Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria Dahl
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–Sí, desde luego.
–Y… ¿te he parecido divertida?
Todavía estaba sonriendo, pero cuando se echó hacia atrás para mirarle, Jamie pudo ver en sus ojos que la pregunta era sincera.
Alzó las manos para cubrirse los senos, pero Jamie se las retiró.
–Eh…–retuvo las manos de Olivia entre las suyas y le sostuvo la mirada–. Tú también has estado perfecta.
La sonrisa de Olivia pareció entonces auténtica. Se mordió el labio como una colegiala orgullosa. Y entre aquella sonrisa traviesa, sus senos desnudos y el hecho de que todavía estuviera dentro de ella, Jamie comenzó a excitarse otra vez.
La sonrisa de Olivia se transformó en una expresión de sorpresa.
–Procura tener cuidado a la hora de demostrar toda esa capacidad de diversión, Olivia –le advirtió–. Es peligroso.
–Voy a tener que aprender a medir mis propias fuerzas.
Jamie esbozó una mueca cuando Olivia se echó a reír, pero añadió también una sonrisa.
–De acuerdo, pero esta vez vamos a comprobar los límites de los poderes que acabas de descubrir en la cama. No quiero buscarme más problemas.
Olivia se levantó, haciéndole reprimir un gemido. Y aquella vez, mientras permanecía desnuda al lado del jacuzzi, no le pidió que cerrara los ojos.
–Dese prisa, señor Donovan. La clase se reanuda dentro de cinco minutos.
–Cinco minutos –musitó un tanto abrumado.
Pero pensó que con Olivia no le resultaría difícil conseguirlo.
8
Parecía imposible que solo hubieran pasado unas horas desde que Olivia había salido de su apartamento. Mientras recorría el camino que serpenteaba entre los dúplex de su barrio, la melena le rozaba el cuello y todavía sentía algunos mechones húmedos.
Había sido asombroso.
Olivia bajó la cabeza porque no era capaz de disimular la enorme sonrisa de su rostro y quería mantener lo ocurrido en secreto. Quería retener lo ocurrido para sí y no contárselo a nadie. No porque se sintiera avergonzada, sino porque si liberaba aquel secreto, podría terminar disipándose. Y no podía dejar escapar ni un instante de lo que había vivido.
–¿Dónde demonios has estado? –gruñó una voz masculina desde el pequeño porche de su casa.
Olivia alzó la cabeza y borró la sonrisa de su rostro. Su exmarido estaba subiendo los escalones de la entrada con el ceño fruncido, en tensión.
–¿Qué ha pasado? –le preguntó Olivia–. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Estaba muerto de preocupación. ¡Llevo todo el día llamándote!
–Estaba ocupada –pasó por delante de él y sacó las llaves del bolso.
–Te he llamado a primera hora de la mañana.
Olivia elevó los ojos al cielo.
–Había salido a correr. Y no finjas que no lo sabías.
Víctor la siguió escaleras arriba.
–Eran las ocho y media, Olivia. Tú no sales a correr a las ocho y media. Y te he llamado al fijo y al móvil.
Olivia se ruborizó, sintiéndose culpable. De lo que más culpable se sentía era de haberse levantado tan tarde y haber salido a correr a las ocho y media en vez de a las seis.
–¿Qué te pasa, Olivia? –la presionó–. Últimamente te comportas de una forma muy extraña.
–A mí no me lo parece.
–Es por él, ¿verdad?
¿Él? Hasta la última célula de su cuerpo pareció cosquillear al pensar en Jamie.
–No has dormido en casa esta noche, ¿verdad? Dios mío Olivia, ese chico es tan joven que podría ser uno de tus alumnos.
Olivia giró el pomo y abrió la puerta, mostrando la casa tal y como la había dejado. Estaba como siempre, limpia y con cada cosa en su lugar. Pero sus sentimientos estuvieron a punto de desintegrarse ante aquella visión.
No tenía sentido que ella estuviera allí con el mismo aspecto de siempre, rodeada de sus objetos de siempre, cuando acababa de hacer una locura. Algo perverso, delicioso e irresponsable. Algo que la había hecho sentirse mucho mejor que todo lo que había hecho hasta entonces.
Y, encima, Víctor. Víctor, que estaba siguiéndola al interior de la casa profiriendo todo tipo de palabras sin sentido. Echándole en cara las tonterías más ridículas e hipócritas.
Olivia dejó las llaves en la mesa. No cayeron en el platito de cerámica que tenía allí para ese fin, pero no le importó.
Dejó el bolso y colgó la chaqueta en el respaldo de una silla, en vez de en el perchero. Se volvió después hacia su marido.
–Tienes que estar de broma –le reprochó con la mandíbula apretada.
–Olivia…
–No, lo digo en serio. Esto tiene que ser una jodida broma.
Víctor se encogió al oír aquella palabra saliendo de sus labios. Y, en realidad, también ella se encogió un poco, pero fue un alivio. Como sajar una herida.
–¿Estás en mi casa haciéndome preguntas sobre mi vida íntima? ¿Tú? No es asunto tuyo, por si no te ha quedado claro.
–Es asunto mío si te dedicas a exhibirla delante de mis colegas y amigos. ¡Un camarero! ¿En qué demonios estabas pensando para llevarle a una fiesta de profesores universitarios?
Era tan indignante que Olivia se echó a reír.
–Lo siento, pero… ¿estás hablando en serio? ¿Quieres saber algo gracioso de verdad? Es uno de mis alumnos. Y supongo que estaba pensando lo mismo que pensabas tú cuando llevabas a una de tus alumnas a una fiesta. Allison, Rachel, y quienquiera que fuera la chica a la que llevaste hace un par de años.
–Todas esas mujeres están buscando…
–Estaba pensando que a lo mejor me apetecía acostarme con él –le interrumpió Olivia.
El rostro de Víctor perdió el color, como si fuera un dibujo del Telesketch al que se le estuvieran borrando los detalles. Se balanceó hacia atrás.
–Estás perdida –susurró.
–Todo lo contrario.
–Una mujer de tu edad persiguiendo a un estudiante. Es penoso.
Penoso. Después