Torbellino de emociones. Jennifer Taylor
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–Ah, estáis los dos aquí. Me preguntaba a qué hora quieres que vayamos esta noche, Liz –dijo él, mirando a James–. Supongo que Liz te habrá mencionado que estamos todos invitados a su casa esta noche. Pensamos que sería una manera agradable de darte la bienvenida a tu nuevo trabajo. Seremos sólo nosotros tres, Sam O´Neill, que ha sido nuestro médico suplente este año y Abbie Fraser, la enfermera del distrito. Sam está en Londres hoy para hacer una entrevista para un trabajo en ultramar, así que esta noche cuando vuelva nos dirá qué tal le ha ido. Tal vez será una celebración doble, aunque será triste que se vaya.
–Suena fantástico, gracias. Tengo muchas ganas de ir. ¿A qué hora quieres que vaya? –le preguntó James a Elizabeth.
–Sobre… sobre las ocho estará bien. Así nos dará tiempo a descansar un poco después de la consulta –replicó ella, algo nerviosa por la conversación que los dos acababan de tener–. ¿Podrás conseguir una canguro para Emily? –le preguntó a David con dulzura–. Se me olvidó preguntártelo.
–Mike me ha dicho que él lo hará –respondió David, sonriendo–. ¡Pero tiene su precio! Creo que hemos acordado cinco libras por cuidar de una hermana…
–Mike y Emily son los hijos de David –le explicó Elizabeth a James, por encima del hombro, después de reírle la broma a David.
–Mmm, me lo había imaginado, pero pensé que tenías tres hijos, David. ¿Estoy equivocado?
–No, en absoluto –respondió David con expresión triste–. Holly es mi hija mayor, pero en este momento no está con nosotros. Sólo están Mike y Emily.
David sonrió, pero Elizabeth vio que estaba muy disgustado. Suspiró cuando él salió de la consulta, dándose cuenta de que debía explicarle la situación a James.
–Holly tomó muy mal la muerte de su madre. Nunca se pudo hacer a la idea de que no se podía hacer nada por ella. Ella estaba en la facultad de Medicina de Liverpool, pero lo dejó cuando Kate murió. Lo último que supe de ella era que estaba en Brasil, pero no estoy segura de que ni siquiera David sepa donde está en estos momentos.
–Eso es muy duro para David y su familia –dijo él, sonriendo tristemente–. Me parece que es mejor saber la situación, ya que así no se corre el riesgo de meter la pata. Creo que me debería haber dado cuenta, pero no entiendo por qué David y tú habéis sido tan reservados.
–¿Reservados? –repitió Elizabeth, sin saber a lo que él se estaba refiriendo.
–Mmm, a lo vuestro. Él es libre, como tú. Estoy seguro de que a las gentes de Yewdale les parecería estupendo que sus dos médicos formaran una nueva clase de sociedad, así que eso no puede representar ningún problema.
–Yo… nosotros…
Elizabeth no sabía lo que decir. Se sentía terriblemente avergonzada. Él le miraba los enormes ojos avellana con infinita comprensión…
–Tal vez no he entendido bien la situación. Tal vez David no sepa lo que sientes por él –continuó él, con un brillo en los ojos que le resultó imposible descifrar–. Deberías probar a decírselo, si quieres mi consejo. No creo que haya razón alguna para mantenerlo en secreto.
Elizabeth se dio la vuelta, incapaz de soportar aquel escrutinio por más tiempo y se dirigió a su consulta. Cuando cerró la puerta, se puso a pensar en todo lo que debería haber dicho a James para hacerle saber que no quería ni su interés ni su consejo. Su relación con David no era asunto suyo.
¿Qué relación? En lo que se refería a David, ella no era más que una colega y una amiga. Ni antes ni después de la muerte de Kate había habido ninguna razón para pensar que había algo más. David vivía en una feliz ignorancia de los sentimientos que ella tenía hacia él, pero le había llevado a James Sinclair dos minutos darse cuenta.
Elizabeth respiró profundamente, pero no se sintió mejor. Saber que James podía ver a través de ella tan fácilmente le hacía sentirse muy vulnerable…
Capítulo 3
DESPUÉS de la consulta de la mañana, había una larga lista de llamadas que mantuvo a Elizabeth ocupada después de comer. Volvió a la consulta justo antes de las cuatro, por lo que fue rápidamente a la sala de médicos para prepararse una taza de café. Al llegar, se dio cuenta de que James ya estaba allí.
–¿Quieres una? –preguntó él, levantando su taza de café–. Acabo de preparar una cafetera.
–Bueno, sí por favor.
–¡Me da vueltas la cabeza! –exclamó él, llevándole una taza de café a la mesa, para sentarse después a su lado–. Hay tanto que asimilar cuando se empieza un nuevo trabajo, ¿verdad?
–Así es –respondió ella, todavía algo incómoda por los comentarios que había hecho sobre David y ella–. Me imagino que todo parece un poco confuso al principio.
–¡Así es! –afirmó James, tomando un sorbo de su café–. Sin embargo, dame una semana o dos y estoy seguro de que me sentiré como si llevara aquí toda la vida.
Elizabeth no dijo nada, ya que nada de lo que se le ocurría sonaba sincero. En vez de eso, prefirió cambiar de conversación.
–¿Te mostró David el mapa de la zona que te tocará cubrir? Pensamos que te ayudaría saber dónde están todos los lugares por aquí ya que estamos seguros de que eso será uno de los mayores problemas para ti, ¿no?
–¿Tú crees? –preguntó él, con un gesto en los ojos que a ella le resultó muy difícil interpretar–. Supongo que tienes razón, ya que saber por dónde tengo que ir no va a ser fácil al principio, pero David y tú os habéis encargado de eso –añadió él, aquella vez tan sólo con un gesto de gratitud en los ojos–. Ese mapa que me habéis preparado será de una gran ayuda. Os agradezco mucho todas las molestias que os habéis tomado.
–No es nada –respondió Elizabeth con una sonrisa.
Cuando ella acabó la taza de café, se levantó a lavar la taza y vio que él hacía lo mismo. James alcanzó el paño de cocina en el momento en que ella lo dejó en su sitio. Cuando sus manos se tocaron, Elizabeth sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo.
Rápidamente ella se apartó y buscó algo que decir, consciente de la tensión que reinaba en la habitación aunque no estaba segura de lo que la había causado.
–Pensamos que te ayudaría mucho si marcáramos las granjas en un mapa de la zona. Las granjas más pequeñas son bastante difíciles de encontrar. A menos que se tenga idea de dónde se va, uno se puede pasar horas conduciendo sin llegar a ninguna parte.
–Ya me lo imagino –dijo él, tirando el paño de cocina encima de la encimera–. Me imagino que saber dónde estoy me costará un poco al principio, pero cualquiera que hubiera llegado nuevo a la zona tendría las mismas dificultades. Espero que no pierda ningún punto a mi favor si me pierdo alguna vez.
Aquella afirmación tenía cierta intencionalidad que hizo que Elizabeth se sonrojara.