Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria Dahl
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El teléfono volvió a tintinear.
¿Tienes la dirección?
Olivia dejó caer el libro que sostenía entre las manos. Clavó la mirada en el teléfono mientras el golpe sordo del libro contra el suelo retumbaba en la biblioteca. ¿Qué demonios pretendía? La única razón por la que había aceptado ir a aquella fiesta era que estaba segura de que Víctor no se presentaría allí con una de sus últimas graduadas agarrada del brazo.
No, tecleó, presionando la tecla de envío como si estuviera apretando el gatillo de una pistola mientras jugaba a la ruleta rusa. Contuvo la respiración hasta que el teléfono volvió a tintinear con delicadeza.
No importa. Llamaré a Rashid. Nos veremos allí, Olivia.
Qué canalla. ¿Qué derecho tenía a quedarse en la ciudad cuando se suponía que tenía que estar fuera? ¿Se habría quedado para asistir a aquella fiesta? No creía que fuera importante en la vida de Víctor, pero este parecía aprovechar cualquier oportunidad que tenía para entablar conversación con ella mientras le pasaba el brazo por los hombros a cualquier otra mujer.
Olivia se preguntó a quién llevaría en aquella ocasión. ¿A Allison? ¿O sería una nueva? No importaba. Ella ya no era capaz de distinguirlas.
Había sido él el que la había engañado. Olivia no entendía por qué parecía estar teniendo tantos problemas para olvidarla. Se había revuelto contra ella como si la culpa hubiera sido suya.
«No eres divertida», la había acusado, «eres una mujer aburrida. ¿Qué esperabas?». Las chicas con las que estaba saliendo Víctor, al parecer, eran como excursiones al circo: diversión constante y un comportamiento propio de los animales salvajes.
Olivia cerró el mensaje sin responder. Recogió el libro que había caído al suelo y abandonó la biblioteca con un humor muy diferente al que llevaba al entrar en ella. El camino de regreso le pareció en aquel momento de una distancia imposible.
No quería ir a aquella fiesta si también iba a ir Víctor. No soportaba verle. Ya tenía que cruzarse con él cuatro o cinco veces a la semana en el trabajo. No era justo que tuviera que verle exhibir a sus muñecas delante de ella. Ya ni siquiera estaba celosa, pero le fastidiaba que fuera tan grosero.
Ella nunca perdía la compostura. Jamás le había montado una escena. No se dejaba llevar por los impulsos. Era aburrida, como el propio Víctor había dicho. No era divertida. Y lo bueno de tener una exesposa aburrida era que no causaba problemas.
Maldijo a Víctor por aprovecharse de ello.
Con la mandíbula apretada por el enfado, cruzó con paso firme el césped y pensó en la última fiesta de la facultad. Víctor había llegado acompañado de una atractiva joven y se había paseado con ella con falsa modestia. Era un engreído y, a veces, a Olivia hasta le costaba creer que se hubiera casado con él. Lo que ella había considerado al principio de su relación un espíritu generoso y extravertido era la simple necesidad de ser siempre el centro de atención.
El centro de atención. Como Jamie Donovan. En eso podría superar a Víctor.
Olivia trastabilló hasta detenerse. Uno de los zapatos se le salió. Se quitó el otro también y fijó la mirada en las uñas pintadas de rojo asomando entre las briznas de hierba de color esmeralda.
Pero no podía hacer algo así. ¿O sí?
No estaría bien. Era atroz. Inmaduro.
Y lo disfrutaría como pocas cosas, aunque solo fuera durante unos segundos. Víctor se merecía que le diera una lección.
–No –se dijo a sí misma, mientras recogía los zapatos y continuaba andando.
La hierba estaba fresca en contraste con el calor del sol. Se preguntó por qué no se habría quitado antes los zapatos. A veces, relajarse daba buenos resultados.
–Ha sido él el que me ha pedido una cita –se susurró a sí misma.
Pero no le había pedido que le utilizara.
En cualquier caso, no tenía manera de ponerse en contacto con Jamie. Bueno, tenía la lista de clase, pero sería vergonzoso hacer algo así. Implicaría traspasar una línea prohibida. Utilizar la lista de clase para pedir una cita supondría igualar a Víctor en inmoralidad.
Así que, en realidad, no había nada que hacer. Como si no supiera en dónde trabajaba. ¡Ja!
Cuando llegó por fin al coche, Olivia se sentó en el asiento y apoyó la frente en el volante. Fijó la mirada en las motas de polvo que cubrían el velocímetro.
Por una parte, ella nunca había hecho nada parecido: acercarse al lugar de trabajo de un hombre y pedirle salir. Por otra, estaba buscando experiencias nuevas. Nuevas aventuras. Nuevos desafíos.
Pero enfrentarse a un desafío no significaba hacer una estupidez. Y la aventura no era sinónimo de engaño.
Una vez tomada la decisión, condujo hacia su casa, pero, por primera vez, advirtió que su trayecto habitual pasaba a una manzana de distancia de la cervecería Donovan Brothers. No podía verla, pero estaba allí, brillando como un faro. Tentándola.
Soltó una maldición, giró a la derecha y condujo en dirección contraria a la de su casa. Aquella dirección la llevaba hacia la cervecería, hacia Jamie, y hacia una decisión errónea que la llamaba con tanta fuerza que no podía ignorarla.
Aparcó y miró a su alrededor como si quisiera reconocer el coche de Jamie. Una estupidez. Idéntica a la de salir del coche y cruzar la puerta de la cervecería, pero eso era lo que estaba haciendo, empujada por el deseo de venganza.
Después de haber estado bajo un sol tan intenso, al principio no vio nada. Se adentró en un mundo oscuro y frío que olía a cerveza fría y a madera abrillantada. Parpadeó varias veces, preocupada por la posibilidad de que Jamie estuviera allí, siendo testigo de su caída.
Al final, la vista se le acostumbró y sintió alivio y decepción al mismo tiempo al comprobar que Jamie no estaba detrás de la barra. Había una mujer rubia con una coleta alta al lado del grifo. Colocó una rodaja de limón en el borde de un vaso, añadió el vaso a una bandeja con otras tres cervezas y fue a servir la única mesa que estaba ocupada.
–¡Hola! –saludó al pasar por delante de Olivia.
–¡Hola! –respondió Olivia con voz débil.
Una rápida mirada al local le aseguró que Jamie no estaba acechando en una de las esquinas del bar. Olivia miró las puertas abatibles por las que se accedía a la parte de atrás, pero, al igual que podía estar detrás de aquellas puertas, podía estar también a cientos de kilómetros de distancia. Aquella era la señal de que no debería estar allí. Acababa de ser salvada de la miseria y la vergüenza.
Olivia retrocedió y comenzó a volverse.
–¿Puedo ayudarte en algo?
Era de nuevo