Torbellino de emociones. Jennifer Taylor
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–¿Pero no aquí, en Yewdale? –preguntó James, con una sonrisa en los labios–. No sé por qué me había imaginado que dirías eso.
A ella no le gustó aquel comentario, ya que él parecía demostrar que era capaz de leerle el pensamiento. Aquella idea le resultaba muy perturbadora. Decidida a acabar con aquella conversación lo antes posible, cruzó la habitación tan deprisa que no se dio cuenta de que había algo en el suelo. Elizabeth tropezó y perdió el equilibrio.
–¡Cuidado! –exclamó James, mientras la tomaba entre sus brazos.
Él se acercó a ella para ayudarla a recuperar el equilibrio. Elizabeth sintió que un escalofrío le recorría por todo el cuerpo. Pareció que se le cortaba la respiración, cuando le miró al rostro vio una mezcla de preocupación y atracción que la dejó perpleja. Nunca había esperado verse en aquella situación y no sabía cómo reaccionar.
Él la soltó casi inmediatamente y se inclinó para tomar el objeto con el que ella había tropezado. Resultó ser un bloque de Lego, por lo que él lo colocó en el cajón de los juguetes para los niños. Cuando volvió a mirarla, no había más que pura diversión en su rostro.
–Justo lo que necesitas al cabo de un día tan duro. ¡Un esguince de tobillo!
–Estoy bien, de veras –respondió ella, con más tensión en la voz de lo que hubiera deseado. Elizabeth se aclaró la garganta e intentó convencerse de que aquella expresión que había visto en el rostro de él había sido producto de la luz–. Bueno, es mejor que me vaya a casa. La señora Lewis se estará preguntando dónde me he metido.
–Es tu ama de llaves, ¿verdad? –dijo él, siguiéndola por el pasillo, esperando mientras ella echaba el cerrojo a la puerta.
–Eso es. Lleva años con nosotros, de hecho, desde que mi madre murió. No sé cómo mi padre se las habría arreglado con Jane y conmigo si no hubiese tenido a la señora Lewis para que le ayudara. Ella prácticamente nos crió.
–¿Jane? –preguntó James, apoyándose contra la pared con mucho interés. Elizabeth sintió que aquella noche, aquel cerrojo le estaba costando más que de costumbre–. Déjame que te ayude.
Ella dio un paso atrás, sintiendo aquel escalofrío de nuevo al sentir de nuevo el contacto de sus manos. Él corrió el cerrojo y luego se volvió a mirarla, preguntándose qué le pasaba y el por qué de aquel extraño comportamiento.
–Jane es mi hermana. Es tres años mayor que yo. Vive en Australia, a las afueras de Perth, con su marido y sus tres hijos –respondió ella, incapaz de parar el flujo de palabras–. Mi padre se ha ido a pasar tres meses con ella mientras se recupera del ataque al corazón que sufrió justo antes de Navidad.
–Sí, ya lo sabía. Varios de los pacientes que he atendido hoy estaban deseando hablarme del doctor Charles Allen. ¡Creo que se estaban asegurando de que yo sabía que me va a resultar muy difícil llegar a su nivel!
–Mi padre es muy querido por las personas de Yewdale –rió ella, sintiéndose de nuevo segura–. Dudo que nadie logre nunca superarle en el afecto que le tiene la gente.
–Yo no estaría tan seguro de eso. Por los comentarios que he oído hoy, la mayoría de las personas de este pueblo te tienen a ti en mucha estima.
Elizabeth no supo qué responder. No había rastro de burla en la voz de James, tan sólo sinceridad y generosidad, algo que ella nunca hubiera esperado. Siempre le había parecido que James era una persona demasiado competitiva como para halagar a otros.
–Bueno, me alegro de oír eso –respondió ella, algo confusa–. Es mejor que me vaya a casa. Yo… yo te veré más tarde, supongo.
–Estoy impaciente, Elizabeth.
