Una niñera enamorada. Elizabeth August
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Minerva, sabiendo que, si lo hacía, él se impondría en toda su altura y eso le daría una ventaja psicológica, prefirió continuar de pie. Estaba decidida a hacerle saber desde el principio que no se iba a dejar avasallar.
–¿Qué preguntas?
–Quiero saber por qué ha aceptado el trabajo.
–Porque necesito uno –respondió ella sinceramente.
Él frunció el ceño.
–Mis hijos no son solo un trabajo.
Minerva pensó que tal vez había sido demasiado concisa.
–Yo nunca he considerado que trabajar con niños sea solo un trabajo. Me gustan los niños.
Judd siguió frunciendo el ceño, pero pareció como si un poco de su enfado desapareciera.
–Me alegro de oír eso.
Su comportamiento intimidatorio estaba llevando sus nervios hasta un punto de ruptura. Inesperadamente, se oyó decir a sí misma lo que le estaba pasando por la cabeza.
–No estoy muy segura de aceptar el trabajo, dado que usted ha rechazado a tantas solicitantes.
–Supongo que esa es una preocupación legítima –dijo él y su mirada se endureció más todavía–. Yo quiero a alguien que se preocupe de mis hijos, que quiera pasar tiempo con ellos. Y las horas son largas. Se la necesitará veinticuatro horas al día seis días a la semana. Tendrá los domingos libres. A cambio, yo le pagaré muy bien. ¿Cree que podrá soportar eso?
Él tenía razón en lo del sueldo. Era muy bueno. Además, ¿qué otra opción tenía?
–Me gustaría intentarlo –dijo.
Él le hizo entonces una seña para que lo siguiera.
–Venga entonces.
El sonido de un niño que empezó a llorar incrementó las ganas de ella de salir corriendo de allí.
Minerva lo siguió y entraron en la cocina, donde vio a una mujer regordeta y de cabello gris, que estaba ocupándose de tres niños, al parecer de la misma edad. Un cuarto niño, mayor que los otros y con los mismos ojos de su padre, los miraba y agitaba la cabeza mientras limpiaba un bol de cereales que había caído al suelo.
Al ver a su padre, el bebé que lloraba se interrumpió.
–Joannie –dijo señalando a otro de los bebés–. Ha sido culpa suya.
–Los dos se pelearon por las fresas –dijo Lucy–. Lo de que se cayera el bol de cereales fue un accidente.
Recordando las reacciones de su propio padre ante cualquier cosa que alterara la paz de su mundo, Minerva se preparó para la ira de Judd Graham.
–Las fresas son saludables. Mañana pondremos dos cuencos más.
Luego se arrodilló para limpiar él el suelo, le guiñó un ojo a su hijo mayor y añadió:
–Termina de desayunar.
Minerva se quedó sorprendida. Había estado segura de que ese hombre era de los que se dejaba llevar por la ira.
–¿Eres nuestra nueva niñera? –le preguntó el mayor mientras se sentaba.
Minerva apartó la mirada del hombretón que estaba limpiando el suelo y se vio sometida a escrutinio por una mirada igual de seca que la del padre.
–Sí. Y tú eres John, me imagino –dijo recordando los nombres que le habían dado en la agencia.
El niño asintió y señaló a las dos niñas, de cabello castaño y ojos verdes.
–Sí. Estas son Joan y Judy. Son idénticas.
Luego señaló al niño de cabello oscuro y ojos castaños que había dejado de llorar y se estaba comiendo una fresa.
–Y ese es Henry. Son trillizos, pero él no es igual.
–Y yo soy Lucy Osmer, el ama de llaves –dijo la mujer ofreciéndole la mano–. Y me alegro de conocerla. Por mucho que quiera a esta tribu, son demasiado para solo dos personas mayores.
–Parecen saludables y llenos de energía –dijo Minerva después de darle la mano.
Se imaginaba que se iba a ganar cada centavo de su sueldo.
–Lo son.
Judd había terminado de limpiar el suelo, miró su reloj y le dijo a su hijo mayor:
–Ya es hora de que nosotros nos vayamos.
John frunció el ceño.
–Tal vez yo deba quedarme hoy en casa para ayudar a que la nueva niñera se acostumbre a nosotros. Los trillizos pueden ser difíciles. Os lo he oído decir muchas veces a Lucy y a ti.
Ese niño se había ganado inmediatamente el corazón de Minerva. Parecía tan adulto… Estaba claro que la deserción de su madre le había robado, por lo menos, una parte de su infancia.
–Nos las arreglaremos bien solas –dijo Lucy–. Tú vete al colegio y ya nos veremos a las dos y media.
Cuando padre e hijo salieron de la cocina, Minerva vio como John se volvía para mirarla. En sus ojos había preocupación y desconfianza.
–Parece temer que yo sea una especie de monstruo –dijo ella luego–. ¿Es que han tenido alguna niñera que fuera cruel con ellos?
–No –respondió Lucy sonriendo–. Es solo que es demasiado protector con los pequeños. ¿Qué te parece si lavamos a estos tres y luego te enseño tu cuarto?
Tal vez se equivocara, pensó Minerva. Tal vez ese niño no la viera como un monstruo. Tal vez lo que quería era que su madre volviera y veía en cada niñera una intrusa cuya presencia era un recordatorio de que su madre no iba a volver.
Capítulo 2
MINERVA nunca se había sentido tan cansada. Le dolían todos los músculos del cuerpo y se había tirado en un sillón del salón después de haber acostado a los trillizos para que se echaran la siesta. Se había pasado la mañana entera persiguiéndolos y jugando con ellos. Después de almorzar había seguido jugando con ellos y luego habían ido todos, incluida Lucy, a buscar a John al colegio.
Ahora John estaba jugando con sus camiones en el jardín fuera del salón, a su vista. Recordaba como él había estado tras ella todo el tiempo que había dedicado a preparar a los trillizos para la siesta. Ahora estaba claro que la ansiedad que se le había notado antes era por sus hermanos. Su afán protector se le había notado cuando se reunió con ellos en el colegio.
–¿Habéis pasado un buen día? –les había preguntado inmediatamente.
Los tres se rieron y asintieron.