Lecciones sobre dialéctica negativa. Theodor W. Adorno

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Lecciones sobre dialéctica negativa - Theodor W. Adorno

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cuando seres humanos que, bajo circunstancias muy extremas de presión social, tuvieron que adaptarse, para poder simplemente lograr esa adaptación, para estar a la altura de lo que se les exigía coercitivamente, decían por ejemplo, para darse ánimos –y uno observa así claramente en ellos cómo tuvieron que identificarse con el agresor–:34 “Sí, tal o cual, que es tan positivo…”. Lo que significa justamente que un ser humano espiritual y refinado se arremanga y lava los platos; o hace cualquier trabajo presuntamente útil para la sociedad que se le haya exigido. Cuanto más se disuelve todo frente a los contenidos prescriptos a la conciencia como sustanciales, cuantas más cosas haya de las que puedan en cierto modo alimentarse las ideologías, tanto más abstractas se tornan estas. En los nazis, se trataba de la raza, en la que ahora, entretanto, ya no cree ni el más tonto. Tendería a pensar que, en el siguiente nivel de la ideología regresiva, será simplemente lo positivo aquello en lo que los seres humanos habrán de creer, por ejemplo, en el sentido en que, en los avisos matrimoniales, la formulación “actitud positiva ante la vida” es percibida como algo muy especialmente recomendable. Conozco también una institución que se denominó Asociación para una Configuración Positiva de la Vida. No la inventé, como podrían quizás pensar ustedes, sino que existe realmente. Y esta Asociación para una Configuración Positiva de la Vida propone en realidad un entrenamiento a través del cual los seres humanos, por ejemplo, han de perder sus inhibiciones para hablar y volverse agradables, en cuanto diestros vendedores, ante Dios y los hombres. Esto es aquello en lo que se ha convertido el concepto de positividad. Detrás de esto se halla la creencia de que lo positivo es en sí ya algo positivo, sin que se pregunte qué es lo que allí se acepta como positivo, y si no está allí simplemente presente la conclusión errónea de que lo que está ahí, y lo que es positivo en el sentido de lo establecido, de lo existente, es investido, en función de su inevitabilidad, de todos aquellos atributos de lo bueno, lo superior, lo digno de ser afirmado; de aquellos atributos que resuenan en la palabra “positivo”. Inclusive, si puedo por una vez cultivar un poco de metafísica del lenguaje por propia cuenta, es muy característico y muy interesante que, en el propio concepto de lo positivo, resida esa anfibología. En efecto, positivo es, por un lado, lo que está dado, lo postulado, lo que está allí; tal como se habla, por ejemplo, acerca del positivismo como de la filosofía que se atiene a los datos. Pero, al mismo tiempo, debe ser positivo lo digno de ser afirmado, lo bueno, en cierto sentido lo ideal. Y tendería a pensar que esta constelación semántica en la palabra expresa, con extraordinaria precisión, algo que se encuentra en la conciencia de numerosos hombres. Y, por lo demás, también en la praxis; por ejemplo, cuando a uno se le dice que es necesaria la “crítica positiva”; así como hace unos días me sucedió, cuando estaba en Renania en un hotel, que le dije al director del hotel que, a causa del terrible ruido que dominaba en ese hotel –por lo demás muy bueno–, debía hacer instalar dobles ventanas; y cuando él, una vez que me explicó que esto, obviamente, era totalmente imposible por razones superiores, me dijo: “Pero, obviamente, estoy siempre sumamente agradecido con la crítica positiva”. Cuando hablo de dialéctica negativa, no es el menor de los motivos para hacerlo el hecho de que querría distanciarme del modo más nítido de esta fetichización de lo positivo en general –de la que, por cierto, pienso que tiene un alcance ideológico que también se relaciona con el progreso de ciertas corrientes filosóficas que, en la mayoría de los casos, nadie imaginaría–.35 Justamente, hay que preguntar qué es lo que se afirma; qué hay que afirmar y qué no hay que afirmar, en lugar de elevar al “sí” como tal ya a la condición de valor, como se plantea, desgraciadamente, ya en Nietzsche con todo el pathos del decir sí; lo cual, seguramente, es algo tan abstracto como aquel decir no a la vida en Schopenhauer, contra el cual se dirigen los pasajes correspondientes en Nietzsche.36 Por esa razón, pues, podría decirse, para expresarlo dialécticamente, que justamente lo que aparece como positivo es esencialmente lo negativo, es decir, lo que está sometido a crítica. Y este es el motivo, el motivo esencial, para la concepción y la nomenclatura de una dialéctica negativa.

