Reclamada por el griego. Pippa Roscoe
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–Mary Moore es culpable de todas las acusaciones que ha vertido contra ella y ha sido quien se ha puesto en contacto con usted para pedirle dinero, pero yo no soy Mary Moore, soy Anna Moore. Además, si vuelve a levantarme la voz delante de mi hija, ¡lo echaré yo misma!
En su cabeza, le había gritado, había arrojado esas palabras contra la coraza invisible que él parecía llevar puesta, pero, en realidad, había tenido en cuenta a su hija, había sido una madre que no haría nada que pudiera alterar a su hija. Sin embargo, lo había pillado con el pie cambiado, podía notarlo por su expresión de pasmo, como si intentara asimilar lo que había oído, y estaba dispuesta a aprovechar la ventaja.
–Llamaré a la policía si hace falta –siguió Anna–. Con sus antecedentes, aunque lo hayan exculpado, se pondrán de mi lado, al menos, esta noche.
Le enfureció la sonrisa burlona que esbozaron sus despiadados labios.
–Mi abogado me sacaría al cabo de una hora.
–¿El mismo abogado que me dijo que ya me había… «liquidado como a la última» cuando intenté decirle a usted que teníamos una hija?
Dimitri se dio media vuelta para mirar a David con perplejidad. David, sin embargo, pareció tan perplejo como él.
–Yo no fui –su amigo sacudió la cabeza–. No sé nada de ese asunto.
–¿Cuándo ocurrió eso? –preguntó Dimitri con incomodidad por las arenas movedizas que estaba pisando.
–Hace diecinueve meses, cuando te soltaron –volvió a tutearlo–, llamé a tu oficina. Es posible que creas que te oculté intencionadamente a nuestra hija, pero intenté ponerme en contacto contigo –él, a regañadientes, se dio la vuelta para mirarla a los ojos y ver la verdad que había en lo que decía–. Según él, era el señor Tsoutsakis, no creo que vaya a olvidarme fácilmente.
–Dios mío, es mi exayudante y te aseguro que no volverá a trabajar…
Dimitri seguía intentando asimilar la idea de que Anna había intentado hablar con él para algo que no era chantajearlo o pedirle dinero.
–Me da igual quién fuera. Me dijeron, inequívocamente, que me pagarían como habían hecho con los centenares de mujeres que, según él, estaban esperando al heredero del banco Kyriakou. Yo no tenía, ni tengo, la más mínima intención de recibir dinero tuyo, o de privar de la manutención a ninguno de tus hijos ilegítimos.
–No tengo más hijos –gruñó él entre dientes–. Cuando… Cuando me detuvieron, algunas… mujeres declararon que yo era el padre de toda una serie de hijos…
Esos intentos sórdidos de extorsionarlo habían apagado la última y leve esperanza que había tenido en la integridad de las personas. Le pareció una atrocidad utilizar a los hijos de esa manera. En total, cuatro mujeres se habían subido al carro equivocado y habían dado por supuesto que pagaría a cambio de su silencio. Sin embargo, ninguna de ellas, ni sus dos exnovias ni las dos desconocidas que afirmaban haber tenido una aventura con él, habían sabido que él no dejaría, nunca jamás, que un hijo desapareciera de su vida. Tuvo que hacer un esfuerzo para no extender la mano hacia Anna.
–Te juro que no ha habido ni más mujeres ni más hijos –añadió Dimitri.
–¿Y tengo que creerte sin más? –le preguntó ella sin disimular el desdén–. Entonces, ¿este es tu abogado? Dígame, señor abogado, ¿qué diría un tribunal sobre un hombre que se presenta inesperadamente a las diez y media, que me acusa de ebriedad y de conducta desordenada, que me espanta tres clientes y ocasiona un daño irreparable a mi reputación profesional, que me amenaza con arrebatarme a mi hija y que intenta extorsionarme?
Entonces, por fin, su hija empezó a llorar.
–Estás alterándola –le acusó Dimitri.
–No, tú estás alterándola.
Dimitri, que se sentía cada vez más inseguro, presionó más sin hacer caso de las campanas de alarma que sonaban en su interior.
–Eso es lo de menos. Tienes que hacer el equipaje. Recoge tus cosas, nos marchamos.
La orden le sonó ridícula hasta a él mismo, pero no pudo evitarlo. Los recuerdos de su infancia se abrían paso dentro de él y lo desquiciaban.
–No voy a ninguna parte y llamaré a la policía de verdad si intentas obligarme. Evidentemente, no sabes nada de lo que es ser padre si te parece normal hacerle eso a una niña tan pequeña a las diez y media.
–¿Y de quién es la culpa? –gritó él.
Se arrepintió inmediatamente de haber perdido el dominio de sí mismo. Nada había salido como había querido y le afectaba mucho que ella tuviera cierta razón con la última acusación.
David se movió en el pasillo y captó su atención.
–Yo recomendaría que durmiéramos un poco. Está claro que ha habido una serie de malentendidos y que necesitamos tiempo para reflexionar sobre la información nueva que tenemos todos. Dimitri, deberíamos irnos a Dublín y volver mañana por la mañana.
–No voy a dejar a mi hija –replicó Dimitri con un gruñido.
–Señorita Moore, ¿puede… arreglarlo de alguna manera?
Dimitri no pudo mirarla, no quería comprobar su reacción. Había estado muy seguro cuando se había metido en eso, había estado seguro de su plan, de su información y de la situación. Sin embargo, en el preciso momento en que desveló que no era Mary, que era Anna, él supo que no mentía. Había notado que la verdad le quitaba un peso de encima. La mujer que había dado a luz a su hija no era una alcohólica ni la habían detenido. La mujer con la que se había acostado y con la que se había pasado años soñando… Toda una serie de imágenes borrosas empezaron a disiparse y terminaron de aclararse cuando abrió los ojos y miró a Anna.
Anna estaba mirando y acunando a su hija entre los brazos y dejaba escapar unos ruiditos que parecían tranquilizar a la niña… a su hija. Contuvo la respiración mientras esperaba su respuesta y notó, más que oyó, el suspiro de ella.
–Lo acomodaré en una de las habitaciones que acaban de dejar vacías. No me gusta cómo ha hecho las cosas.
Le irritaba que ella estuviese dirigiéndose a David, no a él, pero tenía que ser justo. Estaba justificado después de todas las acusaciones que había hecho contra ella, y él sabía algunas cosas sobre las acusaciones falsas.
–Sin embargo –siguió ella–, tenemos que hablar y aclarar qué vamos a hacer a partir de ahora.
Dimitri siguió a David hasta el coche y le aseguró que no era tan canalla como para hacerles algo a su hija o a la madre de su hija, y menos cuando no era la mujer que había creído que era. Tomó varias bocanadas de aire frío y volvió a la pequeña casa de huéspedes. Asomó la cabeza en las habitaciones de la planta baja y se sintió como un intruso en la casa de su hija. Eso le espantó.
Oyó el tranquilizador susurro de una canción de cuna que, paradójicamente, le reavivó la rabia. ¿Cuántas noches se había quedado sin poder acostar a su hija y sin cerciorarse de que estaba bien y… era querida? Se paró en la entrada