Amor en carnaval. Trish Morey

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Amor en carnaval - Trish Morey Bianca

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aquí –dijo guiándola hacia un callejón estrecho apartado de la bulliciosa calle. La muralla antigua de un palazzo desaparecía entre la niebla a un lado, al otro había un muro alto de ladrillo, y a cada paso que daba por el oscuro camino, los sonidos de la ciudad se iban acallando más y más por la niebla hasta que cada cuento de miedo que había escuchado vino a burlarse de ella, y el único sonido que pudo escuchar fue el latido de su propio corazón.

      No, no era el único sonido, porque sus pasos resonaban en el estrecho callejón y también estaba el movimiento del agua, el reflejo de luz pálida en la cambiante superficie del camino que tenían delante. Pero no, eso significaría…

      Y fue entonces cuando se dio cuenta de que el camino terminaba en un oscuro receso con solo el canal detrás.

      Un callejón sin salida.

      La adrenalina le corrió por las venas al mismo tiempo que la emoción se transformaba en miedo. Había recorrido por propia voluntad aquel camino oscuro con un hombre del que no sabía nada excepto su nombre. Si es que era su nombre.

      –Vittorio –dijo deteniéndose y tratando de apartar la mano de su codo, donde la tenía atrapada–. Creo que he cambiado de idea…

      –¿Disculpa?

      Él se detuvo y se giró hacia ella, y las sombras que se proyectaban en su rostro le confirieron una dimensión aterradora. En aquel momento podría haber sido un demonio. Un monstruo.

      A Rosa se le secó la boca. No quería pararse a pensar en la razón.

      –Debería irme a casa.

      Se estaba peleando con el cierre de la capa para poder quitársela y devolvérsela antes de salir corriendo.

      –Rosa.

      Se abrió una puerta en el receso detrás de Vittorio, dando paso a un mundo de fantasía. Las luces centelleaban en los árboles. Un portero se asomó para mirar quién estaba fuera e inclinó la cabeza al verlos allí esperando.

      –Rosa –repitió Vittorio–. Ya estamos aquí. En el palazzo.

      Ella parpadeó. Más allá del portero había un camino entre árboles y al final una fuente de la que brotaba el agua.

      –¿En el baile?

      –Sí –los labios de Vittorio se curvaron ligeramente en la oscuridad, como si de pronto hubiera entendido su necesidad de salir huyendo–. ¿O quieres volver a recordarme que lo que llevas es un disfraz?

      Rosa agradeció más que nunca a la niebla por tragarse su oleada de vergüenza. Dios, ¿qué debía pensar Vittorio de ella? Primero la encontraba perdida y desesperada, y luego entraba en pánico pensando que iba a atacarla.

      Chiara tenía razón. Necesitaba ser más dura. Ya no estaba en el pueblo. No tenía a su padre ni a sus hermanos para protegerla. Tenía que ser más inteligente y cuidar de sí misma.

      Intentó sonreír a su vez.

      –No. Lo siento mucho…

      –No –dijo Vittorio ofreciéndole de nuevo el brazo–. Lo siento yo. La mayoría de la gente llega en barco a motor hasta la puerta principal. Yo quería hacer un poco de ejercicio y andar, pero se me hizo tarde y por eso iba tan rápido. Tendría que haberte avisado de que íbamos a entrar por la puerta lateral.

      La última oleada de adrenalina salió de ella y Rosa logró sonreír mientras le tomaba el brazo y permitía que la guiara hacia un jardín iluminado con pequeñas luces que convertían por arte de magia la línea de árboles en carruajes tirados por caballos que llevaban hacia el palazzo situado más allá.

      Cuando estaban entrando en aquel mundo mágico, Rosa se preguntó…

      Le habían dicho que contara con que hubiera muchas medidas de seguridad en la puerta, que le registrarían el bolso. Pero el portero les hizo un gesto para que entraran sin pestañear.

      –¿Qué clase de baile es este? –preguntó–. ¿Por qué no te piden la entrada ni te inspeccionan el bolso?

      –Es un evento privado. Solo se accede por invitación.

      Ella lo miró.

      –En ese caso, ¿seguro que está bien que yo haya venido?

      –Yo te he invitado, ¿no es así?

      Se detuvieron justo al lado de la fuente, a medio camino del jardín, de modo que Rosa pudo admirar el aire mágico e iluminado de los jardines. Supuso que más allá estaba el canal, aunque resultaba casi imposible distinguirlo a través de la niebla, y los edificios de enfrente solo eran meras apariciones entre la neblina. Rosa tenía la sensación de que toda Venecia hubiera sido engullida por un cuento de hadas ambientado en un jardín. El aire húmedo le refrescaba el rostro, pero se sentía deliciosamente calentita bajo la capa de Vittorio y no tenía ninguna prisa por entrar. Porque dentro habría más invitados, más desconocidos y, sin duda, todo el mundo se conocería menos ella.

      –¿Qué lugar es este? –preguntó mirando cómo caía el agua de la fuente–. ¿A quién pertenece?

      –Es de un amigo mío. Los ancestros de Marcello eran duques de Venecia y muy ricos. El palazzo fue construido en el siglo XVI.

      –¿Y de qué conoces a alguien tan importante?

      Vittorio hizo una breve pausa y luego se encogió de hombros.

      –Mi padre y el suyo se conocen desde hace mucho.

      –¿Por qué? ¿Tu padre trabajaba para él?

      Vittorio se tomó algo de tiempo antes de inclinar la cabeza hacia un lado.

      –Algo parecido.

      Rosa asintió con gesto comprensivo.

      –Entiendo. Mi padre se ocupa de los coches del alcalde de Zecce, el pueblo de Puglia del que venimos. Solía invitarle a la fiesta de Navidad todos los años, y nosotros también íbamos de niños.

      –¿Nosotros?

      –Mis tres hermanos mayores y yo. Ahora todos están casados y tienen su propia familia.

      Rosa miró hacia los jardines perlados de luces y pensó en su próximo sobrino, que nacería dentro de unas semanas, y en el dinero que había malgastado en la entrada para el baile de aquella noche. Un dinero que podría haber utilizado para viajar de visita a casa y comprarle algo especial al bebé, y todavía le habría sobrado algo. Suspiró.

      –He pagado cien euros por la entrada del baile. Cien euros tirados a la basura.

      Vittorio alzó una ceja.

      –¿Tanto?

      –Sí, ya sé que es absurdamente caro, y el nuestro era uno de los bailes más baratos. Así que tienes suerte de que te inviten gratis a fiestas en un sitio como este.

      Rosa tragó saliva. Estaba balbuceando. Pero había algo en la presencia abrumadora de aquel hombre en la niebla que la llevaba a intentar estar a su altura. Era tan alto, de

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