Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria Dahl

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Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl Tiffany

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parecer que tenía unos senos de tamaño medio.

      El relleno del sujetador también ayudaba, pero Jamie no iba a tener oportunidad de quitarle la ropa y descubrir la diferencia.

      –¿Quieres que vayamos a comer?

      Olivia alzó la mirada bruscamente, desviándola de su ridículo regalo.

      –Son las dos.

      –De acuerdo. ¿Quieres que vayamos a tomar un café? ¿Una cerveza? ¿Un helado?

      –Estuvo mal por mi parte arrastrarte a aquella situación. Te agradezco que vinieras y aprecio que no lo hayas utilizado contra mí. Pero creo que no sería una… buena idea.

      –Una declaración demasiado solemne para un inocente helado de barquillo.

      Aquel hombre era capaz de hacer que las palabras «inocente helado de barquillo» sonaran como una perversa promesa. En sus ojos verdes parecía bailar una sonrisa.

      A Olivia le entraron ganas de encogerse, así que cuadró los hombros e intentó parecer incluso más alta. Pero continuó con la mirada fija en la manzana.

      –Eso es porque haces que no parezca inocente. Al menos, para mí.

      Jamie cambió de postura y ella alzó la mirada. El semblante de Jamie no traslucía la menor diversión.

      –¿Y eso no te parece importante?

      Sí, claro que se lo parecía. Demasiado importante. Pero jamás lo reconocería.

      –No soy una chica de dieciocho años que esté empezando a abrir las alas. Tengo que ser razonable.

      –Yo diría que hasta ahora has sido más que razonable. Dijiste que querías divertirte.

      –Y es cierto, pero…

      –Entonces, inténtalo –Olivia no sabía que la mirada de Jamie pudiera ser todavía más cálida, pero lo fue–. Yo soy capaz de hacer que cualquier cosa resulte divertida, Olivia, incluso tú.

      La excitación se abrió paso a través de ella. Debería haberse sentido ofendida, pero lo único que sintió fue anticipación ante la posibilidad que se le abría.

      –Solo eres un niño. No lo comprendes.

      –No soy ningún niño –replicó Jamie con voz queda y grave.

      Y ella sabía que tenía razón. Lo sabía. Pero había algo alegre y puro en él. Algo que le decía que todavía era capaz de disfrutar de la vida, a diferencia del resto de la triste población, que a duras penas conseguía ir abriéndose camino. Aquello era lo que atraía a las mujeres como moscas. Desde luego, era lo que la atraía a ella.

      Olivia se cruzó de brazos y recorrió con la mirada las sillas vacías, la moqueta oscura y el gris de las paredes que resplandecía bajo las luces fluorescentes. Aquel lugar era la parte más importante de su vida y la cuestión era que… que ni siquiera era algo que hubiera deseado. Su vida no podía ser más triste.

      –Un café.

      Jamie arqueó las cejas.

      –¿Un café? De acuerdo, el café es bastante divertido, pero…

      –Solo un café. Después tengo otros planes.

      Jamie le concedió un simpático guiño de ojos. Ni siquiera protestó cuando le dijo que era mejor que quedaran en la cafetería. De hecho, su sonrisa le indicó que conocía el motivo por el que se lo decía: no porque quisiera ir desde allí al museo, sino porque tenía miedo de lo que podía pasar si Jamie volvía a llevarla a su casa.

      Al final, pasó un rato muy agradable. Jamie resultó ser mejor conversador de lo que esperaba. Por supuesto, hablar formaba parte de su trabajo, pero cuando se habían atrevido a meterse en el terreno de la política, le había parecido un hombre reflexivo y bien informado. Y la había hecho reír. Estuvieron sentados en una terraza en sombra. Olivia se pidió un café con leche descremada y él un macchiato de caramelo con hielo con doble ración de nata.

      Cuando Jamie la acompañó al coche, estaba tan nerviosa como una adolescente. Y con motivo, porque en cuanto le abrió la puerta, Olivia quedó atrapada entre esta y el coche, con Jamie inclinándose hacia ella.

      –¿Puedo llamarte? –le preguntó Jamie.

      –Jamie… –no podía permitir que aquello continuara, pero tampoco podía pasarse la vida resistiéndose.

      –Solo tienes que decir que sí –susurró él.

      Y entonces la besó, de manera que Olivia tuvo la boca demasiado ocupada como para decir nada.

      La había dejado marchar con un beso. Con un maldito beso, nada más. Pero incluso aquello le hizo sonreír. No se lo diría a Olivia jamás en su vida, pero salir con ella le hacía sentirse… más adulto. Menos como un ligón y más como un hombre dispuesto a pasar el tiempo con una mujer interesante. Y no porque no estuviera dispuesto a acostarse con ella si surgiera la oportunidad. Aquel único beso le había dejado duro como una piedra. Por supuesto, había sido un beso, largo, húmedo y profundo.

      –¡Diablos, sí! –musitó mientras aparcaba en la cervecería.

      Rodeó el edificio antes de entrar para asegurarse de que las puertas y ventanas estaban aseguradas y las aceras limpias, pero cuando llegó a la puerta principal, todavía estaba pensando en Olivia.

      –¿Dónde demonios has estado? –le preguntó su hermano Eric antes de que Jamie hubiera puesto un pie en el umbral.

      La agradable calidez que fluía por sus músculos se transformó en hielo.

      –Ya te dije que los jueves llegaría más tarde a partir de ahora.

      –Dijiste que llegarías a las cuatro. Y son las cuatro y media.

      Jamie sintió que le ardía la sangre. El calor le quemaba la piel. Quería responder. Quería gritar que la semana anterior había trabajado sesenta y dos horas y que si le daba la gana podía llegar media hora tarde. No había un solo cliente en el bar, por el amor de Dios.

      Pero no podía contestar porque lo último que quería era que Eric comenzara a preguntarle dónde había estado o por qué de pronto había decidido tomarse los martes libres en vez de los lunes, o por qué necesitaba llegar tarde los jueves. Así que se sirvió de toda su fuerza de voluntad para reprimirse y limitarse a susurrar:

      –Lo siento.

      Eric pareció sorprendido. A lo mejor tenía ganas de pelea. Pero renunció con elegancia y dijo:

      –De acuerdo. Siento haberte gritado.

      ¿De verdad era tan fácil? Se pasaban la vida peleando como el perro y el gato y esa era una de las razones por las que él prefería mantener sus proyectos en secreto hasta que pudieran hacerse realidad. Si no lo tenía todo planificado a la perfección, Eric le tumbaría el plan antes de que hubiera salido la primera palabra de sus labios. De hecho, ya se lo había tumbado en una ocasión, pero Jamie no estaba dispuesto a rendirse.

      –¿Algo

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