me digas que esperabas una noche tradicional.

      Ella abrió la boca, la volvió a cerrar y, por fin, replicó:

      –Por supuesto que no. No debemos consumar el matrimonio, ¿recuerdas? Eres católico y, de lo contrario, no nos podríamos divorciar.

      Él soltó una carcajada.

      –Te agradezco que te preocupes por mi confesión religiosa, pero te aseguro que no lo he olvidado.

      –Me alegro.

      –Me tomo muy en serio la religión.

      –Ya –dijo, clavando en él sus ojos verdes.

      –Bueno, te buscaremos algo de comer. No queremos que pases hambre, ¿verdad?

      Minerva lo siguió a la cocina, donde él abrió el frigorífico, que contenía una gran variedad de embutido y quesos, además de comida preparada. Dante sabía cocinar; pero no se le daba especialmente bien, así que siempre se encargaba de que la plantilla de la casa mantuviera un buen surtido de alimentos.

      –Puedes empezar con queso –dijo él, dejándolo en la mesa de la cocina.

      Minerva, que llevaba a Isabella en brazos, aceptó las cosas que le empezó a ofrecer.

      –¿Prefieres carne? ¿O pescado?

      –Carne –contestó ella–. El pescado no me gusta mucho.

      –Supongo que eso significa que te comerás toda la carne que hay durante nuestra estancia.

      –Si prefieres que te coma a ti…

      –No, gracias.

      Mientras él calentaba el guiso de carne, ella se sentó, se tomó un pedazo de queso y, a continuación, alcanzó un dátil. Estaba tan bueno que dejó escapar un gemido, y Dante apretó los dientes con desesperación.

      –Qué delicia… –dijo ella.

      –¿Ya no estás enfadada?

      –Nadie podría estar enfadado con algo tan exquisito.

      –Tú, sí.

      –Vaya, me halagas.

      Dante tuvo la extraña sensación de que lo había dicho en serio. Pero le sirvió la carne y le puso el plato en la mesa, dándose cuenta de que estaba acostumbrada a que la sirvieran.

      –¿Puedes encargarte de Isabella mientras como?

      La mente de Dante se llenó de dudas y, por primera vez en muchos años, se preguntó si no habría calculado mal la situación. Había supuesto que podría trazar una línea entre lo público y lo privado y, por supuesto, que no tendría que hacer nada con la pequeña. Sin embargo, Min no parecía ser de la misma opinión.

      ¿Qué sabía él de bebés? Nada en absoluto. Ni tenía experiencia al respecto ni quería tenerla. Y no iba a permitir que un simple bebé lo derrotara.

      Pero Min no podía comer si no tenía las manos libres, lo cual significaba que se tendría que encargar de la pequeña.

      –Sí, claro –respondió, brusco–. Pásamela.

      –Deberías mejorar tu tono de voz –dijo ella, depositándola en sus brazos.

      Minerva se puso a comer, y él reflexionó brevemente sobre la condición humana y la fragilidad de Isabella, que casi no pesaba nada. ¿Cómo era posible que algunos adultos fueran capaces de abandonar a criaturas tan desvalidas?

      –Lo mataré –afirmó Dante–. Mataré a ese hombre por lo que te ha hecho.

      –Me sorprendes. No esperaba que dijeras algo así.

      –Pues es cierto. Te ha tratado muy mal. Pero, sobre todo, la ha tratado mal a ella.

      –Vaya, muchas gracias.

      –Somos adultos, Minerva, y debemos responder por nuestros actos. Esta niña no ha hecho nada, salvo nacer en un mundo terrible. No puede valerse por sí misma. Su supervivencia y su seguridad depende de las personas que la rodean.

      –Lo sé. Por eso estaba dispuesta a hacer lo que fuera por mantenerla a salvo.

      Él asintió.

      –Sí, sé que comprendes esas cosas.

      –Desde luego que las comprendo. Y tenía que hacer algo, Dante. Tenía que asegurarme de que estaría protegida.

      Minerva guardó silencio durante un rato. Pero, de repente, la niña eructó y vomitó sobre la camisa de Dante.

      –¡Oh, no! –dijo Min, levantándose de la silla–. Cuánto lo siento.

      Minerva alcanzó a la niña, y él se quitó la camisa por encima de la cabeza.

      –Se la dejaré a los empleados, para que la lleven a la lavandería.

      –¿Los empleados? –preguntó ella, clavando la vista en su fuerte pecho.

      –Sí, pero no estaremos cuando vengan, así que no nos verán –explicó Dante–. Es un riesgo necesario. Necesitamos que alguien nos traiga comida y se encargue de la limpieza.

      –Sí, supongo que sí –declaró, sin apartar la vista de su pecho.

      –Minerva, mis ojos están más arriba…

      Ella se ruborizó, y él se llevó una pequeña sorpresa. Por lo visto, se sentía atraída por él y, por lo visto, era incapaz de disimularlo.

      –Sé dónde están tus ojos –dijo Min cuando recuperó el habla–. Y también sé que tus camisas están arriba… Lo digo por si quieres ponerte otra.

      –No, estoy perfectamente cómodo. ¿Y tú?

      Ella carraspeó.

      –No, pero no es por ti, sino porque aquí hace calor –mintió–. Creo que voy a dar un paseo por la playa.

      Él arqueó una ceja.

      –¿En serio?

      –Sí.

      Dante jamás habría imaginado que una mujer adulta pudiera sentirse tan incómoda ante la visión del pecho de un hombre; pero, por mucho que le agradara su incomodidad, no supo cómo tomárselo. Estaba acostumbrado a las miradas coquetas, a las caricias y a los gemidos, no al miedo.

      –Hay tarta –le dijo.

      Min ladeó la cabeza.

      –¿En

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