E-Pack Bianca septiembre 2020. Varias Autoras
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Visitaría a la familia del chófer en cuanto le fuera posible para darles sus condolencias, decidió de inmediato tras colgar el teléfono. Y aunque ya no pensara en Brooke como su esposa, sabía que no tenía ningún pariente y era su responsabilidad moral hacerse cargo de ella. Por eso, se fue derecho al hospital. Hacía mucho que había perdido el aprecio y el respeto a su mujer, pero jamás le desearía mal alguno.
Cuando Lorenzo llegó al pabellón de urgencias había un par de policías esperándole. Querían hacerle unas preguntas sobre la otra mujer, la que había muerto en el accidente. Según el pasaporte que habían encontrado se llamaba Milly Taylor, pero Lorenzo nunca había oído ese nombre ni sabía quién era.
La policía pensaba que tal vez también hubiera sido una extraña para la propia Brooke, que quizá, como estaba lloviendo tanto, se había ofrecido a llevarla porque le pillaba de paso. A Lorenzo le costaba imaginar a Brooke haciendo de buena samaritana y contestó que tal vez fuera una de las maquilladoras o estilistas a cuyos servicios recurría con frecuencia.
Se preguntó si el accidente habría sido culpa del conductor, y por ende culpa suya también por haber permitido a Brooke el capricho de seguir usando una de sus limusinas hasta que estuvieran oficialmente divorciados.
Aunque el acuerdo prematrimonial que habían firmado antes de la boda le aseguraba un férreo control para evitar que sus bienes acabasen en sus garras, se había mostrado generoso con ella. Además de dejar que siguiese haciendo uso de la limusina, le había comprado un lujoso apartamento para que viviese en él cuando abandonase Madrigal Court, su casa de campo. De hecho, ya le había entregado las llaves, pero Brooke aún no se había mudado porque le gustaba demasiado la comodidad de contar con un servicio pagado que le cocinaba, limpiaba, lavaba la ropa… ¡Madre di Dio…!, ¿cómo podía estar pensando esas cosas en un momento tan grave?, se reprendió.
La policía le aseguró que el accidente no había sido culpa de su chófer. Un camionero extranjero había girado en la calle equivocada, le había entrado el pánico en medio del intenso tráfico y se había saltado un semáforo en rojo, provocando el accidente.
Brooke había sufrido un severo traumatismo craneal y el neurocirujano que estaba a punto de operarla le advirtió que era posible que no sobreviviera a la intervención. Lorenzo se pasó horas paseándose arriba y abajo por la sala de espera, rumiando los demás detalles que le habían dado sobre su estado: le habían dicho que Brooke tenía múltiples cortes y golpes en la cara y aunque solo había podido verla unos segundos cuando habían pasado con ella en una camilla, camino del quirófano, había podido comprobar hasta qué punto el accidente había desfigurado sus facciones. Sabiendo lo importante que era para Brooke su apariencia, sintió lástima de ella. Si sobrevivía, se aseguraría de conseguirle al mejor cirujano plástico para que pudiera volver a mirarse al espejo sin sentirse mal. Haría todo lo que estuviera en su mano por ella.
Cuando por fin apareció el médico para decirle que la operación había ido bien, respiró aliviado. Sin embargo, el neurocirujano también le explicó que Brooke estaba en coma y que no había manera de saber cuándo saldría de él, ni en qué estado quedaría. Esa clase de traumas craneales solían causar complicaciones y secuelas. En cualquier caso, le dijo, tenía un largo y lento proceso de recuperación por delante.
Una enfermera le entregó los efectos personales de Brooke. Entre ellos estaban su anillo de compromiso y la alianza que él había puesto en su dedo el día de la boda con tanta confianza y optimismo. Tragó saliva, consciente de la encrucijada en la que se encontraba de repente. Hacía unas horas solo había podido pensar en que dentro de unas semanas sería libre, pero Brooke aún era su esposa, y le daría todo el apoyo que fuera necesario en esos momentos difíciles. Dejaría en suspenso el asunto del divorcio hasta que Brooke se recuperase.
