Torbellino de emociones. Jennifer Taylor

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Torbellino de emociones - Jennifer Taylor Bianca

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segura de que te permitiremos la ocasional metedura de pata, así que no tienes por qué preocuparte –replicó ella, mirando al reloj ya que se sentía deseosa de acabar aquella conversación–. Bueno, es mejor que me vaya, necesito escribir algunas notas antes de que empiece la consulta de por la tarde.

      Cuando ella se dio la vuelta, James le dijo muy suavemente:

      –Tengo muchas ganas de trabajar contigo, Elizabeth. Creo que tú y yo haremos un gran equipo una vez que hayamos subsanado las dificultades iniciales.

      Ella sonrió rápidamente, pero no pudo decir nada. Entonces se fue a su consulta y cerró la puerta mientras no dejaba de pensar en lo que él había dicho. Por mucho que lo intentara, no podría imaginarse trabajar con James con la misma armonía que con David.

      Entonces un temblor volvió a recorrerle la espalda. Ella apartó rápidamente aquellos pensamientos, sin querer pararse a pensar más en la razón por la que aquello le preocupaba tanto.

      –¿Ya está? ¿Ya no hay nadie más esperando? –preguntó Elizabeth, mientras le daba las tarjetas de registro a Eileen en recepción, para que ella las pusiera en una bandeja.

      –No, gracias a Dios. David ya se ha marchado. Me encargó que te dijera que te vería más tarde –dijo Eileen, cubriendo el ordenador con un suspiro de alivio–. ¡Vaya día! Ha sido no parar desde que llegué aquí. Pero hay que admitir que James ha sido de gran ayuda. No nos las hubiéramos arreglado tan bien… –se interrumpió ella, riendo–. Vaya, ¿te sonaban las orejas?

      –¿Por qué? ¿Estabais hablando sobre mí? –preguntó él, en tono de broma, mientras se acercaba al mostrador y le daba sus tarjetas–. Espero que sólo estuvieras diciendo cosas buenas de mí, Eileen.

      –¿No te gustaría saberlo? –bromeó Eileen, mientras recogía su impermeable–. Bueno, me marcho. Ya archivaré eso mañana. No te olvides de cerrar, Elizabeth, ¿de acuerdo?

      –Sí –prometió Elizabeth, con una sonrisa.

      Eileen tenía cierta tendencia a darle órdenes a todo el mundo, pero hacía tan bien su trabajo que a nadie le importaba. Elizabeth acompañó a la mujer hasta la puerta y esperó a que ella se ajustara la capucha sobre el precioso pelo gris. Cuando la mujer se hubo marchado, Elizabeth cerró la puerta principal y empezó a apagar las luces.

      –¿Las apagas todas o dejas alguna encendida por razones de seguridad? –preguntó James.

      –Dejamos encendida la de recepción, pero sólo por si nos llaman durante la noche y tenemos que venir a recoger la ficha de un paciente.

      Elizabeth se dio la vuelta y vio que James todavía estaba apoyado en recepción. La luz se le reflejaba en el pelo, haciéndolo aparecer mucho más rubio. Ella se dio cuenta de repente de que todo el mundo se había marchado. Las luces apagadas daban a la escena una intimidad que no poseía durante el día. Ella aminoró el paso, sin poderse explicar sus pocos deseos para acercarse a aquel círculo de luz.

      –En la entrevista, tú dijiste que no tenías ningún problema para controlar las llamadas nocturnas. ¿Recibís muchas? –preguntó él, en un tono muy profesional, por lo que ella no podía explicarse el temor que la embargaba.

      –Depende. No se puede predecir si se va a tener una noche tranquila o no. Sin embargo, la mayoría de las personas de por aquí son bastante consideradas, por lo que no llaman a menos que sea realmente necesario. Te darás cuenta de que las personas del campo tienden a ser más independientes, especialmente si viven lejos de la consulta.

      –¿Significa eso que visitan menos al médico que una persona de la ciudad? –preguntó James–. Bueno, supongo que eso tiene sus ventajas y sus desventajas. De acuerdo que no se pierde el tiempo con trivialidades, pero también se corre el riesgo de no detectar algo a tiempo.

      Él tenía razón. A David y a ella les costaba mucho hacerles entender a los pacientes que era vital comentar cualquier problema desde el principio. Le sorprendía mucho que James se hubiera dado cuenta de aquel punto tan rápidamente.

      –Tienes razón –admitió ella–. Ha habido varios casos en los que hubiera deseado tratar a un paciente mucho antes. Es algo que realmente me preocupa.

      –¿Has pensado en crear una consulta mensual a la que la gente pudiera acudir para chequeos y hablar sobre problemas menores que realmente les preocupen? Así tal vez se podría animarles a venir.

      –¿Te refieres a algo parecido a una clínica de prevención y ayuda para mujeres?

      –Sí, pero estaría abierta a hombres y mujeres –dijo James–. Hay que interesar a los hombres en la medicina preventiva.

      –Me parece una idea estupenda, pero no estoy segura de que podamos ofrecer ese servicio –le explicó Elizabeth, mucho más cómoda desde que hablaban sólo de temas profesionales–. Hemos estado tan agobiados desde que mi padre se retiró que nos ha resultado bastante difícil abarcar simplemente los asuntos del día a día.

      –Tal vez tendríamos que replantearnos cómo se hacen las cosas.

      –¿A qué te refieres? –preguntó Elizabeth, inmediatamente a la defensiva–. David y yo no vamos a acceder a ofrecer menos calidad. ¡El servicio que damos aquí es algo de lo que estamos muy orgullosos!

      –Estoy seguro de ello, pero incluso en la consulta perfecta siempre hay algo que se puede mejorar –replicó James, mirando al ordenador–. Aprovecharse de los últimos adelantos de la tecnología es una de las maneras en las que podríamos mejorar el servicio y ahorrar tiempo a la larga. Un gran número de consultas rurales se han dado cuenta de eso y han instalado enlaces de vídeo con el hospital. Los pacientes pueden entrar en su consulta, hablar con su médico de cabecera y al mismo tiempo con un especialista, que deciden conjuntamente el tratamiento. Hay muchas ocasiones en que tenemos que ver a un paciente muchas veces porque ha perdido la cita con el especialista.

      –¡No creo que a la gente de por aquí les guste esa idea! –le espetó Elizabeth–. Están acostumbrados a un servicio personal, no a ser diagnosticados por… ¡control remoto!

      –Está claro que no vale para cualquier tipo de enfermedad. Sin embargo, las ventajas de tener la opinión de un especialista en problemas dermatológicos, por ejemplo, son evidentes. Así les ofreceríamos a los pacientes el mejor tratamiento disponible sin que se tengan que desplazar más allá de su consultorio.

      Él tenía razón, pero había muchas otras cosas que tener en cuenta de las que él no se había dado cuenta.

      –Admito que la idea es buena… –empezó ella.

      –¿Pero? Me temo que hay algo que no te convence –dijo él en tono sarcástico.

      –Pero el coste de la instalación sería extremadamente alto. Nuestro presupuesto es muy limitado, James, y creo que costaría mucho convencernos a David y a mí de que ese proyecto merece tanto la pena como para darle prioridad sobre otros.

      –Sé que el presupuesto es muy ajustado. Es igual en la mayoría de las consultas, incluso en las de las ciudades. Sin embargo, podríamos arreglar eso consiguiendo alguien que quisiera apadrinarnos. Algunas empresas están deseando contribuir en proyectos que hagan aumentar su popularidad en una comunidad así que creo que merece la pena que no lo dejemos de lado.

      –Tal vez –respondió Elizabeth,

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