Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria Dahl

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Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl Tiffany

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moviéndose con calma mientras se agachaba para sacar una fuente del horno.

      –Tortilla al horno. Espero que no tengas nada en contra del beicon.

      –No, intenté hacerme vegetariana hace unos cuantos años. Pero fue un vergonzoso fracaso.

      –¿Ah, sí?

      –A los cuatro días estaba tan desesperada por comer carne que paré en una tienda de camino a casa y me compré un taco. Me lo comí en la caja registradora, mientras estaba pagando.

      –Eso está muy mal –le reprochó Jamie–. Y yo que pensaba que eras una mujer tan controlada.

      Olivia sonrió, aunque era cierto que siempre le había gustado tenerlo todo bajo un estricto control.

      –Puedo llegar a perder la cabeza, supongo. Pase lo que pase, no te interpongas entre mí y una bandeja de tacos.

      –Jamás se me ocurriría.

      A pesar de la intensa esperanza de Olivia, Jamie no volvió a su lado. Al parecer, no iba a haber sexo en la cocina. Aquel hombre estaba dispuesto a darle de comer. Se acercó a la nevera y sacó un cuenco. Los ojos de Olivia bajaron hasta sus pies descalzos. Todo en él hacía que se le hiciera la boca agua, hasta sus pies. Tenía un aspecto adorable y juvenil con aquellos vaqueros viejos y la camiseta. Cuando alargó la mano hacia el interior de la nevera, la camiseta se levantó y Olivia tuvo posibilidad de ver un pedazo de su musculosa espalda y el hueso de su cadera sobresaliendo de forma deliciosa.

      Iba a hacerlo. De verdad lo iba a hacer. Iba a verle desnudo. Iba a tocarle. Iba a envolverle con su cuerpo. Qué sensación tan rara. Era como si se estuviera viendo a sí misma en una película, representando un papel.

      –Olivia, ¿puedes agarrar esto?

      «¿Esto?», Olivia estaba dispuesta a agarrar cualquier cosa que le pidiera. Pero, al final, resultó ser un cuenco de fruta cortada. Le siguió con tristeza a través de la cocina hasta la puerta de atrás.

      Estaba siendo encantador, estaba haciendo un gran esfuerzo por ella. Pero Olivia no necesitaba nada de aquello. ¿Se tomaría siempre tantas molestias para una simple sesión de sexo? No era raro entonces que fuera tan popular. El camarero siempre a su servicio.

      Como tenía los ojos fijos en el trasero de Jamie, tardó varios minutos en darse cuenta de dónde estaban. Jamie dejó un cartón de zumo de naranja y una botella de champán sobre una mesa redonda.

      –¿Un cóctel mimosa?

      –¿Y tienes que preguntarlo? ¿Alguna vez te ha dicho alguien que no?

      Jamie frunció el ceño, pero Olivia estaba demasiado distraída por lo que veía a su alrededor como para preocuparse.

      –Qué lugar tan bonito, Jamie.

      Se sentaron en una amplia terraza de madera equipada con una mesa, sillas y una única tumbona. Desde allí, bajando un escalón, se accedía a una zona más pequeña que incluía un jacuzzi escondido detrás de un enrejado. Pero el resto del jardín era lo más sorprendente. Un camino de piedra cruzaba las plantas y las formaciones de rocas. Al final del enorme jardín había una pequeña cascada que caía desde unas piedras de unos dos metros.

      –Qué espacio tan bonito. Es muy relajante.

      –Gracias.

      Jamie hizo un gesto para que se sentara, le tendió un cóctel y volvió a la cocina. Ya había puesto la mesa y Olivia se descubrió sonriendo mientras contemplaba la vajilla y la cubertería, todo dispuesto en perfecto orden sobre un mantel de papel. Su café ya estaba preparado.

      –La otra taza que tengo es un vaso de pinta.

      –¿Necesitas ayuda? –se ofreció.

      –No –Jamie salió haciendo equilibrios con dos fuentes, sendos cucharones de madera y la cafetera–. Si algo sé hacer, es servir una mesa.

      Colocó cada cucharón en una de las fuentes y aquel detalle le recordó a Olivia al de las servilletas de papel dobladas. Su detallismo no alcanzaba los niveles de Martha Stewart, pero le pareció adorable. Una vez más.

      Olivia se sirvió los huevos y el café y la mezcla de fragancias fue gloriosa. Le sonó el estómago, pero cuando alargó la mano hacia el tenedor, Jamie tomó la botella de champán. Olivia se obligó a esperar con educación mientras él le servía el champán y el zumo de naranja. Cuando terminó, Jamie alzó su copa.

      –Por la diversión –brindó.

      –Y las cosas nuevas –añadió ella.

      Cinco minutos después, Olivia se dio cuenta, avergonzada, de que había dejado el plato limpio. Y la copa vacía.

      –¡Ay, estaba todo buenísimo!

      –Toma un poco más –le ofreció Jamie, inclinando la botella.

      El líquido dorado burbujeó y siseó en su copa. Olivia soltó una risita y ella misma se preguntó si estaría achispada. Después, se sirvió un poco de café.

      –¿Siempre has querido ser profesora? –le preguntó Jamie mientras se servía una generosa cantidad de tortilla de beicon.

      –No, la verdad es que no.

      –¿Aterrizaste en ese trabajo sin pensarlo?

      –Sí –había surgido así, sin más. Pero había aterrizado empujada por la mano de su marido. Intentó no suspirar–. Pero la asignatura que imparto me encanta. Mis padres eran inversores y empresarios. Hay mucho conocimiento especializado en cualquier negocio relacionado con la hostelería. Muchas cosas que un restaurador no tiene por qué saber. Me gusta poder servir de ayuda en ese campo.

      Jamie la miró con atención.

      –¿Ah, sí?

      –Es un campo difícil. Montar un restaurante es arriesgado y estresante, y consume mucho tiempo. Me gusta la idea de poder echar a la gente una mano.

      De hecho, a ella le habría gustado ser asesora en vez de profesora. Abrió la boca para decirlo, pero decidió no hacerlo, incapaz de expresarlo de una forma que no resultara patética. Se había enamorado de Víctor y él había querido que dedicara su tiempo y su energía a su carrera. Y eso era lo que había hecho ella. Había aceptado un trabajo mal pagado en la universidad porque lo importante era la carrera de Víctor. Por supuesto que sí. Nadie se habría atrevido a discutirlo.

      Jamie se la quedó mirando fijamente con los ojos entrecerrados, como si quisiera descifrar algo. Olivia quería encogerse y protestar diciendo que había hecho lo que en aquel momento había considerado lo mejor. Sí, entonces era una idiota de veintitrés años que se había casado con un hombre que la manipulaba, pero su intención había sido buena. Al fin y al cabo, a Víctor acababan de nombrarle profesor numerario. Tenía que sacar adelante su carrera.

      –No es un mal trabajo –dijo con voz queda.

      –Tengo una idea –no parecía decepcionado. Parecía… ¿emocionado?

      A Olivia le costó acostumbrarse a aquel giro inesperado de la conversación.

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