Capítulo 2
LA JOVEN tendida en la cama sentía como si estuviera atrapada por un pesado sueño del que despertaba a ratos. Oía voces, pero no las reconocía. También oía ruidos aislados, como leves pitidos y zumbidos, pero tampoco sabía qué podían ser. Por más que se esforzaba, era incapaz de moverse. No lograba articular los dedos de las manos, ni de los pies… ni siquiera podía abrir los ojos. Los brazos y las piernas le pesaban.
A veces también había una voz profunda, masculina, más diferenciada, y aunque tampoco la reconocía, empezó a aferrarse a ella cuando la oía, desorientada como estaba, igual que un náufrago se aferraría a un salvavidas.
No alcanzaba a entender lo que decía. Tal vez fuera un televisor, y se preguntaba si siempre tendrían sintonizado todo el tiempo un canal extranjero porque parecía que aquel hombre estuviese hablando en otro idioma, o al menos con acento de otro país.
Y a veces se escuchaba música de fondo, música clásica sobre todo, y ocasionalmente cantos de pájaros, olas y ruido de lluvia, como si alguien hubiese recopilado los sonidos más diversos para ella. Le encantaban los cantos de los pájaros porque la hacían sentir que, si pudiera despertarse del todo, sería como despertar al amanecer de un nuevo día.
De pie junto a la ventana, Lorenzo estudiaba en silencio el rostro de su esposa. Si no fuera por los tubos y las máquinas, cualquiera diría que Brooke solo estaba dormida, con los rizos rubios enmarcando su rostro. La había trasladado a una clínica privada, cuando el hospital ya no podía hacer nada más por ella, y el personal la llamaba «la bella durmiente». Llevaba quince meses en estado vegetativo.
Quince meses ya…, pensó, pasándose una mano por el pelo, quince meses en los que su vida había girado en torno a su esposa, postrada en cama y sin visos de recuperarse. Quince meses en los que Brooke había entrado y salido de la unidad de cuidados intensivos, en los que la habían sometido a distintas intervenciones quirúrgicas. Sus huesos rotos se habían soldado, los cortes y los moratones habían desaparecido; los mejores cirujanos plásticos habían reconstruido con esmero sus facciones, y cada día un fisioterapeuta le movía los brazos y las piernas para que no perdiese el músculo. Y, sin embargo, seguía sin despertar.
Asegurarse de que se repararan todos los daños físicos que había sufrido en el accidente había mantenido motivado a Lorenzo aun cuando el personal de la clínica había empezado a perder la esperanza de que Brooke despertara.
No podía dejarla ir; no podía permitir que desconectaran las máquinas. Sin embargo, estaba empezando a darse cuenta de que, por más especialistas a los que consultara y más cuidados que le proporcionaran, el dinero no lo hacía omnipotente, y era posible que Brooke jamás volviera a abrir los ojos.
Se sentó en una silla, junto a la cama, y bajó la vista a sus cuidadas uñas. Había contratado a una manicura para que se las arreglaran con regularidad, y a una peluquera para que le lavara y arreglara también el cabello. Era lo que ella habría querido, aunque le había dicho a la peluquera que no se lo alisara, como acostumbraba hacer Brooke. Ella no habría estado de acuerdo con ese cambio, pensó, sintiéndose algo culpable, mientras acariciaba distraído sus rizos rubios.
–Una vez te amé –le dijo en un tono casi desafiante, en el silencio de la habitación.
Uno de los dedos de Brooke se movió ligeramente. Lorenzo se quedó paralizado y miró fijamente su mano, que seguía en la misma posición. No, tenía que haber sido su imaginación, se dijo. No era la primera vez que había tenido una impresión de ese tipo.
Lo entristecía que Brooke estuviera tan sola. Los paparazzi habían intentado colarse en el edificio para sacarle