Reclamada por el griego. Pippa Roscoe
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–¿Qué pasa? ¿No habéis visto nunca a una mujer bebida? –preguntó ella a los presentes.
–No es una mujer, es una…
–Dilo y te…
–¡Basta! –intervino Eamon.
Anna cruzó el reservado. Su madre estaba sentada sola y rodeada de mesas vacías. Parecía increíblemente pequeña y delante de ella tenía, al lado de un periódico, un vaso bajo con un líquido transparente, seguramente, vodka. Ella esperó que fuese vodka, la ginebra siempre empeoraba las cosas. Se sentó a su lado y sofocó la desesperación creciente, la rabia nunca servía para nada.
Mary tenía peor aspecto que la última vez que la vio. Anna supo, desde el día que nació Amalia, que no podía permitir que Mary siguiera viviendo con ellas. No iba a arriesgarse a que pudiera hacerle algo a su hija en un arrebato de ebriedad. Había organizado que su madre viviera con una de las pocas amigas que le habían quedado a Mary Moore. Desde entonces, todas las veces que se habían visto habían sido tensas y dolorosas.
–¿Qué ha pasado, mamá? ¿De dónde ha salido el dinero? –le preguntó Anna en un tono tan triste que le espantó.
–Yo… Creía que podría pagar parte de la hipoteca… Pensé, solo una copa… Pensé…
–¿Qué pensaste, mamá?
Anna no sabía de lo que estaba hablando su madre, pero estaba acostumbrada a esas conversaciones en círculo cuando ella estaba así. Se desvaneció el pequeño rayo de esperanza que había visto durante las últimas semanas, cuando su madre había estado sobria e, incluso, había hablado de rehabilitación.
–Yo creí que era culpable incluso cuando salió de la cárcel, pero cuando detuvieron a su hermano…
¡Estaba hablando de Dimitri!
Su madre le acercó un poco el periódico. En la primera página, junto al artículo principal, había otro artículo sobre la carrera de caballos que iba a celebrarse en Dublín y una foto en blanco y negro de tres hombres que celebraban una victoria en Buenos Aires. No pudo evitar que sus ojos se clavaran en Dimitri Kyriakou.
–Él tiene tanto dinero que… –las palabras de Mary Moore empezaban a difuminarse–. Que hice lo que tú nunca tuviste el valor de hacer.
–¿Qué hiciste, mamá?
–Un padre debería mantener a su hija…
Un millón de ideas se le amontonaron en la cabeza. Ella sabía, mejor que nadie, que lo que decía su madre era verdad… y había intentado conseguir su respaldo, había intentado hablarle de su hija hacía diecinueve meses, cuando ella, como todo el mundo, supo que era inocente. Había llamado a su oficina y había recibido una respuesta que le había demostrado que ese hombre con el que había pasado una noche desaforada, al que había entregado tanto de sí misma, había sido un producto de su calenturienta imaginación.
–¿Mamá…?
–Al menos, elegiste a uno con dinero… que estaba dispuesto a pagar cincuenta mil euros a cambio de nuestro silencio.
Anna sintió una náusea.
–Dios, mamá…
La bofetada llegó sin que se la esperara. Le giró la cabeza y el zumbido de los oídos superó un instante al asombro.
–Ni se te ocurra tomar su nombre en vano, Anna Moore.
Años y años de soledad, rabia y frustración se revolvieron dentro de Anna. Miró a su madre a los ojos y vio que la indignación justiciera dejaba paso al remordimiento y la desdicha.
–Anna, yo…
–Basta.
–Anna…
–No.
Anna levantó una mano. Sabía lo que iba a decir su madre, ya conocía el círculo de súplicas, disculpas y justificaciones, pero no podía permitirlo esa vez.
¿De verdad había pagado Dimitri para rechazar a su hija? Sintió un dolor infinito en el corazón, mucho mayor que el que sentía en la mejilla.
Se frotó el pecho con la palma de una mano como si así pudiera aliviar ese dolor que sabía que sentiría durante días… o, quizá, durante años. Eso era precisamente lo que había querido evitar a su hija, el dolor del rechazo, la sensación de que no la querían. No iba a permitir que su hija sufriera eso. Sencillamente, no iba a permitirlo.
Miró a su madre, que estaba encogida, y le pareció más pequeña todavía. Oyó el llanto de costumbre que llegaba de su tembloroso cuerpo.
Eamon asomó la cabeza por la entrada al cuarto. Sus ojos reflejaban lástima y ella lo odió por eso, odiaba a ese maldito pueblo.
–Me ocuparé de que pase bien la noche.
–Sí, hazlo.
Anna salió del pub con la cabeza alta. No iba a dejar que la vieran llorar, no lo había hecho nunca. Tampoco notó que había dejado de llover mientras volvía al pequeño negocio familiar que había conseguido mantener, a duras penas, durante esos años. Solo podía pensar en su hija, en Amalia, en sus preciosos ojos marrones y en su pelo rizado. Los sonidos de sus risas, de sus llantos y de los primeros gritos que dio en este mundo le retumbaron en la cabeza. También pensó en aquel momento milagroso, cuando la dejaron por primera vez en sus brazos y Amalia abrió los ojos, cuando ella sintió un amor puro e incondicional. Haría cualquier cosa, cualquiera, por su hija.
El día que se enteró de que estaba embarazada fue el mismo día que el juez de Estados Unidos dictó sentencia. Casi había oído el sonido del mazo como si hubiera golpeado en su propio corazón. No había querido creer que era culpable de las acusaciones que se habían presentado contra él, del fraude de millones de dólares a los clientes estadounidenses del banco Kyriakou. Sin embargo, ¿qué había sabido de él en aquel momento? Que era un hombre al que le gustaba el whisky, que le había dado el mayor de los placeres imaginables y que se había marchado al día siguiente sin decirle una palabra.
Como le había espantado la idea de que su hija llevara el estigma de un padre así, había decidido no revelar su identidad. Sin embargo, cuando se enteró de su inocencia e intentó ponerse en contacto con él, solo le dijeron que era una más de las muchas mujeres que reclamaban lo mismo. Casi gruñó al acordarse. Su hija no era una reclamación. Amalia tenía ocho meses y ella se había prometido que, a partir de ese momento, sería el padre y la madre de su hija, se había prometido que Amalia sería feliz, se sentiría segura y, sobre todo, sabría que la querían. Quería darle a su hija lo que no había tenido ella de pequeña, cuando su padre había abandonado a su madre embarazada.
Mientras subía por el sendero, vio un minibús parado delante de la casa de huéspedes. Los tres clientes que se habían registrado esa mañana estaban guardando las maletas en el portaequipajes.
El señor Carter y su esposa fueron los primeros en verla.
–Esto es inaceptable y lo contaré en mi crítica…