Reclamada por el griego. Pippa Roscoe
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¿Había sido un perverso giro del destino que ese descubrimiento hubiese coincidido con la segunda carrera de la Hanley Cup y que hubiese tenido que volver a Dublín no solo por El Círculo de los Ganadores, sino porque su ayudante había hecho una transferencia de cincuenta mil euros a una cazafortunas que había…?
La llamada de su teléfono se abrió paso en sus pensamientos como un cuchillo.
–Kyriakou –contestó al dispositivo de manos libres.
–Señor, tengo la información que usted… para…
–¿Sí?
–Es… precipitado… No puedo garantizar… divulgación…
–Michael, te cortas. La cobertura es espantosa –gruñó Dimitri con desesperación porque el embrollo iba creciendo–. ¿Puedes oírme?
–Sí, señor… Sobre…
–Mira, puedes mandarme el archivo por correo electrónico y lo leeré luego, pero, por ahora, me conformo con lo más importante.
–Mary Moore… años… Una hija… Anna… sin padre en la partida de nacimiento. Detenciones por embriaguez y… alteración del orden público…
Dimitri soltó un improperio. No podía creérselo. ¿La mujer que se había derretido entre sus brazos era una bebedora y tenía antecedentes penales?
–Muy bien, ya he oído bastante. Pásame la factura y me ocuparé de que el pago…
–Un momento, señor, hay… usted tiene…
–Se corta la señal. Leeré todo el informe cuando pueda abrir al correo electrónico.
Dimitri dio por terminada la llamada sin apartar la mirada de la carretera ni un segundo. Si antes había creído que estaba enfadado, eso no era nada en comparación con la furia que se había adueñado de él. Miró al hombre que estaba sentado, sin abrir la boca, en el asiento del acompañante. Era el único hombre, fuera de El Círculo de los Ganadores, en el que confiaba. David Owen había sido su abogado durante más de dieciocho años.
–En este momento, legalmente, no puedes hacer gran cosa –comentó David sin mirarlo–. Lo único que tienes es la petición de cincuenta mil euros y una foto en blanco y negro, muy granulosa, de una niña pequeña.
Sin embargo, había bastado para que Dimitri reconociera a la niña como suya. Era idéntica a él a esa edad; el pelo oscuro, tupido y rizado y algo indescriptible, pero cautivador, en los enormes ojos marrones.
–No tienes ninguna prueba de que la niña sea tuya.
–No me hace falta, David. Lo sé. Sé que lleva mi sangre. Los plazos coinciden y tú también has leído el correo y has visto la foto.
David asintió con la cabeza y a regañadientes.
–Podríamos meter a los servicios sociales, pero eso le daría publicidad y provocaría un escándalo.
–No. El nombre Kyriakou no se va a ver salpicado por más escándalos. Además, tardaría demasiado. Si estás aquí, es para que me ayudes a conseguir lo que quiero sin todo eso. No puedo permitirme que la prensa se entere todavía. Está claro que a la madre solo le interesa el dinero. Un poco de jerga legal podría ayudar a… facilitar las cosas, por decirlo de alguna manera.
El navegador GPS del teléfono le indicó que tenía que tomar el siguiente desvío a la izquierda. Dimitri no tenía ni idea de cómo había encontrado el camino a esa casa de huéspedes hacía tres años.
–¿Estás seguro? –insistió David–. Como ya te he dicho, legalmente, tu posición no es muy sólida.
–Ella perdió el derecho a todo respaldo legal cuando intentó chantajearme –replicó Dimitri.
¿Cómo habían podido engañarlo otra vez? ¿Cómo había podido permitir que pasara?
Durante el inmerecido encarcelamiento, durante los catorce meses que había pasado entre rejas como un animal, había recordado aquella noche, la había recordado a ella, como una luz resplandeciente en la oscuridad. Un momento completamente suyo, que solo conocían ellos dos. Había vivido de sus sonidos de placer, de los gritos de éxtasis, de cuando descubrió, con asombro y un placer muy íntimo, que ella era virgen. Lo había atesorado todo dentro de él y le había permitido sobrellevar lo peor del tiempo que había pasado en la cárcel.
¿Su inocencia le había engañado? ¿Había sido virgen de verdad? Hasta él tuvo que reconocerse que no había duda de eso. Era posible que fuese lo único verdadero de Mary Moore. En cuanto a todo lo demás… Le había mentido, le había ocultado un secreto, pero se arrepentiría el resto de su vida porque nada le impediría que reclamara a su hija.
Anna contuvo la respiración mientras la lluvia caía con más fuerza todavía. Se le metía por el cuello del chaquetón impermeable que se había puesto por encima de los hombros cuando contestó la llamada telefónica, pero no había tenido la serenidad de tomar un paraguas. Metió la mano en el bolsillo y sacó lo único que podía protegerle un poco de los elementos, y fue tan irónico que le recordó un poco más la situación tan lamentable en la que estaba.
Se puso el amplio sobre en la cabeza y se empapó enseguida. El agua le cayó por la manga del chaquetón y le mojó la camiseta de algodón. Le daba igual que la carta se empapara porque se la sabía de memoria.
Lamentamos informarle que… debido al retraso en los pagos… según las condiciones de la hipoteca… el derecho de ejecución…
Estaba a punto de perder la pequeña casa de huéspedes que había heredado de su abuela, el sitio donde habían nacido y se habían criado su madre y ella. Quizá no hubiese sido el porvenir que se había imaginado para sí misma, pero sí era el único al que podía aferrarse para sacar adelante a su hija. ¿Cómo era posible que su madre hubiera conseguido ocultárselo? Mary Moore estaba siempre alelada, pero Anna supuso que ese era uno de los misterios de ser alcohólico. Su madre, incluso en el peor estado, conseguía disimular, ocultar, mentir…
A pesar de la lluvia, podía oír la música y las voces que llegaban desde el único edificio con indicios de vida en la carretera. La luz se filtraba por las ventanas empañadas, pero no llegaba a iluminar los bancos mojados del patio. Se preparó para lo que estaba segura que sería una visión dolorosa.
Abrió la puerta del pub y los hombres que estaban en la barra dejaron de hablar y se dieron la vuelta para mirarla fijamente. Siempre la miraban fijamente. El color de su piel, lo único que le había dejado su padre vietnamita después de abandonarlas nada más nacer ella, siempre la había marcado como foránea, siempre había sido un recordatorio de la humillación de su madre. Se guardó el sobre empapado en el bolsillo y se pasó una mano por el pelo para retirar las gotas que todavía le colgaban de los delicados mechones. El espeso ambiente olía a cerveza tibia y a cigarrillos apagados que se habían fumado furtivamente después de la prohibición.
Miró al dueño, quien la miró a los ojos casi desafiantemente.
–¿Por qué le habéis servido? –le preguntó Anna.
–Tenía el dinero… –contestó él encogiéndose