Dañar, incumplir y reparar. Juan Antonio García Amado

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Dañar, incumplir y reparar - Juan Antonio García Amado

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laborales de sus asalariados, fue en 1901 activo Presidente del Centro de Labradores (es decir, terratenientes) de Valladolid y diputado a Cortes por el partido liberal (en la órbita de Santiago Alba). Años antes, en 1895, otro joven doctor había publicado su tesis sobre “Derecho obrero” con opiniones muy distintas: incluso en el caso de que la culpa del accidente sea del obrero, por su ignorancia y negligencia, no es “equidad ni justicia que la sociedad deje abandonado a quien, cuando pudo, supo ganar la propia subsistencia, ni a los seres débiles que dependieron de él”. Incluso en las desgracias que tienen por causa “el llamado por el moderno tecnicismo «riesgo profesional»”, “la mayoría de los escritores modernos (cita a Spencer) se inclinan en pro de la indemnización”; “y este criterio es ya dogma para multitud de economistas”. Juan Moneva, hijo de modesto ferroviario, ya tenía experiencia de trabajar como asalariado. En su tesis “Derecho obrero” se manifiesta católico, seguidor de las enseñanzas papales, propagandista de la “doctrina social de la Iglesia” (Moneva y Puyol, 1895, pp. 284-290).

      Los accidentes laborales, como todo lo que hoy llamamos Derecho laboral o del trabajo, eran en el siglo XIX y buena parte del XX cuestiones de Derecho civil, “una lección del temario de civil”, como es fama que dijo un civilista. O sea, todo el Derecho del trabajo una lección entre más de doscientas. Mientras así fue, los accidentes laborales eran una nota a pie de página en las explicaciones del art. 1902 CC. Pero para estas fechas (finales del XIX) ya se había introducido en algunos países el seguro obligatorio de enfermedades y accidentes en el trabajo (Bismarck en 1883), de manera que poco a poco todo esto dejó de ser considerado Derecho civil. Evolucionó como “Derecho social”, “Derecho obrero” o “Derecho del trabajo”, cortó el cordón umbilical con el civil y, entre otras cosas, las reglas de la responsabilidad civil dejaron de aplicarse en las fábricas. No es que no existieran las reglas o no fueran teóricamente aplicables, sino que dejaron de ser relevantes, hasta ahora. La seguridad social es otro mundo.

      Como parece serlo el de la responsabilidad de las administraciones públicas “por el funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos”, aunque sigamos utilizando parte de la terminología del Derecho privado tradicional y tensionando sus reglas; y quizás ya el Derecho de protección de los consumidores.

      Incluso la llamada responsabilidad civil procedente de delito tiene rasgos propios, y en España, debido a sus notables especialidades procesales, no sé si puede explicarse con los criterios generales de la responsabilidad civil. Por ejemplo, las indemnizaciones pedidas a Artur Mas y otros dirigentes catalanes en este concepto y las medidas cautelares impuestas en forma de fianza al inicio del proceso penal, quizás podamos esforzarnos en interpretarlas como consecuencia del daño causado, pero seguro que los contribuyentes voluntarios a la colecta pública para pagarla no lo ven de este modo, sino que piensan estar realizando contribución a la caja de resistencia para evitar el ingreso en la cárcel de su líder político. Tampoco parece creerlo SegurCaixa Adeslas, que ha rechazado la petición de cubrir la fianza de 5,2 millones que le pedía Artur Mas acogiéndose al seguro de responsabilidad civil que cubría a los empleados de la Administración pública catalana: según fuentes de la aseguradora, “esos hechos están excluidos en el condicionado de la póliza”.

      La teorización doctrinal, las sentencias de los tribunales y, muchas veces, las leyes, adquieren hoy una complejidad extraordinaria, incomparable con el estado de la cuestión de hace apenas tres décadas. Un marco conceptual mucho más elaborado, pero del que se escapan conjuntos de situaciones sociales muy relevantes en las que la incidencia de los daños contingentes es abordada con otros criterios e instrumentos.

      Al mismo tiempo, las reglas de responsabilidad civil abarcan otras realidades nuevas que adquieren incluso cierto protagonismo. Por ejemplo, los daños morales; por ejemplo, los daños al honor, la intimidad y la propia imagen. Hace cincuenta años, cuando yo estudiaba la carrera, y durante bastante tiempo después, pensar en pedir indemnización de daños por la pérdida de un hijo pequeño se hubiera considerado inmoral. Digo “hubiera” porque, de hecho, no se pensaba. Con la muerte del pequeño la economía familiar se veía aliviada. Queda el dolor del padre o de la madre, claro (creo que también distinto hoy y hace cincuenta años), pero el dolor no tiene precio y quien pretendiera cobrarlo parecería un desalmado. Como hubiera parecido persona poco honorable quien reclamara sumas de dinero como indemnización por el daño infligido a su honor, su fama, su intimidad o su imagen. En su caso, era satisfacción suficiente ante los tribunales, cuando no había más remedio que arrostrar así la publicidad de los hechos, la petición del “franco simbólico” propio de la práctica francesa o fórmulas semejantes de satisfacción simbólica. Luego, las leyes y la jurisprudencia constituyeron un mercado del honor, la fama, la intimidad y la propia imagen en que cada uno tiene su cachet y lo cobra mediante contrato o (presumido legalmente el perjuicio económico) como indemnización.

      Están también los daños al medio ambiente, las indemnizaciones al cónyuge por coste de oportunidades perdidas al casarse, las indemnizaciones a los padres a quien los tribunales privaron indebidamente de la compañía de sus hijos, y tantos otros supuestos que conocemos por los medios de comunicación y que, nos convenzan o no las razones del caso concreto, nos parecen muy heterogéneos y sujetos al arbitrio judicial, cuando no los juzgamos como mera arbitrariedad.

      Acepto de antemano que cada una de las afirmaciones que he hecho hasta ahora puede ser criticada y matizada. Mi intención es simplemente suscitar la imagen de la extraordinaria diversidad e impredecibilidad de los supuestos a los que se supone que se aplican unas reglas de responsabilidad civil que, sin embargo, no se siguen en otros ámbitos de la vida, o no del mismo modo.

      Todo ello me sugiere que las reglas de “responsabilidad extracontractual” pueden analizarse productivamente como una técnica específica de control de conductas utilizada por el poder, según convenga, en unos ámbitos de la convivencia humana y no en otros. Técnica cuyo rasgo característico no es precisamente la indemnización del daño, sino dejar en manos de los particulares la acción para exigirla y hacerla suya, acción que pueden ejercitar o no. Técnica acumulable con cualesquiera otras, asimismo cuando convenga, e indiscernible en muchos casos de las sanciones pecuniarias administrativas o penales. Reglas y práctica de su aplicación que resulta muy difícil entroncar con el viejo principio de alterum non laedere, ese que junto a los de suum cuique tribuere y honeste vivere constituía los tria iuris precepta de nuestra tradición cultural.

      Entra ahora el contratema.

      Cuando hace un siglo, en febrero de 1917, la Dixieland Jass Band graba el primer álbum de música de jazz, podemos imaginar que algunos de aquellos músicos no sabían leer un pentagrama. Hoy muchas universidades del mundo tienen másteres y no sé si doctorados de jazz. Hoy un músico de jazz competente, y no digamos si centrado en la improvisación, tiene que dominar la teoría musical, en particular la armonía, con mayor soltura y profundidad que, por ejemplo, un competente instrumentista en una buena orquesta sinfónica. Porque el primero se exige, o le exigen, habilidad para la invención en mayor grado que al oboísta de repertorio clásico.

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