      Lo que he expuesto ante ustedes de aquel modelo que es característico de la estructura hegeliana en su totalidad vale también para la totalidad de su filosofía y, por cierto, en un sentido muy estricto; es decir, es, como debería decirse, el misterio o el punto culminante de su filosofía el hecho de que la quintaesencia de todas las negaciones contenidas en ella –y, por cierto, no como su suma, sino como el proceso que conforman entre sí– deba convertirse en positividad, de acuerdo con aquella proposición dialéctica famosa y también conocida por todos ustedes de que todo lo real es racional.37 Precisamente este punto, es decir, esta positividad de la dialéctica como positividad del todo me parece que efectivamente se ha tornado insostenible: el hecho, pues, de que, como se reconoce al todo como racional, se pueda reconocer racionalidad aun en la no razón de sus momentos individuales; el hecho de que el todo, justamente a causa de ello, pueda ser afirmado como algo pleno de sentido. La banalización positivista de Hegel se ha resistido ya en el siglo XIX contra este punto. Y hay que decir que, en esta resistencia, por falible que fuera y por poco que haya comprendido que esta positividad del todo no consiste simplemente en que todo está magníficamente construido, sino que justamente este todo que es positivo se encuentra en sí infinitamente mediado; hay que admitir, sin embargo, que la crítica que las filosofías positivistas en el siglo XIX realizaron a esta tesis general de Hegel tiene algo de justificado.38 Pero hoy ya no es posible la presuposición positiva de que lo real es racional; es decir, de que lo que existe tiene un sentido. Se ha vuelto absolutamente imposible que, pues, la quintaesencia de lo existente se revele como plena de sentido en un sentido diferente de aquel según el cual todo ha de explicarse a partir de un principio determinado, en sí unitario, a saber: el principio de dominación de la naturaleza. No sé si puede sostenerse que no es posible escribir un poema después de Auschwitz.39 Pero la idea de que, después de Auschwitz, a propósito de un mundo en el que eso ha sido posible y en el que eso amenaza con ocurrir nuevamente cada día bajo una forma diferente –me acuerdo de Vietnam; probablemente eso sucede en este mismo segundo–, a propósito de una constitución global tal de la realidad, puede decirse seriamente que esta se encuentra plena de sentido, me parece un cinismo y una frivolidad que no puede defenderse simplemente de acuerdo con…, sí, déjenme decirlo, de acuerdo con la experiencia prefilosófica. Y una filosofía que permaneciera ciega frente a esto y que, con la arrogancia del espíritu que no ha incorporado a la realidad dentro de sí, afirmara que, a pesar de todo, hay un sentido, me parece realmente inadmisible en un ser humano que no haya sido aún totalmente idiotizado por la filosofía (pues la filosofía puede, entre otras muchas funciones, ejercer también exitosamente, sin ninguna duda, la de idiotizar). Recuerdo muy bien, en este contexto, que en un seminario de primer ciclo que dicté junto con Tillich relativamente poco antes del comienzo del Tercer Reich, una camarada se expresó, en una ocasión, muy drásticamente contra el concepto de un sentido de la existencia y que, cuando dijo: “La vida no me parece cargada de sentido, no sé si está cargada de sentido”, la entonces ya muy perceptible minoría nazi del seminario, sumamente acalorada, comenzó a raspar el piso con los pies en señal de descontento. Ahora bien, no quiero afirmar que el ruido de los nazis haya demostrado o refutado alguna cosa, pero es en todo caso muy significativo. Representa un punto neurálgico, tendería a decir, para la relación del pensar con la libertad, si es posible tolerar el reconocimiento de que una realidad dada carece de sentido; de que, pues, el propio espíritu no se puede orientar en ella; o si la conciencia se ha vuelto tan ineficaz que ya no puede arreglárselas de ningún modo sin convencerse continuamente de que todo está dispuesto del mejor modo. Tendería a pensar que, por esta razón, ya no es posible la construcción teórica de una positividad como quintaesencia de todas las negaciones, a menos que la filosofía le haga el honor realmente a aquella mala fama de extrañeza frente al mundo que merece siempre, en general, cuando se muestra especialmente familiar con el mundo y le atribuye a este justamente algo así como un sentido positivo.

      A través de lo que dije les resultará claro que el concepto de dialéctica, de dialéctica negativa –y esto debería avalar la elección del término “negativo” de una manera nada accesoria–, se torna crítico; que, pues, un tipo de dialéctica para la cual no se trata, como lo ha exigido el Hegel tardío, de encontrar en todas las negaciones lo afirmativo, sino lo

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