Amor en carnaval. Trish Morey
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–Mira, gracias por la ayuda, pero seguro que tienes algún sitio al que ir.
–Sí.
Ella alzó una ceja en gesto desafiante.
–Bueno, ¿entonces?
Una góndola se deslizó casi en silencio por el canal detrás de ella. La niebla los envolvía a ambos. La mujer debía estar helada con aquella vestimenta tan poco adecuada para el frío. Todavía le temblaban los brazos, pero seguía empeñada en aparentar que todo estaba bien y que no necesitaba ayuda.
–Ven conmigo –le dijo Vittorio.
Fue un impulso lo que le llevó a pronunciar aquellas palabras, pero una vez dichas se dio cuenta de que tenían todo el sentido. Estaba perdida, sola en Venecia y era preciosa… más hermosa todavía de lo que le pareció al principio cuando se quitó la máscara. Sus ojos color caramelo eran grandes y rasgados como los de un gato, y sus labios pintados eran como una invitación.
–¿Perdona? –sus ojos de gata se abrieron de par en par.
–Ven conmigo –repitió él. Las semillas de su plan habían empezado a germinar. Un plan que los beneficiaría a ambos.
–No es necesario que digas eso. Ya has sido bastante amable conmigo.
–No se trata de ser amable. Me harás un favor.
–¿Cómo es posible, si hace un momento ni siquiera nos conocíamos?
Vittorio le ofreció el brazo.
–Llámalo casualidad si lo prefieres. Porque yo también tengo que ir a un baile de disfraces y no tengo pareja para la velada. ¿Me harías el honor de acompañarme?
Ella se rio suavemente y luego sacudió la cabeza.
–Ya te he dicho que esto es un disfraz. No esperaba que nadie me pidiera que me fuera con él.
–No estoy pidiéndote que te vengas conmigo. Te estoy pidiendo que seas mi invitada esta noche. Pero depende de ti, Rosa. Está claro que tenías pensado ir a una fiesta esta noche.
Vittorio agarró la máscara que ella sostenía entre los dedos que cerraban la capa por encima de sus senos y la giró despacio en las manos. Rosa no tuvo más remedio que soltarla. La otra opción era soltar la capa.
–¿Por qué deberías perderte la mejor noche del carnaval solo porque te hayas separado de tus amigos? –le preguntó Vittorio mirándola a los ojos.
Se dio cuenta de que se sentía tentada, casi podía saborear su excitación al ver que le ofrecían un salvavidas para una noche que había dado completamente por perdida. Pero en la profundidad de sus ojos todavía había preguntas y dudas.
Vittorio sonrió. Había empezado la noche de mal humor y sabía que eso se reflejaría en sus facciones, pero sabía cómo sonreír cuando había algo que le interesaba. Sabía cómo despertar su encanto cuando era necesario, ya fuera para negociar con un diplomático extranjero o para cortejar a una mujer.
–Una casualidad –repitió–. Una oportunidad feliz… para ambos. Y además puedes llevar mi capa puesta un rato más.
Ella lo miró a los ojos. Los suyos tenían largas pestañas y eran tímidos y nerviosos. Vittorio se sintió afectado una vez más por su aire de vulnerabilidad. Era muy distinta a las mujeres que conocía. En su mente apareció la imagen de Sirena: segura de sí misma, egocéntrica e incapaz de mostrar vulnerabilidad ni aunque estuviera sola en el mar con un tiburón hambriento delante.
–Es muy calentita –reconoció Rosa–. Gracias.
–¿Eso es un sí?
Ella aspiró con fuerza el aire y se mordió el labio inferior mientras en su interior se libraba una tortuosa batalla. Luego asintió con decisión y esbozó una tímida sonrisa en respuesta.
–¿Por qué no?
Vittorio no perdió ni un instante y la guio por el puente y a través de las calles hacia la entrada privada de los jardines de palacio. Su humor era considerablemente más ligero que al principio de la velada.
Porque de pronto, una noche que no le apetecía nada había dado un giro completo. No solo porque iba a darle una sorpresa a Sirena y a devolverle la pelota que ella le había arrojado, sino porque llevaba del brazo a una mujer preciosa en una de las ciudades más bellas del mundo, y la noche era joven.
¿Quién sabía cómo terminaría?
Capítulo 3
A ROSA se le aceleró el corazón cuando aquel hombre tan guapo le puso la mano sobre su manga y se abrió camino entre la multitud. Tenía que hacer un esfuerzo por seguirle el paso.
Le había dicho que se llamaba Vittorio, pero eso no le hacía menos desconocido. Y la estaba llevando a un baile de disfraces en alguna parte, o eso había dicho. Pero no tenía más detalles. Y no podía culpar a nadie de aquella chispa de impulso que la había llevado a abandonar todos los consejos de precaución con los que había crecido. Estaba haciendo algo muy lejos de su zona de confort y se preguntó si sería capaz de encontrar el camino de regreso en algún momento.
«¿Por qué no?», había sido su respuesta a su invitación, a pesar de que se le habían ocurrido un sinfín de razones. En sus veinticuatro años de vida, nunca había hecho nada tan impetuoso… ni tan imprudente. Sus hermanos sin duda añadirían «estúpido» a la descripción.
Y, sin embargo, dejando a un lado la incertidumbre e incluso la estupidez, su noche había dado un vuelco. Un vuelco cargado de burbujas de emoción.
–No está muy lejos –dijo él–. ¿Sigues teniendo frío?
–No.
Todo lo contrario. Su capa era como un escudo contra el tiempo, y sentía el brazo de Vittorio bajo el suyo sólido y real. En realidad estaba entusiasmada, como si se estuviera embarcando en un aventura con rumbo desconocido. Había muchos misterios, y aquel hombre estaba en lo más alto de la lista.
Rosa lo miró mientras él caminaba con pasos largos por la estrecha callejuela. Parecía ansioso por llegar a su destino, casi como si hubiera perdido demasiado tiempo hablando con ella en la plaza y quisiera recuperar el tiempo perdido.
Pasaron al lado de una farola que arrojó luces y sombras en su perfil, convirtiendo sus facciones en un espectáculo en movimiento: las líneas fuertes de la mandíbula y la nariz, la frente alta y los ojos oscuros, y todo rodeado por una gruesa melena de cabello negro.
–Ya queda poco –le dijo mirándola.
Durante un instante, un segundo, sus ojos cobalto se encontraron con los suyos y se quedaron allí enganchados. Las burbujas de la sangre de Rosa se elevaron todavía un poco más, y un brillo cálido surgió de lo más profundo de su vientre.
Se tambaleó un