Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria Dahl
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–Tú quieres aprender a divertirte…
–¿Y?
Jamie sonrió, pero no lo hizo con su habitual nivel de confianza.
–Y yo quiero aprender cómo convertir una cervecería de degustación en un auténtico pub.
No era un plan muy impactante. Olivia ya había imaginado que intentaría orientar su negocio en aquella dirección. Pero sí era sorprendente oírle exponer los problemas de ambos como si estuvieran al mismo nivel. ¿Le estaba proponiendo que trabajara para él a cambio de sexo?
–Jamie… no sé.
–No tenemos nada que perder.
–Si voy a trabajar para tu familia, no estoy segura de que sea apropiado…
–No vas a trabajar para mi familia. Mi familia no sabe nada de esto.
–No lo comprendo –musitó.
Alargó la mano hacia su copa y se alegró de que Jamie se la hubiera vuelto a llenar.
Jamie se reclinó en la silla y sostuvo su copa entre las manos, fijando en ella la mirada mientras inclinaba el líquido.
–Mi hermano no confía en mí. La verdad es que nadie confía en mí. Supongo que me lo he ganado a pulso. Digamos que mi criterio a la hora de meterme en algunos asuntos ha sido bastante cuestionable.
–¿Te refieres a asuntos relacionados con el negocio?
–No, no me refiero a eso. Hace años, hice algunas locuras, bastante considerables. Y, una vez asumes el papel de oveja negra, es difícil quitártelo de encima.
–¿Tuviste algún problema con las drogas? ¿Hiciste algo ilegal?
–No, nada parecido. Es solo que… mi hermano y yo no nos parecemos en nada. Él es un ejemplo de responsabilidad. Yo nunca pude competir con él a ese nivel, así que ni siquiera me molestaba en intentarlo –se encogió de hombros–. Es complicado, pero, al final, el resultado es este. Somos socios a partes iguales en la cervecería, así que, proponga lo que proponga, tendré que convencer a mis hermanos de que es una buena idea. Por eso necesito ayuda. Toda la ayuda posible.
–Por supuesto, estaré encantada de ayudarte, pero no necesito que…
–No, eso no es verdad. Tú también necesitas ayuda. Y da la casualidad de que a mí se me da muy bien divertirme. Estoy muy curtido en ese campo.
A Olivia le ardía la cara como si se hubiera caído en un campo de agujas.
–¿Pero sexo? Yo no puedo…
–Yo no he dicho nada de sexo.
¡Ay, Dio santo! Olivia se llevó la mano a la mejilla.
–No lo entiendo.
–Me refiero a divertirse. A quedarse despierto hasta más tarde de las diez, por ejemplo.
–A mí me gusta…
–A acostarse tarde. A emborracharse bajo las estrellas. A bañarse desnudo. A ir a un club de striptease…
–¿A un club de striptease? –gritó.
Jamie le guiñó el ojo.
–Y quizá podamos trabajarnos una sesión de «no puedo esperar más» contra la pared del cuarto de baño mientras estamos allí. Siempre y cuando eso te parezca divertido.
–Creo…
La cara le seguía ardiendo. Tenía la garganta tan cerrada que le costaba creer que todavía pudiera respirar. Aquello no era normal. No era así como la gente hacía las cosas. Ni siquiera las divorciadas maduras con los hombres más jóvenes que ellas. A lo mejor debería sentirse ofendida porque Jamie le estaba ofreciendo un trato que implicaba meterse en su cama. O colocarla contra una pared.
Pero, por otra parte, aquello le facilitaba las cosas. No tendría que preocuparse de que la relación se convirtiera en algo especial. En algo profundo. Solo… estaban haciéndose un favor. Intercambiando servicios.
Pensando en ello, decidió que quizá fuera así como se hacía. A lo mejor era como una de aquellas ricachonas que mantenían a su lado a hombres mucho más jóvenes que ellas, si bien, en su caso, era una ricachona bastante pobre.
Pero era así como hacían los hombres, ¿no? Los hombres como Víctor ofrecían consejo, estabilidad, una mano sabía con la que guiar a sus parejas. Las mujeres jóvenes les brindaban a cambio cuerpos tersos y la satisfacción de necesidades básicas.
–¿Y bien? –la urgió Jamie.
Dejó la copa en la mesa y se enderezó. La miró a los ojos sin la menor sombra de vergüenza. ¿Cómo era capaz de hacer algo así?
Olivia se obligó a sí misma a enderezarse también. Fuera cono fuera, ella le deseaba, ¿no?
–De acuerdo –dijo, sorprendida por la convicción que reflejaba su propia voz–. Trato hecho, pero quiero que demos hoy la primera lección.
7
–No he traído bañador –dijo insegura a pesar de su atrevida declaración.
Jamie intentó parecer serio mientras sacudía la cabeza al tiempo que dejaba el último plato en el fregadero.
–¿No has oído lo que te he dicho antes?
Casi podía ver cómo repasaba mentalmente la lista de diversiones que le había propuesto. De hecho, movía los labios mientras la recitaba para sí. De pronto, abrió los ojos como platos.
–Pero hoy… Yo pensaba que…
–¿Qué? –preguntó Jamie, fingiendo que no sabía a qué se refería.
Olivia comenzó a farfullar con el rostro de nuevo enrojecido.
–¿Que nos lo tomaríamos con más calma? –sugirió Jamie para evitar que se sintiera culpable.
Pero sabía lo que iba a decir. Ella pensaba que iban a disfrutar del sexo y, al parecer, estaba dispuesta a ello. La sangre comenzó a bombearle a toda velocidad, inundando sus venas hasta que todo su cuerpo estuvo en tensión.
Olivia se aferró a sus palabras, asintiendo con entusiasmo.
–Sí, a tomárnoslo con más calma.
–Pero yo estoy intentando enseñarte a lanzarte de golpe. Empezaremos por el jacuzzi.
Olivia miró hacia la terraza mientras dejaba los cubiertos en el fregadero.
–Pero… la gente nos verá.
–No. El jacuzzi está a salvo de miradas.
–Pero