Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria Dahl
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¡Ay! En aquel momento se arrepintió de haberse puesto un sujetador con tanto relleno. La publicidad falsa y desnudarse a plena luz del día no casaban bien. Bajó la mirada hacia la toalla que apenas sobresalía sobre su pecho y volvió a mirar el cajón lleno de bonitos, delicados e innecesarios sujetadores. Se sentó entonces con fuerza en la cama y se enfrentó a un problema que había estado ignorando. Un problema que había intentado olvidar con todas sus fuerzas.
No solo era una inexperta en divertirse de forma irresponsable.
Era una inexperta y punto.
Víctor era el único amante que había tenido. El único. Si se acostaba con Jamie, él sería el segundo. Pero, por supuesto, no se lo diría jamás de los jamases.
Al fin y al cabo, era una mujer moderna y cultivada. Una divorciada de treinta y cinco años sin prejuicios morales y con una saludable vida amorosa. De joven, no había pretendido reservarse para el matrimonio o para la llegada de su alma gemela. El problema había sido que era una chica delgaducha y con gafas demasiado tímida para atreverse a mirar más allá de los libros. Y, al igual que otras chicas calladas y tímidas antes que ella, se había enamorado locamente de aquel profesor tan inteligente que la había ayudado a abrirse. Parecía tener tanto interés en ella… ¡En ella!, por inaudito que pareciera. No había tenido una sola oportunidad de resistirse.
Todo era perfecto. Ella era una joven sin experiencia y a Víctor le gustaba. Pero ser una inexperta con Jamie era una cuestión muy distinta. De modo que tendría que fingir. Algo que no tenía por qué resultarle en absoluto difícil. Había tenido relaciones sexuales durante una década. Un hombre no podía ser muy diferente de otro. El proceso siempre era el mismo. Ella tenía el mismo cuerpo. Y eso era lo que la preocupaba.
Cuando le había preguntado a Víctor, este le había dicho que no le importaba que tuviera los senos pequeños. Pero había sido imposible ignorar las miradas que dirigía a los escotes de otras mujeres. Y las tres mujeres que le había conocido eran impresionantes en ese aspecto.
Pero era absurdo preocuparse. Solo eran sus senos. Una pequeña parte de lo que a Jamie le interesaba de ella. Al menos, eso esperaba. Y, en cuanto a lo demás, no tenía por qué enterarse de que tenía tan poca experiencia. Saldría del paso fingiendo.
Ella siempre había sido una persona que funcionaba mediante la lógica. Se sintió mejor después de elegir su sujetador favorito. Era de algodón lila con encaje blanco en los bordes. Se puso una braga a juego y se enfundó el vestido amarillo. Después, se puso las lentes de contacto y se maquilló.
El reloj indicaba que todavía le quedaba media hora y no estaba muy segura de qué hacer, de modo que se sentó en el sofá con las manos en el regazo. Si quería, podía ir a casa de Jamie y limitarse a compartir el almuerzo con él. Lo sabía. Pero no era eso lo que quería. Le quería a él. Quería sentirle a su lado y dentro de ella. Y, por asustada que estuviera, no retrocedería. Alguien tenía que ser el primero después de Víctor y ese alguien iba a ser Jamie.
Al cabo de treinta minutos de serena calma, se levantó, se puso unas sandalias de tacón y salió hacia casa de Jamie. Abordaría aquella diversión de la misma manera que abordaba cualquier otra cuestión: con lógica y tranquilidad.
Lógica, tranquilidad y un corazón que latía enloquecido. Al parecer, lo de divertirse no iba a ser un asunto tan fácil, porque para cuando llegó a casa de Jamie, apenas podía oír otra cosa que su pulso acelerado.
Advirtió que vivía en un bonito barrio, de casas grandes. Y la suya no era una excepción. El porche estaba dividido en dos entradas. Se dirigió a la de la izquierda y llamó. Cuando comenzó a marearse, se obligó a respirar, y siguió haciéndolo cuando vio una figura acercarse tras el cristal esmerilado de la puerta.
–Señorita Bishop –la saludó Jamie. Una sonrisa se extendió por su rostro como un cálido regalo–, gracias por venir.
Ojalá pudiera repetir más tarde esa misma frase, pensó Olivia. Reprimió una risa nerviosa mientras él le abría la puerta por completo y le hacía un gesto para invitarla a entrar. Olivia comenzó a pasar delante de él y trastabilló cuando Jamie se movió para besarla. En el preciso instante en el que se dio cuenta de que pretendía darle un beso en la mejilla, ella estaba volviéndose para darle un beso en la boca. Y para entonces ya fue demasiado tarde. Sus bocas toparon con torpeza antes de que Olivia se apartara.
La puerta se cerró tras ella.
–¡Qué bien huele! –dijo animada.
–Gracias.
–Y… –se fijó por fin en cuanto la rodeaba y giró asombrada–. ¡Qué bonito!
Aquel no era un sórdido apartamento. Ni siquiera el refugio de un hombre. Los altos ventanales se abrían a la brisa, dejando que el sol iluminara el suelo de madera. Las puertas y los rodapiés también tenían la calidez de la madera y hacían un bonito contraste con el color almendra de las paredes.
–¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
–Unos dieciocho meses –la condujo hacia una cocina pequeña amueblada en granito oscuro y acero inoxidable.
–Tienes una casa preciosa. No me esperaba esto.
–¿Ah, no? –abrió la puerta del horno y sacó una sartén–. ¿Qué te esperabas entonces?
Olivia se aclaró la garganta, pero no contestó.
–¿Letreros de neón de marcas de cerveza? ¿Pósteres pegados con cinta adhesiva a las paredes?
–No, yo…
–Eso lo reservo para mi dormitorio. Así me aseguro de empezar bien el día.
–Para –Olivia le dio un golpe en el brazo.
Jamie la agarró de la muñeca y la atrajo hacia él.
–Llevo mucho tiempo esperando esto.
La abrazó, le rozó los labios y el mundo pareció explotar. Olivia entreabrió los labios y Jamie deslizó la lengua en su interior. Y, aunque todo comenzó despacio, Olivia no tardó en encontrarse apoyada contra la encimera de la cocina mientras la lengua de Jamie trabajaba en su boca y sus manos la agarraban de las caderas. Ella se aferró a él, adorando su olor, su sabor, su tacto. Durante tres noches seguidas, se había dormido oyendo su voz. También ella había estado esperando aquel momento.
Habían compartido besos en otras ocasiones, pero aquello fue muy diferente. El cuerpo entero de Jamie estaba presionado contra el suyo. Olivia cambió de postura, Jamie presionó con las caderas y el deseo se desató dentro de ella.
A lo mejor Jamie pretendía hacerlo allí mismo. A lo mejor la sentaba en la encimera, le subía la falda y le bajaba las bragas. Nunca se había visto en una situación como aquella, excitada hasta la desesperación en una cocina, con el frío granito a su espalda. Ya estaba húmeda. Tan húmeda, de hecho, que hasta podía notarlo.
Algo vibró con fuerza y Oliva se sobresaltó.
–Lo siento –le pidió Jamie con voz ronca–. Perdona un