Amor en carnaval. Trish Morey

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Amor en carnaval - Trish Morey Bianca

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la capa cuando se apartó el pelo, dejándole inadvertidamente al aire frío un hombro. Se estremeció bajo la deslizante prenda.

      Estaba intentando volver sobre sus pasos en el puente cuando lo vio. Un hombre en el centro de la plaza. Un hombre con un disfraz azul ribeteado en oro. Un hombre alto, de hombros anchos y con aspecto de guerrero.

      Un hombre que la miraba fijamente.

      Rosa sintió un escalofrío en la espina dorsal. No, no era posible. Se atrevió a girar un poco la cabeza para mirarlo. Solo estaba ella en el canal, y más allá había una muralla derrumbada. Tragó saliva cuando se dio la vuelta y alzó la mirada lo suficiente para ver que el hombre se acercaba ahora a ella con paso firme, y la gente se apartaba misteriosamente ante él. A pesar de la escasa iluminación de la farola de la calle, la determinación de su mirada hizo que le subiera la adrenalina en la sangre.

      ¿Quedarse ahí o huir? La respuesta estaba clara. Rosa sabía que, fuera quien fuera aquel hombre y sus intenciones, ella había permanecido allí demasiado tiempo. Y el hombre seguía avanzando con largos pasos, acortando la distancia entre ellos. Y sus pies se negaban a moverse. Estaba anclada al sitio, cuando lo que debería hacer era meterse entre el grupo de gente que había en el puente y dejar que la multitud se la tragara y la sacara de allí.

      Enseguida estuvo delante de él, un hombre enorme con túnica de cuero y malla, el cabello suelto a la altura de un rostro que exudaba poder. La nariz grande, mandíbula firme y unos ojos de un azul resplandeciente. Cobalto. No, no era un mero guerrero. Debía tratarse de un señor de la guerra. Un dios.

      Rosa tenía la boca seca cuando alzó la vista para mirarlo, pero tal vez era solo el calor que parecía irradiar del cuerpo del hombre en aquella noche fría y envuelta en niebla.

      –¿Puedo ayudarla? –le preguntó con voz profunda.

      Ella alzó la barbilla y trató de demostrar confianza.

      –¿Por qué me estaba usted mirando? –preguntó a su vez sin responder a su pregunta.

      –Sentía curiosidad.

      Rosa tragó saliva. Había visto a esas mujeres de pie esperando al otro lado de la carretera, y se hacía una idea de por qué podía sentir curiosidad por una mujer que estaba sola en una plaza.

      Se miró el vestido, y las medias a media pierna visibles bajo el dobladillo de la falda. Se suponía que iba disfrazada de cortesana, pero…

      –Esto es un disfraz. No soy… ya sabe.

      El hombre alzó las comisuras de los labios y formó casi una sonrisa, un cambio tan drástico que la pilló completamente por sorpresa.

      –Esta noche es carnaval. Nadie es quien parece ser.

      –¿Y usted quién es?

      –Me llamo Vittorio. ¿Y tú?

      –Rosa.

      –Rosa –repitió él inclinando ligeramente la cabeza.

      Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no tambalearse al escuchar su nombre con aquel tono de voz tan profundo y rico.

      –Encantando de conocerte –le tendió una mano y Rosa se la miró con recelo. Era una mano grande–. Te prometo que no muerde.

      Rosa alzó la vista y vio que la curva de sus labios había aumentado un centímetro y había en sus ojos azules un brillo de calor. Y no le importó que pareciera que estuviera riéndose de ella, porque aquel gesto había obrado una especie de milagro en su rostro, ofreciéndole un atisbo del hombre que había bajo el guerrero. Así que después de todo era mortal… no un dios salido de entre la niebla.

      Rosa le puso la mano en la suya y Vittorio se la estrechó. Ella sintió cómo le apretaba los dedos entre los suyos y sintió el calor. Era una sensación deliciosa que le recorrió seductoramente la sangre y provocó una respuesta en su vientre, una sensación tan inesperada que despertó todas las alarmas en su cerebro.

      –Tengo que irme –dijo retirando la mano de la suya y sintiendo la pérdida del calor de su cuerpo.

      –¿Dónde tienes que ir?

      Rosa miró hacia el puente. Ahora había menos gente, la mayoría había llegado a su destino, y solo los rezagados se apresuraban todavía.

      –Se supone que tengo que estar en una fiesta.

      –¿Y sabes dónde es esa fiesta?

      –La encontraré –afirmó con una convicción que no sentía. Porque no sabía dónde estaba ni dónde era la fiesta, y porque si conseguía milagrosamente encontrarla, tampoco tenía ya la entrada.

      –No tienes la menor idea de dónde es ni cómo llegar.

      Rosa lo miró y se preparó para negarlo, pero al mirarlo a los ojos se dio cuenta de que sabía que mentía.

      Rosa se arrebujó todavía más en la capa y alzó la barbilla.

      –¿Y a ti qué más te da?

      –No es un delito. Se dice que perderse en Venecia es casi obligatorio.

      Rosa se mordió la lengua y se estremeció bajo la capa.

      «Tal vez si no te hubieras gastado más dinero del que podías en una entrada, y si tuvieras un móvil con GPS, no te importaría estar perdida en Venecia».

      –Estás helada –dijo él.

      Y antes de que Rosa pudiera negarlo o protestar, Vittorio se desabrochó la cadena del cuello y le puso la capa por los hombros.

      El primer instinto de Rosa fue protestar. Tal vez fuera nueva en la ciudad, pero no era tan ingenua como para pensar que la ayuda de aquel hombre fuera desinteresada. Sin embargo, la capa era pesada y estaba deliciosamente calentita. Y despedía un aroma masculino. El aroma de Vittorio. Lo aspiró y disfrutó de aquella mezcla a cuero y hombre y su protesta murió en sus labios.

      –Gracias –dijo sintiendo cómo el calor la envolvía y se le extendía hasta las piernas, que llevaban una eternidad congeladas. Disfrutaría de aquel calor durante un minuto, lo usaría para descongelarse la sangre y volver a cargar de energía sus desinflados cuerpo y alma, y luego insistiría en que estaba bien, le devolvería la capa e intentaría encontrar el camino de regreso a casa.

      –¿Hay alguien a quien puedas llamar?

      –No tengo el teléfono conmigo –miró la máscara que tenía entre las manos sintiéndose una estúpida.

      –¿Puedo llamar a alguien en tu nombre? –preguntó Vittorio sacando un móvil de una bolsa pequeña del cinturón.

      Rosa experimentó durante un segundo un destello de esperanza. Pero solo le duró un instante. Porque el teléfono de Chiara estaba almacenado en la memoria de su teléfono. Sacudió la cabeza. Su carnaval había terminado antes siquiera de empezar.

      –No me sé el número. Lo tengo guardado en el teléfono, pero…

      Vittorio volvió a guardarse el móvil.

      –¿No

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