Él había hablado con tanta calidez, que a ella le resultó difícil ignorarlo. Ella no miró hacia atrás mientras seguía por el pasillo y se metía en su casa. La consulta había sido construida pegada a Yewdale House. Muchas veces había estado agradecida por la comodidad de no tener que desplazarse a su lugar de trabajo. Pero en aquella ocasión, el saber que James Sinclair estaba tan cerca de allí durante la mayor parte del día le resultaba muy perturbador, aunque no acertaba a saber por qué.
–¡Biscotes y queso! ¡Nunca en mi vida he oído algo parecido! ¿Que pensaría su padre, señorita Elizabeth?
–Es una reunión informal, señora Lewis. Sólo queremos darle la bienvenida al doctor Sinclair, así que no quería que usted se molestase –le explicó Elizabeth, aunque sabía que la señora Lewis no le estaba escuchando.
–¡Menuda bienvenida, ofreciéndole al pobre hombre queso y biscotes! –protestó la señora Lewis–. Menos mal que el doctor Ross lo mencionó de pasada cuando lo vi esta mañana. Así que me vine temprano de casa de Agnes para que me diera tiempo a preparar alguna cosilla. He preparado un buffet, nada del otro mundo, tan sólo buena comida, así que espero que al doctor Sinclair le guste. Uno de mis guisados de cordero y empanada de jamón y puerros, con ensalada y bollitos de pan recién hechos. Luego, por supuesto, he preparado pudding de ruibarbo con natillas. Tal vez sea primavera, pero hace bastante frío con toda esa lluvia. Estoy segura de que todo el mundo estará encantado de algo que les caliente el cuerpo.
Elizabeth se contuvo al ver la mesa cargada de comida. La señora Lewis la había puesto con uno de los preciosos manteles de damasco y la mejor porcelana. Había dos aromáticas fuentes de guisado de cordero, que se mantenían caliente encima de dos pequeños quemadores, al lado de una cesta de crujientes panecillos y una gran fuente de cremosa mantequilla. La empanada estaba cortada en porciones, y tenía un aspecto tan magnífico que hacía la boca agua. La ensalada estaba preparada en un bol de madera, con lo que todo constituía un festín tanto para los ojos como para el paladar.
–Todo tiene un aspecto estupendo, señora Lewis, pero realmente no había necesidad de que se hubiera molestado tanto.
–No ha sido ninguna molestia. Voy a mirar el pudding. No queremos que se queme, ¿verdad? –dijo la señora Lewis, muy satisfecha, volviendo de nuevo a la cocina.
Elizabeth suspiró, sintiéndose derrotada, por lo que fue al aparador y sacó dos botellas de vino y se puso a buscar el sacacorchos. Al ver que no estaba en ninguno de los cajones, se dirigió a la cocina. Cuando estaba cruzando el vestíbulo, sonó el timbre, así que ella se dispuso a abrir la puerta, mirando el reloj al mismo tiempo. Todavía no eran las ocho, pero tal vez David llegaba temprano.
Elizabeth se miró rápidamente en el espejo, apartándose un mechón de la cara. Se dio cuenta de que tenía que ir a cortarse el flequillo. Se lo metió detrás de las orejas y luego contempló el vestido verde jade que se había puesto aquella noche. Era uno de sus favoritos. Era muy simple, pero le hacía muy esbelta y resaltaba sus elegantes piernas. Se había prendido un broche de filigrana de oro y unos pendientes a juego. De repente, se preguntó por qué se había molestado tanto. Ella siempre vestía bien, pero aquella noche había sentido el impulso de hacer un esfuerzo especial e incluso se había puesto un par de sandalias negras que se ponía muy de tarde en tarde.
¿Lo habría hecho por David? ¿O tal vez por James Sinclair?
El timbre sonó por segunda vez Elizabeth corrió hacia la puerta. Sin embargo, sintió que la sonrisa se le helaba en los labios al encontrarse con James y no con David.
–Espero no llegar demasiado pronto –dijo él, al notar que ella lo miraba fijamente sin