Reclamada por el griego. Pippa Roscoe
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¿Cómo se había producido todo ese embrollo? Se había quedado estupefacta por las acusaciones de Dimitri, por su presencia… por todo. Se había obligado, durante diecinueve meses, a olvidarse de cualquier esperanza de que fuera a buscarla, de que su hija no fuera a criarse con la misma sensación de rechazo que todavía sentía ella en gran medida. Esa era la cuestión, su padre no había sido alguien ausente, algo pasivo, se había marchado, había decidido abandonarlas a ella y a su madre. Sintió la adrenalina que le hervía en las venas e hizo un esfuerzo sobrehumano para no salir corriendo. En cambio, se aferró a lo que le había dicho al abogado. Tenían que encontrar una salida, sobre todo, cuando él ya sabía que tenía una hija y afirmaba que la quería. ¿Acaso no era eso lo que había soñado cuando intentó hablar con él? Jamás habría elegido criar a su hija sin la presencia de un padre… como la habían criado a ella.
Miró a su hija en la cuna y se maravilló de lo grande que estaba. Tenía veintisiete meses y se había agarrado a los barrotes de la cuna antes de tumbarse y la había mirado con sus ojazos marrones. Ella le había apartado un rizo de la frente, se había inclinado y le había susurrado algo.
–Todo va a salir bien, cariño.
Esperó hasta que oyó que su hija respiraba apaciblemente, hasta que supo que ya no podía alargarlo más, y se dio la vuelta para marcharse.
Sin embargo, Dimitri estaba en la puerta.
¿Cuántas veces se lo había imaginado allí? ¿Cuántas veces durante las noches en vela con Amalia, cuando le salían los dientes, cuando lloraba, cuando ella había estado tan agotada que no podía ni llorar? Habría dado cualquier cosa por haberlo visto allí, por haber tenido un apoyo, algo que la hubiese ayudado a aliviar el peso de ser la única que la criaba…
Sin embargo, cuando había oído cómo el abogado, aunque ya sabía que era su ayudante, se la quitaba de en medio como a otra de las muchas mujeres que le reclamaban algo a Dimitri, se dio cuenta de que no lo había conocido en absoluto. Todas las noches se había aferrado a la incredulidad sarcástica que había captado en la voz de Tsoutsakis para recordarse que había hecho bien al colgarle antes de desvelarle algo más sobre su hija o sobre sí misma.
Sin embargo, ¿qué importaba todo eso en ese momento, cuando estaba allí, delante de ella? ¿Qué importaba que no hubiese sido él, personalmente, quien había rechazado a su hija o que hubiese sido inocente de las acusaciones que lo habían llevado a la cárcel y la habían convencido de que no podía permitir que un delincuente fuese el padre de su hija?
–Ni siquiera sé cómo se llama…
Anna percibió toda una serie de sentimientos en esa frase; dolor, arrepentimiento, rabia…
–Se llama Amalia.
Por un instante, pareció como si hubiese recibido un puñetazo en el pecho. Cerró los ojos fugazmente, pero ya llevaba una máscara cuando los abrió.
–Es mía.
Fue una afirmación, no una pregunta, pero, a pesar de esa supuesta arrogancia, Anna supo que necesitaba que lo dijera ella, era como si él estuviese conteniendo el aliento.
Pensó mentirle. Todo se acabaría. Dimitri volvería a Grecia o a Estados Unidos o a donde fuera que viviera y la vida volvería a ser como siempre. Ella seguiría ocupándose de la casa de huéspedes, seguiría ocupándose del alcoholismo de su madre y seguiría ocupándose, sola, de su hija. Sin embargo, no podía. Sabía muy bien lo que era criarse sin padre en un pueblo pequeño, con el estigma de no ser deseada ni querida. Sabía las preguntas que le haría su hija porque las había hecho ella misma. «¿Dónde está papá?» «¿Papá no me quería?»
Los ojos de Dimitri se oscurecieron más todavía mientras ella le hacía esperar.
–Sí, es tu hija.
–¿Cómo? –preguntó él en tono tajante–. Tuvimos cuidado todas las veces, tuvimos cuidado…
Ella también se lo había preguntado una y otra vez durante el embarazo y tuvo que revivir, una y otra vez, aquella noche, todo lo que habían hecho, para intentar encontrar el momento exacto en el que su hija fue concebida.
–Los preservativos fallan algunas veces.
Anna repitió lo que le había dicho una doctora que la había mirado con compasión y lo siguió al pasillo después de haber dejado entreabierta la puerta de Amalia.
Dimitri se dio la vuelta para mirarla.
–¿Cómo pudiste… ocultármelo?
Esa era la discusión que había esperado, la que había ensayado por las noches cuando supo, intuitivamente, que él volvería para reclamar a su hija. Por eso había dedicado horas, meses, a escribir cartas, a dejar por escrito sus pensamientos, sus vivencias y sus sensaciones desde que Amalia nació. Cartas que no había mandado y que nadie había leído porque las había dirigido al padre de su hija… y no conocía a ese hombre.
–Te detuvieron por fraude a las pocas horas de marcharte de mi cama. ¿Cómo iba a ofrecerle el hijo que estaba esperando a un hombre que no conocía casi y que estaba en la cárcel?
–Me encarcelaron injustamente –replicó él con rotundidad.
–¡No podía saberlo! Cuando lo supe… –Anna gruñó con frustración–. Ya sabes lo que me dijeron. Será mejor que sigamos hablando de esto mañana por la mañana. Los dos necesitamos dormir. Al menos, yo lo necesito.
No volvió a decir «por favor» en ningún momento. Sabía que cualquier indicio de debilidad sería como una mancha de sangre para los tiburones. Contuvo la respiración y esperó hasta que él asintió, casi imperceptiblemente, con la cabeza.
Lo llevó por el pasillo hasta una habitación. Efectivamente, era la habitación más pequeña, pero estaba dispuesta a aprovechar todas las victorias que pudiera. ¿Eso la convertía en rastrera? Seguramente, pero estaba tan cansada que le daba igual.
Sin embargo, no había estado preparada para ver ese cuerpo tan grande en esa habitación tan pequeña, no se había preparado para la oleada de recuerdos de la noche que pasaron bajo ese mismo techo.
Él había irrumpido en su vida cuando estaba en su momento más bajo, cuando se había sentido impotente por las decepciones de sus dos padres, cuando solo había querido algo para sí misma por una vez en su vida, en una noche en la que no había querido anteponer las necesidades de los demás a las propias.
Había intentado convencerse de que solo tomaría una copa, de que solo le permitiría un beso, de que solo habría caricias… Después del placer que él le había dado intentó convencerse de que solo quería una noche, pero había sido mentira.
Hasta que se despertó sola. El dolor sordo que sintió en el corazón le había sofocado el placer y la necesidad temeraria de pasar una noche desaforada y furtiva, pero no se había arrepentido de aquella